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La enfermedad como camino: POLARIDAD y UNIDAD 5/5 (1)

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POLARIDAD Y UNIDAD

Por un lado, nos gustaría evitar tediosas repeticiones, pero, por otro, creemos que la comprensión de la polaridad es requisito indispensable para seguir los razonamientos que exponemos más adelante. De todos modos, nunca se hace demasiado hincapié en la polaridad, por cuanto que constituye el problema central de nuestra existencia.

Al decir Yo, el ser humano se separa de todo lo que percibe como ajeno al Yo: el Tú; y, desde este momento, el ser humano queda preso en la polaridad. Su Yo lo ata al mundo de los contrapuntos que no se cifran sólo en el Yo y el Tú, sino también en lo interno y lo externo, mujer y hombre, bien y mal, verdad y mentira, etc. El ego del individuo le hace imposible percibir, reconocer o imaginar siquiera la unidad o el todo en cualquier forma.

La conciencia lo escinde todo en parejas de contrarios que nos plantea un conflicto porque nos obligan a diferenciar y a decidir. Nuestro entendimiento no hace otra cosa que desmenuzar la realidad en pedazos más y más pequeños (análisis) y diferenciar entre los pedazos (discernimiento). Por ello, se dice si a una cosa y, al mismo tiempo, no a su contrario, pues es sabido que «los contrarios se excluyen mutuamente.

Pero con cada no, con cada exclusión, incurrimos en una carencia, y para estar sano hay que estar completo. Tal vez se aprecie ya lo estrechamente ligado que está el tema enfermedad–salud con la polaridad.

Pero aún podemos ser más categóricos: enfermedad es polaridad, curación es superación de la polaridad.

Más allá de la polaridad en la que nosotros, como individuos, nos encontramos inmersos, está la unidad, el Uno que todo lo abarca, en el que se aúnan los contrarios.

Este ámbito del ser se llama también el Todo porque todo lo abarca, y nada puede existir fuera de esta unidad, de este Todo. En la unidad no hay cambio ni transformación ni evolución, porque la unidad no está sometida al tiempo ni al espacio. La Unidad–Todo está en reposo permanente, es el Ser puro, sin forma ni actividad.

Llama la atención que todas las definiciones de la unidad hallan de ser planteadas en negativo: sin tiempo, sin espacio, sin cambio, sin límite.

Todas las manifestaciones positivas nacen de nuestro mundo dividido y, por consiguiente, no pueden aplicarse a la unidad. Desde el punto de vista de nuestra conciencia bipolar la unidad se aparece como la Nada. Esta formulación es correcta, pero con frecuencia nos sugiere asociaciones falsas. Los occidentales especialmente suelen reaccionar con desilusión cuando descubren, por ejemplo, que el estado de conciencia que persigue la filosofía budista, el nirvana viene a significar nada (textualmente: extinción).

El ego del ser humano desea tener siempre algo que se encuentre fuera de él y no le agrada la idea de tener que extinguirse para ser uno con el todo. En la unidad, Todo y Nada se funden en uno. La Nada renuncia a toda manifestación y límite, con lo que se sustrae a la polaridad. El origen de todo el Ser es la Nada (el Ain Soph de lo cabalistas, el Tao de los chinos, el Neti–Neti de los indios).

Es lo único que existe realmente, sin principio ni fin, por toda la eternidad. A esa unidad podemos referirnos pero no podemos imaginarla. La unidad es la antítesis de la polaridad y, por consiguiente, sólo es concebible —incluso, en cierta medida, experimentable— por el ser humano que, por medio de determinados ejercicios o técnicas de meditación, desarrolla la capacidad de aunar, por lo menos transitoriamente, la polaridad de su conocimiento.

Pero la unidad siempre se sustrae a una descripción oral o análisis filosófico, pues nuestro pensamiento precisa de la premisa de la polaridad.

El reconocimiento sin polaridad, sin la división en sujeto y objeto, en reconocedor y reconocido, no es posible. En la unidad no hay reconocimiento, sólo Ser. En la unidad termina todo el afán, el querer y el empeño, todo el movimiento, porque ya no existe un exterior que anhelar. Es la vieja paradoja de que sólo en la Nada está la plétora. Volvamos a considerar el campo que podemos aprehender de forma directa y segura.

Todos poseemos una conciencia del mundo polarizadora. Es importante reconocer que lo polar no es el mundo sino el conocimiento que nuestra conciencia nos da de él. Observemos las leyes de la polaridad en un ejemplo concreto como la respiración que da al ser humano la experiencia básica de polaridad. Inhalación y exhalación se alternan constante y rítmicamente.

Ahora bien, el ritmo que forman no es más que la continua alternancia de dos polos. El ritmo es el esquema básico de toda vida. Lo mismo nos dice la Física que afirma que todos los fenómenos pueden reducirse a oscilaciones. Si se destruye el ritmo se destruye la vida, pues la vida es ritmo. El que se niega a exhalar el aire no puede volver a inhalar. Ello nos indica que la inhalación depende de la exhalación y que, sin su polo opuesto, no es posible. Un polo, para su existencia, depende del otro polo. Si quitamos uno, desaparece también el otro.

