Descubro a menudo entre mis colegas personas cansadas de sí mismas. Estos compañeros estuvieron en el pasado entusiasmados con su vocación espiritual, la pastoral, la teología, el trabajo con la gente. Pero ahora están cansados. Algunos lo están porque han trabajado demasiado. Han seguido una terapia, han asistido a seminarios de autoexperiencia o de meditación. Pero tienen la impresión de que no hacen progresos. Escuchan conferencias. Pero no hay conferencias que les entusiasmen, que los lleven por nuevos derroteros. Asisten somnolientos a las charlas o a los seminarios. No esperan ya nada de la vida. Siento a veces verdadero dolor cuando tengo que enfrentarme a estas personas. Yo mismo salgo cansado de estos encuentros. Si no ando con cuidado, el hecho de estar frente a su cansada resignación me arrebata toda la fuerza y la vitalidad. Intento, pues, mantenerme en contacto con mi fuente interior para no verme contagiado con el cansancio del otro.
De otras personas intuyo que hubo un tiempo en que estuvieron henchidas de vitalidad. En su juventud se sintieron entusiasmadas por múltiples cosas y asumieron muchos compromisos. Pero ahora les domina el sentimiento de que todo aquello ya ha pasado. Fue bueno. Pero también se sienten un tanto seducidos y explotados. Se han dejado utilizar. Esto les ha dado su valor. Pero a veces dejarse utilizar es dejarse explotar. Sienten que les explotan otras personas para conseguir sus propios fines. Y por eso no tienen hoy energía suficiente para entusiasmarse por algo nuevo. Se han vuelto escépticos respecto de las grandes ideas; lo único que barruntan por doquier es que se cobra por ellas. Contemplan con escepticismo todos los nuevos caminos psicológicos o espirituales.
Han probado ya demasiados nuevos comienzos. Y de nada les han servido. Están cansados del trabajo consigo mismos. Simplemente, se limitan a seguir viviendo.
Hay quienes contemplan con gratitud su pasado. Pero también viven del pasado. No sienten ya ningún impulso por cosas o ideas nuevas. Piensan que eso es tarea de los jóvenes. Puede descubrirse a menudo esta actitud en los conventos. Fueron ellos quienes acuñaron la vida conventual durante años. Ahora deben ser otros los que se pongan al frente. No siempre se trata de la actitud de dejar paso a los otros. Ni tampoco esta actitud está siempre dictada por la libertad y la alegría interna ante la actividad de los jóvenes, sino por la amargura y el cansancio. Se han comprometido durante largo tiempo. Y ahora se sienten cansados. Un cansancio que todo lo cuestiona. Pone toda mi vida bajo un interrogante. ¿He llevado una vida correcta? ¿Ha merecido la pena vivir esta vida, renunciar a tantas cosas, comprometerse con los objetivos de otros y con los propios? ¿Qué ha quedado de todo ello? ¿Sigue en pie el fruto de mi vida o se marchita rápidamente?
A veces, el cansancio que se desploma sobre alguien es a la vez el inicio de una transformación interior.
Así ha descrito Hermann Hesse el cansancio de Buda. Tras haber vivido una vida colmada de todas las delicias, llega al río por el que veinte años atrás le había llevado un barquero.
«Se detuvo ante la corriente, permaneció tembloroso en la orilla. El cansancio y el hambre le habían debilitado y ¿por qué seguir caminando, hacia dónde, con qué objetivo? No, ya no había objetivos, ya solo había aquel profundo y doloroso anhelo de alejar de sí todo este yermo sueño, escupir este vino insípido, poner fin a esta vida miserable e ignominiosa» (Hesse, p. 72).
Cansado de la vida, desengañado de sí mismo, lo que más le apetecía a Buda en aquel momento era arrojarse al río y morir.«Entonces se levantó desde el lejano recinto de su alma, desde los tiempos pasados en su cansada vida, un sonido estremecedor. Era una palabra, una sílaba, que pronunció desde sí mismo sin pensamientos, con lengua balbuciente, la antigua palabra inicial y palabra final de todas las oraciones brahmánicas, el sagrado Om, que significa tanto como “lo perfecto” o “la plenitud”. Y al instante, apenas el sonido Om llegó a los oídos de Siddharta [=Buda], despertó súbitamente su adormecido espíritu y reconoció la estupidez de sus acciones» iibid., p. 73).
El cansancio fue, pues, para Buda, el instante de su iluminación. Era un cansancio que le abría a Dios y a los hombres. En ese momento no se alzaba interiormente por encima de los mortales como había hecho en épocas anteriores, durante su vida monástica, sino que se sentía uno con todos, también con los «hijos de los hombres» a los que antes había despreciado.
«Se sintió como uno de ellos. Aunque se hallaba cerca de la perfección y de su mortificación última, consideraba a estos hijos de los hombres como hermanos suyos; sus vanidades, deseos y ligerezas perdieron para él su aspecto risible, se hicieron comprensibles, fueron dignos de amor, fueron incluso dignos de veneración»
El cansancio abrió a Buda para Dios y para los hombres, y le dio un hondo sentimiento de la unidad de todo cuanto existe.
