Emocionados, admirados y como abrumados por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran a esa mujer inspirada como una especie de divinidad. Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza blanca.
En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora
cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan del hecho maravilloso.
La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa profetizando en nombre del gran Abuelo. Pronto esta mujer y otras semejantes, de pie sobre las rocas, en medio dé los claros del bosque, al ruido del viento y del océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en las brumas flotantes de las transparencias lunares. El último de los grandes celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas.
Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu.
He ahí el comienzo de la religión.
Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus
estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una melodía grave y significativa.
De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo que vemos brotar la religión, nace el culto, los sacerdotes y la poesía.
en Europa la huella del papel preponderante de la mujer se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante millares de años. Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa del Edda, en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, (Véase la última batalla entre Ariovisto y Cesar en los Comentarios de éste) y hasta en las Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo. La Vidente prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos.
Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres
de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo
en el comienzo de su lucha.
Pero llegó la corrupción y los enormes abusos de esta institución eran inevitables. Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el terror. Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento esencial de su culto. Por medio de hecatombes humanas se lanzaban los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores de los antepasados. Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus manos un formidable instrumento de dominio. Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior.
Dejada al azar de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el valor en ferocidad, la idea sublime del sacrificio en instrumento de tiranía, en explotación pérfida y cruel.
Edouard Schuré: Los grandes iniciados