Por ejemplo, la electricidad se genera de la tensión establecida entre dos polos, si retiramos un polo, la electricidad desaparece. Aquí tenemos un dibujo muy conocido, en el que cualquiera puede experimentar claramente el problema de la polaridad que aquí se plantea en primer término/segundo término, o, concretamente, caras/copa. Cuál de las dos formas vea dependerá de sí pongo en primer término la superficie blanca o la negra. Si interpreto como fondo la superficie negra, la blanca se sitúa en primer término y veo una copa.

Esta apreciación cambia cuando considero que la superficie blanca es el fondo, porque entonces veo como primer término la superficie negra y aparecen dos caras de perfil. En este juego óptico se trata de observar atentamente nuestra reacción fijando la atención en una u otra superficie. Los dos elementos copa/caras están presentes en la imagen simultáneamente, pero obligan al que mira a decidirse por uno o por el otro. O vemos la copa o vemos las caras. A lo sumo, podemos ver los dos aspectos de la imagen sucesivamente, pero es muy difícil verlos simultáneamente con la misma claridad.

Este juego óptico es una buena vía de acceso a la consideración de la polaridad. En este grabado el polo negro depende del polo blanco y viceversa. Si suprimimos del grabado uno de los dos polos (lo mismo da el negro que el blanco), desaparece toda la imagen con sus dos aspectos. También aquí el negro depende del blanco, el primer plano depende del fondo, como la inhalación de la exhalación o el polo positivo de la corriente del polo negativo.

Esta absoluta interdependencia de los contrarios nos indica que, en el fondo de cada polaridad, existe una unidad que nosotros, los humanos, no podemos aprehender con nuestra conciencia, incapaz de percepción simultánea.

Es decir, tenemos que dividir toda unidad en dos polos, a fin de poder contemplarlos sucesivamente. Y ello da origen al tiempo, simulador que debe su existencia únicamente al carácter bipolar de nuestra conciencia. Las polaridades son, pues, dos aspectos de una misma realidad que nosotros hemos de contemplar sucesivamente.

Por lo tanto, cuál de las dos caras de la medalla veamos en cada momento dependerá del ángulo en el que nos situemos. Sólo al observador superficial se aparecen las polaridades como contrarios que se excluyen mutuamente —si miramos con más atención veremos que las polaridades, juntas, forman una unidad ya que, para poder existir, dependen una de otra.

La ciencia hizo este descubrimiento fundamental al estudiar la luz. Había sobre la naturaleza de los rayos de la luz dos opiniones contrapuestas: una propugnaba la teoría de las ondas y la otra, la teoría de las partículas. Cada una de estas teorías excluía a la otra. Si la luz está formada por ondas no puede estar formada por partículas y a la inversa: o lo uno o lo otro.

Después hemos averiguado que esta disyuntiva era un planteamiento erróneo. La luz es a la vez onda y corpúsculo. Pero también se puede dar la vuelta a la frase: la luz no es ni onda ni corpúsculo.

La luz es, en su unidad, sólo luz y, como tal, no es concebible por la conciencia polar del ser humano. Esta luz se manifiesta únicamente al observador según el lado desde el que éste la contemple, bien onda, bien partícula.

La polaridad es como una puerta que en un lado tiene escrita la palabra Entrada y, en el otro, Salida, pero siempre es la misma puerta y, según el lado por el que nos acerquemos a ella, vemos uno u otro de sus aspectos. A causa de este imperativo de dividir lo unitario en aspectos que luego hemos de contemplar sucesivamente se crea el concepto de tiempo, porque de la contemplación con una conciencia bipolar la simultaneidad del Ser se convierte en sucesión. Si detrás de la polaridad está la unidad, detrás del tiempo se halla la eternidad. Una aclaración: entendemos eternidad en el sentido metafísico de intemporalidad, no en el que le da la teología cristiana, de un largo, infinito continuum de tiempo.

En el estudio de las lenguas primitivas, también observamos cómo nuestra conciencia y afán de aprehensión divide en contrarios lo que originariamente era unitario. Al parecer, los individuos de culturas pretéritas eran más capaces de ver la unidad detrás de las dualidades, ya que en las lenguas antiguas muchas palabras tienen acepciones que se contradicen. No fue sino con la evolución del lenguaje cuando, principalmente mediante transposición o prolongación de las vocales, se empezó a atribuir a un único polo una voz originariamente ambivalente.

(Ya Sigmund Freud comenta el fenómeno en su «¡Contrasentido de las palabras originales»!)

Por ejemplo, no es difícil descubrir la raíz común de las siguientes palabras latinas: clamare = clamar y clam = quieto, o siccus = seco y sucus = jugo. Altus tanto puede significar alto como profundo.

