Ibn ‘Arabí, considerado el “Sheikh más grande” (Sheikh al -Akbar) del
Sufismo, conoció a un pescador devoto y ascético en sus viajes por Túnez.
El pescador vivía en una choza de barro. Todos los días salía con su barco
a pescar y distribuía toda la captura entre los pobres. Tan sólo se
guardaba para él una cabeza de pescado, que cocinaba para la cena.
El pescador se hizo derviche de Ibn ‘Arabí, y al final también él, llegó a
ser sheikh. Cuando uno de sus derviches se disponía a salir de viaje para
España, el pescador le pidió que visitara a Ibn ‘Arabí y le rogase que le
enviara algún consejo espiritual, pues sentía que no había hecho ningún
progreso desde hacía muchos años.
Cuando el derviche llegó a la ciudad de Ibn ‘Arabí, preguntó dónde podía
encontrar al gran sheikh sufí. Los lugareños le indicaron una mansión
suntuosa encima de una colina y le dijeron que ésa era la casa del sheikh.
Al derviche le sorprendió lo mundanal que debía ser Ibn ‘Arabí,
especialmente en comparación con su querido sheikh, un simple pescador.
De mala gana se puso en marcha hacia la mansión. El camino estaba bordeado
por campos de cultivo, hermosos huertos, y rebaños de ovejas, cabras y
vacas. Cada vez que preguntaba, le decían que los campos, los huertos y los
animales pertenecían a Ibn ‘Arabí.
El derviche se preguntaba como un sheikh podía ser tan materialista.
Cuando llegó a la mansión, al discípulo se le confirmaron sus temores. Aquí
había más riquezas y lujo de lo que el más atrevido podía soñar. Los muros
eran de mármol con taracea. Los suelos estaban cubiertos de lujosas
alfombras. Los sirvientes llevaban vestidos de seda. Sus ropajes eran más
finos que los de los hombres y mujeres más ricos del pueblo del derviche.
Cuando éste preguntó por Ibn ‘Arabí, le dijeron que el maestro estaba
visitando al Califa y que estaría de vuelta al poco rato. Después de una
corta espera, el discípulo vio un cortejo que avanzaba hacia la casa.
Primero llegó la guardia de honor de los soldados del Califa, con armaduras
y armas relucientes, montados en hermosos caballos árabes. Entonces llegó
Ibn ‘Arabí, vestido con magníficas ropas de seda y un turbante digno de un
Sultán.
Cuando llevaron al derviche a ver a Ibn ‘Arabí, hermosos sirvientes le
trajeron café y pasteles. El derviche le transmitió el mensaje de su sheikh
y reaccionó con asombro e indignación, cuando Ibn ‘Arabí le dijo: “Dile a
tu maestro que su problema es que está demasiado apegado al mundo”.
Cuando el derviche volvió a su casa, su sheikh le preguntó ansiosamente si
había visitado al maestro. De mala gana el derviche admitió que sí. “Y
bien, ¿te ha dado algún consejo para mí?”.
El derviche intentó evitar repetir los comentarios de Ibn ‘Arabí, que
resultaban totalmente incongruentes considerando la opulencia de éste y el
ascetismo de su sheikh. Además temía que su maestro pudiera ofenderse. Pero
el pescador siguió insistiendo y al final el derviche tuvo que contarle lo
que Ibn’Arabí le había dicho.
El pescador se puso a llorar. Su discípulo, atónito, preguntó cómo Ibn
‘Arabí, viviendo en medio de semejante lujo, se atrevía a decirle que
estaba demasiado apegado al mundo.
“Tiene razón”, dijo el sheikh. “A él verdaderamente no le importa nada de
lo que tiene, pero cada noche, cuando yo me como mi cabeza de pescado,
desearía que fuese un pescado entero”.