El maestro le insistía al discípulo una y otra vez sobre la necesidad de cultivar la quietud de la mente. Le decía:
-Deja que tu mente se remanse, se tranquilice, se sosiegue.
-Pero ¿qué más? -preguntaba impaciente el discípulo.
-De momento, sólo eso -aseguraba el maestro.
Y cada día exhortaba al discípulo a que se sosegase, superando toda inquietud, y a encontrar un estado interno de tranquilidad. Un día, el discípulo, harto de recibir siempre la misma instrucción, preguntó:
-Pero ¿por qué consideras tan importante la quietud?
El maestro le ordenó:
-Acompáñame.
Le condujo hasta un estanque y con su bastón comenzó a agitar las aguas. Preguntó:
-¿Puedes ver tu rostro en el agua?
-¿Cómo lo voy a ver si el agua está turbia? Así no es posible -replicó el discípulo, pensando que el maestro trataba de burlarse de él, y agregó-: Si agitas el agua y la enturbias, no puede reflejarse claramente mi rostro. .
Y el maestro dijo:
-De igual manera, mientras estés agitado no podrás ver el rostro de tu Yo interior.