En griego farmacon significa tanto veneno como remedio. En alemán la palabra stumm (mudo) y Stimme (voz) pertenecen a la misma familia, y en inglés apreciamos la polaridad en la palabra without, literalmente «con sin» que en la práctica sólo se atribuye a uno de los polos, concretamente, sin. Aún nos aproxima más a nuestro tema el parentesco semántico de bos y bass.

La palabra bass significa en alto alemán gut (bueno). Esta palabra sólo la encontramos ya en dos locuciones compuestas furbass que significa furwahr (verdaderamente) y bass erstaunt que puede interpretarse como sehr arstaunt (muy asombrado). A la misma rama pertenece también la palabra bad = malo, al igual que las alemanas Busse y bussen (Penitencia y purgar).

Este fenómeno semántico según el cual originariamente se utilizaba una misma palabra para expresar significados contrarios, como bueno o malo, nos indica claramente la unidad que existe detrás de cada polaridad.

Precisamente la equiparación de bueno y malo nos ocupará más adelante y revela la gran trascendencia que tiene la comprensión del tema de la polaridad. La polaridad de nuestra conciencia la experimentamos subjetivamente en la alternancia de dos estados que se distinguen claramente uno de otro: la vigilia y el sueño, estados que nosotros experimentamos como correspondencia interna de la polaridad externa día–noche de la Naturaleza. Por lo tanto, hablamos corrientemente de un estado de conciencia diurno y un estado de conciencia nocturno o del lado diurno y el lado nocturno del alma. Íntimamente unida a esta polaridad está la distinción entre una conciencia superior y un inconsciente.

Por lo tanto, durante el día esa región de conciencia que habitamos por la noche y de la que surgen los sueños es para nosotros el inconsciente. Bien mirada, la palabra inconsciente no es un vocablo muy afortunado, por cuanto que el prefijo in denota carencia e inconsciente no es lo mismo que falto de conciencia. Durante el sueño nos encontramos en un estado de conciencia diferente, no en falta de conciencia sino sólo una denominación muy imprecisa del estado de conciencia nocturno, a falta de palabra más adecuada.

Pero, ¿por qué nos identificamos tan evidentemente con la conciencia diurna?

Desde la difusión de la psicología profunda, estamos acostumbrados a imaginar nuestra conciencia dividida en estratos y a distinguir entre un supraconsciente, un subconsciente y un inconsciente. Esta clasificación en superior e inferior no es obligatoria, desde luego, pero corresponde a una percepción espacial simbólica, que atribuye al cielo y a la luz el estrato superior y a la Tierra y la oscuridad el estrato inferior del espacio.

Si tratamos de representar gráficamente este esquema de la conciencia podemos trazar la siguiente figura:

El círculo simboliza la conciencia que todo lo abarca y que es ilimitada y eterna. Por lo tanto, la periferia del círculo tampoco es límite, sino únicamente símbolo de aquello que todo lo abarca. El ser humano está separado de esto por su Yo, lo que da lugar a la creación de su «supraconsciente» subjetivo y limitado.

Por lo tanto, no tiene acceso al resto de la conciencia, es decir, a la conciencia cósmica —le es desconocida (C. G. Jung llama a este estrato el «inconsciente colectivo»).

La línea divisoria entre su Yo y el restante «mar de la conciencia» no es, sin embargo, un absoluto; más bien podría denominarse una especie de membrana permeable por ambos lados. Esta membrana corresponde al subconsciente. Contiene tanto sustancias que han descendido del supraconsciente (olvidadas) como las que afloran del inconsciente, por ejemplo, premoniciones, sueños, intuiciones, visiones.

Si una persona se identifica exclusivamente con su supraconsciente, reducirá la permeabilidad del subconsciente, ya que las sustancias inconscientes le parecerán extrañas y, por consiguiente, generadoras de angustia. La mayor permeabilidad puede infundir facultades de médium. El estado de la iluminación o de la conciencia cósmica no se alcanzaría más que renunciando a la divisoria, de manera que supraconsciente e inconsciente fueran uno.

Desde luego, este paso equivale a la destrucción del Yo cuya evidencia se encuentra en la delimitación. En la terminología cristiana este paso está descrito con las palabras «Yo (supraconsciente) y mi Padre (inconsciente) somos uno».

La conciencia humana tiene su expresión física en el cerebro, atribuyéndose a la corteza cerebral la facultad específicamente humana del discernimiento y el juicio. No es de extrañar que la polaridad de la conciencia humana se refleje claramente en la anatomía misma del cerebro. Como es sabido, el cerebro se compone de dos hemisferios unidos por el llamado cuerpo calloso.

En el pasado, la medicina trató de combatir diferentes síntomas, como por ejemplo la epilepsia o los grandes dolores, seccionando quirúrgicamente el cuerpo calloso, con lo que se cortaban todas las uniones nerviosas de los dos lóbulos (comisurotomía). A pesar de lo aparatoso de la intervención, a primera vista apenas se observaban deficiencias en los pacientes. Así se descubrió que los dos hemisferios son como dos cerebros que pueden funcionar independientemente. Pero, al someter a los operados a determinadas pruebas, se vio que los dos hemisferios cerebrales se distinguen claramente tanto por su naturaleza como por sus funciones respectivas.

