Nuestro verdadero Yo ilimitado, al proyectarse a través de una estructura determinada de energía y conciencia, se confina en los límites de esa estructura y asume el papel de un yo finito y separado. La visión errónea producida por esta oscurecedora identificación del yo, que en cuanto infinito es uno con todo pero en cuanto finito se enfrenta a un universo ajeno, constituye el drama central de la existencia humana. Por eso, todas las tradiciones espirituales invitan a investigar vivencialmente sobre la propia identidad -“conócete a ti mismo”-, porque ello nos permitirá comprobar, de forma directa, que el personaje con el que estamos habitualmente identificados no es sino una minúscula expresión relativa de nuestra realidad integral. El mensaje unánime de la sabiduría universal propone, básicamente, desligarse de la fijación exclusiva sobre el yo existencial y lograr un anclaje en el Yo esencial, trascender la persona superficial, encerrada en sus estrechos límites, y descubrir el profundo Ser central, que no es sino la simple y diáfana lucidez infinita en la que están surgiendo la totalidad de los mundos, espontáneamente, en cada instante.
En su centro, el ser humano es inmutable, eterno, sin nacimiento ni muerte. En su periferia, sin embargo, es cambiante, efimero y está naciendo y muriendo permanentemente. No se trata de rechazar ninguna de ambas facetas, porque, de hecho, forman una única realidad indisociable, sino de desplazar el centro de gravedad desde la ilusoria existencia separada que creemos ser en la superficie, hasta la verdadera identidad omniinclusiva que somos en el fondo, desde siempre. Para el Yo único no hay dos yoes. La presunta entidad individual, contingente y transitoria, es meramente un reflejo en miniatura del único y eterno Sí mismo, un simple rayo proyectado desde el Ser autorrefulgente e infinito.
José Díez Faixat
“Siendo nada, soy todo” con prólogo de Consuelo Martín.