Se da el cansancio conmigo mismo y con mi propia vida. Pero hay también momentos en los que simplemente estoy cansado. Un hermano en religión me confesaba que después de la comida del mediodía tenía una fase de cansancio. Simplemente se quedaba dormido en cualquier lugar. Podrían describirse aquí los progresos del cansancio. Estaba hundido en él, daba vueltas encorvado. El café le reanimaba. Entonces caminaba erguido y acometía con alegría su trabajo.
En todos nosotros aparecen estas fases en las que nos sentimos cansados. En algunos aparece este cansancio en unas horas determinadas del día. En otros son días enteros, en los que no sienten ningún impulso interior. Lo importante es que se adviertan bien estas fases y no se las pase por alto. Cuanto más las ignoro, tanto mayor es el peligro de que el cansancio se trueque en actitud permanente.
El hecho mismo de combatir este cansancio, de no mostrarle de cara al exterior y de negarnos a rendirnos, le hace cada vez más fuerte dentro de nosotros mismos y comienza a determinarnos con creciente firmeza.
Lo que siempre y en definitiva importa es cómo reaccionamos a las sensaciones de cansancio. Puedo ignorarlas. Pero entonces acaban por convertirse en amargura interior y consiguen que ya viva solo con este sentimiento. Renuncio a mis ideales, me hago cínico, sarcástico, cuando los jóvenes siguen manifestando ideales. Nada edificante brota de mí, tampoco sabiduría, sino más bien negación y amargura.
El cansancio puede derivar en que externamente me mantenga vivo, pero internamente estoy muerto, tal como C.G. Jung ha observado en numerosos ancianos. Han dejado escapar la transformación interior y se aferran al pasado, que magnifican. Pero están cansados. Ante sus ojos no sucede nada que haga fructificar a los hombres. En algunas comunidades, esta clase de personas desilusionadas y cínicas puede envenenar la atmósfera. Y eso hace aún más importante que aprendamos a comportarnos correctamente con el cansancio que hace acto de presencia en toda vida.
Los hombres cansados han perdido su capacidad de apasionamiento. De ellos no surge nada. Hacen muchas cosas, pero sin pasión. El dirigente Enoch zu Guttenberg respondía a la pregunta de qué opinaba sobre el trabajo de su hijo como ministro de Defensa:
«Me dan lástima las personas que no tienen pasiones» (Psychologie heute, febrero de 2010, p. 31).
Nada avanza sin pasión. Quien no siente pasión por su trabajo no hace con mucha frecuencia otra cosa que dar vueltas en tomo a sí mismo y a su salud. Su vida no fluye.
Frente a un cansancio pronunciado, solo está pendiente de sus propios sentimientos y se vuelve hipocondríaco, va de médico en médico, sin encontrar curación. Ha perdido su capacidad de entusiasmo. En vez de comprometerse con pasión por algo, prefiere tener compasión de sí mismo.
Un fenómeno que siempre me estremece es el cansancio de los jóvenes. Me encuentro una y otra vez con jóvenes cansados ya antes de haber comenzado a trabajar. Se nota su cansancio sobre todo en los titubeos acerca de lo que deben hacer. Necesitan mucho tiempo para tomar una decisión. Inician una carrera. Pero no llena sus expectativas. Y entonces comienzan otra. Vacilan en todo lo que hacen, sobre todo allí donde deberían asentarse sólidamente. En vez de afianzarse en alguna parte, se muestran irresolutos, sin comprometerse en nada.
Y si se les ha encomendado una tarea responsable en la que pueden desplegarse, por su propia iniciativa no surge nada. Se preocupan sobre todo por las cláusulas laborales. Exigen derechos para poder trabajar en condiciones favorables. Pero no sucede nada. Carecen de pasión. Y les falta la capacidad agresiva por la que se aferran a algo y lo ponen en marcha. Derrochan grandes cantidades de energía en sí mismos. Y no tienen ninguna visión. No saben adónde quieren dirigir sus pasos, hacia dónde quieren encaminarse. Saben perfectamente lo que no funciona y bajo qué condiciones no quieren trabajar. Pero qué es lo que de verdad quieren, eso no lo saben.
En razón de su estructura, son tipos más depresivos que agresivos. Ya desde su juventud se vuelven hacia dentro en lugar de acreditarse fuera, en el mundo. Rehúyen las batallas, sin las que no existe ninguna vitalidad. Están demasiado cansados para combatir. Podrían resultar heridos. Prefieren acomodarse a su cansancio y girar en tomo a su salud y su bienestar. Pero cuanto más giran, tanto más insatisfechos se sienten. Fue así como descubrí dos grupos de jóvenes: por un lado, los que se comprometen y despliegan todas sus energías y aspiran siempre a desempeñar sus tareas mejor que sus antecesores. Y existe un segundo grupo, el de los jóvenes cansados, de los que no brota nada, que están demasiado ocupados consigo mismos, que se fatigan en el proceso de su autodevenir, que están agotados en su desalentado sí mismo.
Libro: “Estoy cansado” de Anselm Grün