Ya sabemos que los nervios de cada lado del cuerpo son gobernados por el hemisferio contrario, es decir, la parte derecha del cuerpo humano es gobernada por el hemisferio izquierdo y viceversa. Si se vendan los ojos a uno de estos pacientes y se le pone, por ejemplo, un sacacorchos en la mano izquierda, él es incapaz de nombrar el objeto, es decir, no puede encontrar el nombre que corresponde al sacacorchos que está palpando, pero no tiene dificultad alguna en utilizarlo adecuadamente. Cuando se le pone el objeto en la mano derecha ocurre todo lo contrario: ahora sabe cómo se llama pero no sabe utilizarlo. Al igual que las manos, también los oídos y los dos ojos están unidos al hemisferio cerebral contrario.

En otro experimento a una paciente operada de comisurotomía se le presentaron diferentes figuras geométricas al tiempo que se le tapaba, sucesivamente, el ojo derecho y el izquierdo.

Cuando se proyectó un desnudo ante el campo visual del ojo izquierdo, por lo que la imagen sólo podía percibirse por el hemisferio derecho, la paciente se sonrojó y se rió, pero a la pregunta del investigador de qué había visto contestó:

— Nada, sólo un fogonazo — y siguió riendo.

Es decir, que la imagen percibida por el hemisferio derecho produjo una reacción, pero ésta no pudo ser captada por el pensamiento ni planteada con palabras. Si se llevan olores sólo a la fosa nasal izquierda, también se produce la reacción correspondiente, pero el paciente no puede identificar el olor.

Si se muestra a un paciente una palabra compuesta como, por ejemplo, baloncesto, de manera que el ojo izquierdo sólo puede ver la primera parte, «balón», y el derecho, la segunda, «cesto», el paciente leerá únicamente «cesto», pues la palabra «balón» no puede ser analizada por el lóbulo derecho. Con estos experimentos, desarrollados y elaborados en los últimos tiempos, se ha recopilado información que puede condensarse así: uno y otro hemisferio se diferencian claramente por sus funciones, su capacidad y sus respectivas responsabilidades.

El hemisferio izquierdo podría denominarse el «hemisferio verbal» pues es el encargado de la lógica y la estructura del lenguaje, de la lectura y la escritura. Descifra analítica y racionalmente todos los estímulos de estas áreas. Es decir, que piensa en forma digital. El hemisferio izquierdo es también el encargado del cálculo y la numeración.

La noción del tiempo se alberga asimismo en el hemisferio izquierdo. En el hemisferio derecho encontramos todas las facultades opuestas: en lugar de capacidad analítica, permite la visión de conjunto de ideas, funciones y estructuras complejas.

Esta mitad cerebral permite concebir un todo (figura) partiendo de una pequeña parte (pars pro toto). Al parecer, debemos también al hemisferio cerebral derecho la facultad de concepción y estructuración de elementos lógicos (conceptos superiores, abstracciones) que no existen en la realidad. En el lóbulo derecho encontramos únicamente formas orales arcaicas que no se rigen por la sintaxis sino por esquemas de sonidos y asociaciones.

Tanto la lírica como el lenguaje de los esquizofrénicos son exponentes del lenguaje producido por el hemisferio derecho. Aquí reside también el pensamiento analógico y el arte para utilizar los símbolos. El hemisferio derecho genera también las fantasías y los sueños de la imaginación y desconoce la noción del tiempo que posee el hemisferio izquierdo.

Según la actividad del individuo, domina en él uno u otro hemisferio. El pensamiento lógico, la lectura, la escritura y el cálculo exigen el predominio del hemisferio izquierdo, mientras que para escuchar música, soñar, imaginar y meditar se utiliza preferentemente el hemisferio derecho. Independientemente del predominio de un hemisferio concreto, el individuo sano dispone también de informaciones del hemisferio subordinado, ya que a través del cuerpo calloso se produce un activo intercambio de datos. La especialización de los hemisferios refleja con exactitud las antiguas doctrinas esotéricas de la polaridad.

En el taoísmo, a los dos principios originales en los que se divide la unidad del Tao se les llama Yang (principio masculino) y Yin (principio femenino). En la tradición hermética, la misma polaridad se expresa por medio de los símbolos del «Sol» (masculino) y la «Luna» (femenino). El Yang chino y el Sol son símbolos del principio masculino, activo y positivo que, en el campo psicológico, corresponderían a la conciencia diurna.

El Yin o principio de la Luna se refiere al principio femenino, negativo, receptor y corresponde al inconsciente del individuo.

Estas polaridades clásicas pueden relacionarse fácilmente con los resultados de la investigación del cerebro.

Así, el hemisferio izquierdo Yang es masculino, activo, supraconsciente y corresponde al símbolo del Sol y al lado diurno del individuo. La mitad izquierda del cerebro rige el lado derecho del cuerpo, es decir, el activo y masculino. El hemisferio derecho es Yin, negativo, femenino.

Corresponde al principio lunar, es decir, al lado nocturno o inconsciente del individuo y, lógicamente, rige el lado izquierdo del cuerpo. Para mejor comprensión, debajo de la figura de la página anterior se detallan los respectivos conceptos en forma de tabla. Ciertas corrientes modernas de la psicología imprimen un giro de 90° en la antigua topografía horizontal de la conciencia (Freud) y sustituyen los conceptos Supraconsciente e Inconsciente por hemisferio izquierdo y hemisferio derecho.

Esta denominación es sólo cuestión de forma y modifica poco el fondo, como puede apreciarse comparando ambas exposiciones. Tanto la topografía horizontal como la vertical no son sino manifestación del antiguo símbolo chino «Tai Chi» (el todo, la unidad) de un círculo dividido en mitad blanca y mitad negra, cada una de las cuales contiene, a modo de germen, otro círculo dividido en dos mitades.

Por así decirlo, en nuestra conciencia la unidad se divide en polaridades que se complementan entre sí. Es fácil imaginar lo incompleto que estaría el individuo que sólo tuviera una de las dos mitades del cerebro. Pues bien, no es más completa la noción del mundo que impera en nuestro tiempo, por cuanto que es la que corresponde a la mitad izquierda del cerebro.

Desde esta única perspectiva, sólo se aprecia lo racional, concreto y analítico, fenómenos que se inscriben en la causalidad y el tiempo. Pero una noción del mundo tan racional sólo encierra media verdad, porque es la perspectiva de media conciencia, de medio cerebro. Todo el contenido de la conciencia que la gente gusta de llamar con displicencia irracional, ilusorio y fantástico no es más que la facultad del ser humano de mirar el mundo desde el polo opuesto.

La distinta valoración que se ha dado a estos dos puntos de vista complementarios se observa en la circunstancia de que, en el estudio de las diferentes facultades de uno y otro hemisferio cerebral, las aptitudes del lado izquierdo se reconocieron y describieron con rapidez y facilidad, pero costó mucho averiguar el significado del hemisferio derecho, el cual no parecía producir actos coherentes.

Evidentemente, la Naturaleza valora mucho más las facultades de la mitad derecha, irracional, ya que, en trance de peligro de muerte, automáticamente se pasa del predominio de la mitad izquierda al predominio de la mitad derecha.

Y es que una situación peligrosa no puede resolverse por un proceso analítico, mientras que el hemisferio derecho, con su percepción de conjunto de la situación, nos da la posibilidad de actuar serena y consecuentemente. A esta conmutación automática responde por cierto el conocido fenómeno de la visualización instantánea de toda la vida en un segundo. En trance de muerte, el individuo revive toda su vida, experimenta una vez más todas las situaciones de su trayectoria vital, buena muestra de lo que antes llamamos la intemporalidad de la mitad derecha.

En nuestra opinión, la importancia de la teoría de los hemisferios estriba en la circunstancia de que la ciencia ha comprendido lo sesgado e incompleto que es su concepto del mundo y, con el estudio del hemisferio derecho, está reconociendo la justificación y la necesidad de mirar el mundo de esa otra manera. Al mismo tiempo, sobre esta base, se podría aprender a comprender la ley de la polaridad como ley fundamental del mundo, pero este empeño fracasa casi siempre por la absoluta incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico (mitad derecha).

Con este ejemplo, debería ofrecérsenos con claridad la ley de la polaridad: la conciencia humana divide la unidad en dos polos. Los dos polos se complementan (compensan) mutuamente y, por lo tanto, para existir, necesitan el uno del otro. La polaridad trae consigo la incapacidad de contemplar simultáneamente los dos aspectos de una unidad, y nos obliga a hacerlo sucesivamente, con lo cual surgen los fenómenos del «ritmo», el «tiempo» y el «espacio». Para describir la unidad, la conciencia, basada en la polaridad, tiene que servirse de una paradoja.

La ventaja que nos brinda la polaridad es la facultad de discernimiento, la cual no es posible sin polaridad.

La meta y el afán de una conciencia polar es superar su condición de incompleta, determinada por el tiempo, y volver a estar completa, es decir, sana. Todo camino de salvación o camino de curación lleva de la polaridad a la unidad. El paso de la polaridad a la unidad es un cambio cualitativo tan radical que la conciencia polar difícilmente puede imaginarlo. Todos los sistemas metafísicos, religiones y escuelas esotéricas, enseñan única y exclusivamente este camino de la polaridad a la unidad. De ello se desprende que todas estas doctrinas no están interesadas en un «mejoramiento de este mundo», sino en el «abandono de este mundo». Precisamente este punto es el que provoca los ataques contra estas doctrinas.

Los críticos señalan las injusticias y calamidades de este mundo y reprochan a las doctrinas de orientación metafísica su actitud antisocial y fría ante estos retos, puesto que sólo están interesadas en su propia y egoísta redención.

Los reproches más frecuentes son evasión e indiferencia. Es lamentable que los críticos no se detengan a tratar de comprender una doctrina antes de combatirla, sino que se precipiten a mezclar las opiniones propias con un par de conceptos mal comprendidos de otra doctrina y a este despropósito llamen «crítica». Estas malas interpretaciones datan de muy antiguo.

Jesús enseñaba únicamente este camino que lleva de la polaridad a la unidad —y ni sus propios discípulos le comprendieron del todo (con excepción de Juan).

El esoterismo no predica la huida del mundo, sino la «superación del mundo». La superación del mundo, empero, no es sino otra forma de decir «superación de la polaridad», lo cual es lo mismo que renunciar al yo, al ego, pues sólo alcanza la plenitud aquel al que su Yo no lo separa del Ser. No deja de tener cierta ironía el que un camino cuyo objetivo es la destrucción del ego y la fusión con el todo sea tachado de «camino de salvación egoísta».

Y es que la motivación de buscar este camino de salvación no reside en la esperanza de «un mundo mejor» ni de una «recompensa por los sufrimientos de este mundo» («el opio del pueblo») sino en la convicción de que este mundo concreto en el que vivimos sólo adquiere sentido cuando tiene un punto de referencia situado fuera de sí mismo.

Por ejemplo, cuando asistimos a una escuela sin un propósito ni un fin determinados, una escuela en la que sólo se aprende por aprender, sin perspectiva, sin meta, sin objetivo, el estudio carece de sentido. La escuela y el estudio sólo tienen sentido cuando hay un punto de referencia que está fuera de la escuela. Aspirar a una profesión no es lo mismo que «evadirse de la escuela» sino todo lo contrario: este objetivo da coherencia a los estudios. Igualmente, esta vida y este mundo adquieren confluencia cuando nuestro objetivo se cifra en superarlos.

La finalidad de una escalera no es la de servir de peana sino de medio para subir. La pérdida de este punto de referencia metafísico hace que en nuestro tiempo la vida carezca de sentido para mucha gente, porque el único sentido que nos queda se llama progreso. Pero el progreso no tiene más objetivo que más progreso.

Con lo cual lo que era un camino se ha convertido en una excursión.

Para la comprensión de la enfermedad y la curación es importante entender qué significa realmente curación. Si perdemos de vista que curación significa siempre acercamiento a la salud cifrada en la unidad, buscaremos el objetivo de la curación dentro de la polaridad, y el fracaso es seguro.

Ahora bien, si trasladamos una vez más a los hemisferios cerebrales lo que hasta ahora entendíamos por unidad, la cual sólo puede alcanzarse con la conciliación de los opuestos, la conjunjtio oppositorum, veremos claramente que nuestro objetivo de superación de la polaridad equivale en este plano al fin del predominio alternativo de los hemisferios cerebrales.

También en el ámbito del cerebro, la disyuntiva tiene que convertirse en unificación. Aquí se pone de manifiesto la verdadera importancia del cuerpo calloso, el cual tiene que ser tan permeable que haga, de los «dos cerebros», uno.

Esta simultánea disponibilidad de las facultades de ambas mitades del cerebro sería el equivalente corporal de la iluminación. Es el mismo proceso que hemos descrito ya en nuestro modelo de conciencia horizontal: cuando el supraconsciente subjetivo se funde con el inconsciente objetivo se alcanza la plenitud. La conciencia universal de este paso de la polaridad a la unidad lo encontramos en infinidad de formas de expresión. Ya hemos mencionado la filosofía china del taoísmo, en la que las dos fuerzas universales se llaman Yang y Yin.

Los hermetistas hablaban de la unión del Sol y la Luna o de las bodas del fuego y el agua. Además, expresaban el secreto de la unión de los opuestos en frases paradójicas tales como:

«Lo sólido tiene que fluidificarse y el fluido solidificarse»

El antiguo símbolo de la vara de Hermes (caduceo) expresa la misma ley: aquí las dos serpientes representan las fuerzas polares que deben unirse en la vara.

Este símbolo lo encontramos en la filosofía india, en la forma de las dos corrientes de energía que recorren el cuerpo humano, llamadas Ida (femenina) y Pingala (masculina) y que se enroscan cual serpientes en torno al canal medio, Shushumna. Si el yogui consigue conducir la fuerza de las serpientes por el canal central hacia arriba, conoce el estado de la unidad. La cábala representa esta idea con las tres columnas del árbol de la vida, y la dialéctica lo llama «tesis», «antítesis» y «síntesis». Todos estos sistemas, de los que no mencionamos sino un par, no se encuentran en relación causal sino que todos son expresión de una ley metafísica central, que han tratado de expresar en diferentes planos, concretos o simbólicos.

A nosotros no nos importa un sistema determinado, sino la perspectiva de la ley de la polaridad y su vigencia en todos los planos del mundo de las formas. La polaridad de nuestra conciencia nos coloca constantemente ante dos posibilidades de acción y nos obliga —si no queremos sumirnos en la apatía— a decidir. Siempre hay dos posibilidades, pero nosotros sólo podemos realizar una. Por lo tanto, en cada acción siempre queda irrealizada la posibilidad contraria. Tenemos que elegir y decidirnos entre quedarnos en casa o salir —trabajar o no hacer nada—, tener hijos o no tenerlos —reclamar el dinero o perdonar la deuda—, matar al enemigo o dejarlo vivir.

El tormento de la elección nos persigue constantemente. No podemos eludir la decisión, porque «no hacer nada» es ya decidir contra la acción, «no decidir» es una decisión contra la decisión. Ya que tenemos que decidirnos, por lo menos, procuramos que nuestra decisión sea sensata o correcta. Y para ello necesitamos cánones de valoración.

Cuando disponemos de estos cánones, las decisiones son fáciles: tenemos hijos porque sirven para preservar la especia humana —matamos a nuestros enemigos porque amenazan a nuestros hijos—, comemos verdura porque es saludable y damos de comer al hambriento porque es ético. Este sistema funciona bien y facilita las decisiones —uno no tiene más que hacer lo correcto.

Lástima que nuestro sistema de valoración que nos ayuda a decidir sea cuestionado constantemente por otras personas que optan en cada caso por la decisión contraria y lo justifican con otro sistema de valores: hay gente que decide no tener hijos porque ya hay demasiada gente en el mundo —hay quien no mata a los enemigos, porque los enemigos también son seres humanos—, hay quien come mucha carne porque la carne es saludable y deja que los hambrientos se mueran de hambre porque es su destino.

Desde luego, está claro que los valores de los demás están equivocados, y es irritante que no tenga todo el mundo los mismos valores. Y entonces uno empieza no sólo a defender sus valores sino a tratar de convencer al mayor número posible de semejantes de las excelencias de estos valores. Al fin, naturalmente, uno debería convencer a todos los seres humanos de la justicia de los propios valores y entonces tendríamos un mundo bueno y feliz. Lástima que todos piensen igual. Y la guerra de las opiniones justas sigue sin tregua, y todos quieren sólo hacer lo correcto.

Pero, ¿qué es lo correcto? ¿Qué es lo que está equivocado? —¿Qué es lo bueno?—. ¿Qué es lo malo?

Muchos pretenden saberlo —pero no están de acuerdo— y entonces tenemos que decidir a quién creemos. ¡Es para desesperarse! Lo único que nos salva del dilema es la idea de que dentro de la polaridad no existe el bien ni el mal absoluto, es decir, objetivo, ni lo justo ni lo injusto. Cada valoración es siempre subjetiva y requiere un marco de referencia que, a su vez, también es subjetivo.

Cada valoración depende del punto de vista del observador y, por lo tanto, referida a él, siempre es correcta. El mundo no puede dividirse en lo que puede ser y por lo tanto es bueno y justo, y lo que no debe ser y por lo tanto tiene que ser combatido y aniquilado. Este dualismo de opuestos irreconciliables verdad–error, bien–mal, Dios y demonio, no nos saca de la polaridad sino que nos hunde más en ella.

La solución se encuentra exclusivamente en ese tercer punto desde el cual todas las alternativas, todas las posibilidades, todas las polaridades aparecen igual de buenas y verdaderas, o igual de malas y falsas, ya que son parte de la unidad y, por lo tanto, su existencia está justificada, porque sin ellas el todo no estaría completo.

Por ello, al hablar de la ley de la polaridad hemos hecho hincapié en que un polo no puede existir sin el otro polo. Como la inhalación depende de la exhalación, así el bien depende del mal, la paz, de la guerra y la salud, de la enfermedad. No obstante, los hombres se empeñan en aceptar un único polo y combatir el otro.

Pero quien combate cualquiera de los polos de este universo combate el todo —porque cada parte contiene el todo (pars pro toto).

Teóricamente, la idea en sí es simple, pero su puesta en práctica es ardua, por lo que el ser humano se resiste a aceptarla. Si el objetivo es la unidad indiferenciada que abarca los opuestos, entonces el ser humano no puede estar completo, es decir, sano, mientras se inhiba, mientras se resista a admitir algo en su conciencia.

Todo: «¡Eso yo nunca lo haría!», es la forma más segura de renunciar a la plenitud y la iluminación. En este universo no hay nada que no tenga su razón de ser, pero hay muchas cosas cuya justificación escapa al individuo. En realidad, todos los esfuerzos del ser humano sirven a este fin: descubrir la razón de ser de las cosas —a esto llamamos tomar conciencia—, pero no cambiar las cosas.

No hay nada que cambiar ni que mejorar, como no sea la propia visión. El ser humano vive durante mucho tiempo convencido de que, con su actividad, con sus obras, puede cambiar, reformar, mejorar el mundo. Esta creencia es una ilusión óptica y se debe a la proyección de la transformación del propio individuo. Por ejemplo, si una persona lee un mismo libro varias veces en distintas épocas de su vida. Cada lectura le producirá un efecto distinto, según la fase de desarrollo de la propia personalidad. Si no estuviera garantizada la invariabilidad del libro, uno podría creer que su contenido ha evolucionado.

No menos engañosos son los conceptos de «evolución» y «desarrollo» aplicados al mundo. El individuo cree que la evolución se produce como resultado de unos procesos e intervenciones y no ve que no es sino la ejecución de un modelo ya existente. La evolución no genera nada nuevo sino que hace que lo que es y ha sido siempre se manifieste gradualmente.

La lectura de un libro es también un buen ejemplo de esto: el contenido y la acción de un libro existen a la vez, pero el lector sólo puede asimilarlos con la lectura poco a poco. La lectura del libro hace que el contenido sea conocido por el lector gradualmente, aunque el libro tenga varios siglos de existencia. El contenido del libro no se crea con la lectura sino que, con este proceso, el lector asimila paso a paso y con el tiempo un modelo ya existente. El mundo no cambia, son los hombres los que, progresivamente, asumen distintos estratos y aspectos del mundo.

Sabiduría, plenitud y toma de conciencia significan: poder reconocer y contemplar todo lo que es en su forma verdadera. Para asumir y reconocer el orden, el observador debe estar en orden. La ilusión del cambio se produce merced a la polaridad que convierte lo simultáneo en sucesivo y unitario en dual. Por ello, las filosofías orientales llaman al mundo de la polaridad «ilusión» o «maja» (engaño) y exigen al individuo que busca el conocimiento y la liberación que, en primer lugar, vea en este mundo de las formas una ilusión y comprenda que en realidad no existe.

La polaridad impide la unidad en la simultaneidad; pero el tiempo restablece automáticamente la unidad, ya que cada polo es compensado al ser sucedido por el polo opuesto. Llamamos a esta ley principio complementario. Como la exhalación impone una inhalación y la vigilia sucede al sueño y viceversa, así cada realización de un polo exige la manifestación del polo opuesto.

El principio complementario hace que el equilibrio de los polos se mantenga independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los humanos, y determina que todas las modificaciones se sumen a la inmutabilidad. Nosotros creemos firmemente que con el tiempo cambian muchas cosas, y esta creencia nos impide ver que el tiempo sólo produce repeticiones del mismo esquema. Con el tiempo, cambian las formas, sí, pero el fondo sigue siendo el mismo. Cuando se aprende a no dejarse distraer por la mutación de las formas, se puede prescindir del tiempo, tanto en el ámbito histórico como en la biografía personal y entonces se ve que todos los hechos que el tiempo diversifica se plasman en un solo modelo.

El tiempo convierte lo que es, en procesos y sucesos —si suprimimos el tiempo, vuelve a hacerse visible el fondo que estaba detrás de las formas y que se ha plasmado en ellas. (Este tema, nada fácil de entender, es la base de la terapia de la reencarnación.)

Para nuestras próximas reflexiones es importante comprender la interdependencia de los dos polos y la imposibilidad de conservar un polo y suprimir el otro. Y a este imposible se orientan la mayoría de las actividades humanas: el individuo quiere la salud y combate la enfermedad, quiere mantener la paz y suprimir la guerra, quiere vivir y, para ello, vencer a la muerte.

Es impresionante ver que, al cabo de un par de miles de años de infructuosos esfuerzos, los humanos siguen aferrados a sus conceptos. Cuando tratamos de alimentar uno de los polos, el polo opuesto crece en la misma proporción, sin que nosotros nos demos cuenta. Precisamente la medicina nos da un buen ejemplo de ello: cuanto más se trabaja por la salud más prolifera la enfermedad. Si queremos plantearnos este problema de una manera nueva, es necesario adoptar la óptica polar.

En todas nuestras consideraciones, debemos aprender a ver simultáneamente el polo opuesto. Nuestra mirada interior tiene que oscilar constantemente, para que podamos salir de la unilateralidad y adquirir la visión de conjunto. Aunque no es fácil describir con palabras esta visión oscilante y polar, existen en filosofía textos que expresan estos principios.

Laotsé, que por su concisión no ha sido superado, dice en el segundo verso del Tao–Te–King:

El que dice: hermoso,

está creando: feo.

El que dice: bien

está creando: mal.

Resistir determina: no resistir,

confuso determina: simple,

alto determina: bajo,

ruidoso determina: silencioso,

determinado determina: indeterminado,

ahora determina: otrora.

Así pues,

el sabio actúa sin acción,

dice sin hablar.

Lleva en sí todas las cosas

en busca de la unidad.

Él produce, pero no posee

perfecciona la vida

pero no reclama reconocimiento

y porque nada reclama

nunca sufre pérdida.

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