En este estado de gozo y del instante, ¿cómo asumir la responsabilidad, por ejemplo escolar con respecto a tu hijo? ¿Qué pasa con esta responsabilidad en este estado?
El amor excluye toda responsabilidad, quema toda apropiación.
¿Qué responsabilidad? ¿Impedirás que tu hijo tenga cáncer, que se suicide, que le atropellen o, más tarde, que degüelle a tu vecino? ¿Qué parte de responsabilidad tienes en el hecho de que tu hijo sea corto o brillante, alto o bajo, valiente o cobarde? Es una fantasía.
No hay más que amor. Amas lo que está aquí. Tu hijo está aquí. No es tu hijo, es un hijo. En este amor surge una claridad. Este amor sin exigencia permite la escucha, permite oír las necesidades del niño. Ya no proyectas sobre el niño tus carencias, tus miserias, tus fracasos. Ya no intentas realizarte a través de él. Ya no le pides nada. En esta disponibilidad, podrás observar si tiene oído para la música, puños de boxeador, piernas de corredor de vallas, etc. Para ello es preciso escuchar.
Cuanto más proyectes tu carencia, más deseas que tu hijo triunfe en lo que tú has fracasado; generalmente no funciona demasiado. Cuando no esperas nada, cuando no le pides que triunfe en tu vida, descubres una relación más allá de toda responsabilidad, una relación de amor, de amistad. Ahí ya no hay un hijo. Relación sin separación.
La responsabilidad es una forma de orgullo, de pretensión. Ni siquiera eres responsable de tu cuerpo, ¿cómo puedes serlo del cuerpo de otro? ¿Puedes decidir si tendrás o no un cáncer? ¿Eres responsable de que te atropellen o no? ¿Has decidido vivir, morir?
La responsabilidad es una fantasía.
El amor sí. El amor comprende. El amor es pedagógico. Por él sabrás muy bien si tienes que dejar que el niño se quede en casa o enviarlo a una escuela Waldorf, pública o religiosa. El niño se encargará de decírtelo, a su manera. Pero si tienes la más mínima opinión, creas un niño ficticio, transmites tu miseria. Cuanto más intentes evitarlo, más lo notará. El niño no se deja engañar por lo que se le dice. Cuando lo escuchas, ya no hay ni padre ni hijo. Hay otra cosa.
No tengo que cambiar mi vida… Soy exactamente como soy
Todo lo que pensamos es justo, en el sentido en que no tenemos elección. Una cucaracha ve el mundo como una cucaracha. Cuando somos infelices, vemos el mundo infeliz. Cuando estamos felices, tranquilos, vemos el mundo feliz, tranquilo. No podemos hacer otra cosa que proyectar nuestro estado afectivo de miseria o de alegría sobre el mundo. Es preciso darse cuenta.
No puedo deshacerme de mis prejuicios. Cada vez me sentiré más en armonía con ciertos gustos, ciertos olores, sensaciones táctiles, opiniones, formas de conceptos que responden a mi educación, mi cultura, mis prejuicios. Todos los prejuicios son equivalentes: es inútil cambiarlos. En un momento dado, me doy cuenta de que estos prejuicios no me limitan. Ya no me identifico con ellos.
Mi estilo de vida no me concierne. No necesito convertirme en Alexandra David-Neel, ir a la India, convertirme en un sacerdote ortodoxo, un sabio o un banquero. Ya no necesito convertirme en nada de nada. La vida me ha hecho banquero, prostituta, sabio, explorador ― lo acepto. Ninguna actividad, ninguna expresión es superior a otra. Es muy importante darse cuenta de esto.
No tengo que cambiar mi vida. Estoy casado: es lo que me conviene. Estoy solo: igual. Cuando mi cuerpo está en plena salud, cuando está enfermo: es lo que necesito. Tengo un hijo malformado: también es lo que necesito. He aquí el primer respeto. Nada es mejor. Hago frente a lo que está ahí. Si hay guerra, guerreamos. Si hay paz, vivimos la paz. No hay porqué tener la más mínima opinión sobre el mundo.
Vidas luminosas o vidas oscuras, comienzo a comprender que, profundamente, todas las vidas son iguales. Quienes las viven no tienen la menor libertad de hacer o no hacer, de realizar o de no realizar lo que parece que les pasa. Cuando he integrado esta evidencia, se produce cierta relajación. Ya no necesito buscarme en periódicos, en libros, a través de la gente que, supuestamente, triunfan o fracasan. Mi vida, mi cuerpo, mi psiquismo son lo que son. Soy rico, pobre: no me concierne. Acepto mi vida. Al instante siguiente, la riqueza puede convertirse en pobreza y la pobreza en riqueza. Se instala cierta plasticidad.
Cuando acepto plenamente el desarrollo de mi vida, lo que me pasa cambia.
Mientras siga luchando contra lo que llega, permanezco adherido y nada cambia. Cuando ya no intento modificar mi vida, se produce cierta clarificación, relajación. Comienzo a poderme mirar.
Mientras quiero cambiar, no me miro, sólo miro mi proyecto. Cuando ya tengo bastante de ser violento, sólo miro mi odio de esta violencia, mi incomodidad frente a ésta o mi esperanza de dejar de ser violento mañana. Estoy ausente de mí mismo… No. Cuando soy violento, estoy disponible a la violencia que habita en mí, la siento en todo el cuerpo. No tengo la pretensión de ser diferente.
Esta presencia en la emoción constituye el cambio. Es la magia. Está más allá de todos los siddhis posibles.
El cambio se desprende de la visión. No hay visión y cambio: la visión es cambio.
Cuando integro todo esto, la vida se vuelve fácil. Ya no tengo proyecto personal.
Esta ausencia de proyección me permite sentir las corrientes de la existencia, los movimientos. En lugar de buscar lo que está bien para mí, lo que tengo que hacer con mi vida, de plantearme la pregunta “¿qué será mejor mañana?” vuelvo a ahora, miro lo que emerge en mi corazón en el instante: hacer karate, boxeo, carreras automovilísticas, ser barrendero, divorciarme, casarme, hacerme musulmán, profundizar en el yoga sexual taoísta… Escucho.
No escucho lo que es mejor para mí: he entendido de una vez por todas que lo que es mejor para mí es lo que sucede, lo que es inevitable. Escucho. En esta escucha descubro si valgo para la danza, la música, el combate cuerpo a cuerpo, el budismo, el hinduismo, para profundizar en el camino vedántico o para leer los Upanishads. Me convierto en una caja de resonancia de lo inevitable… Y finalmente me convierto en un buen marido, un buen asceta, un buen cristiano o un buen nada de nada.
Cuando estoy a la escucha, ya no pido nada a la sociedad. Al contrario, según mis competencias, hago lo que puedo por el entorno. Cumplo mi papel con mis modestos medios. A cada cual según sus capacidades. No soy ni más ni menos. Soy exactamente como soy.
No es una elección, soy lo inevitable
Es posible cuando comprendo que no tengo que imitar a nadie, que ya no tengo que estudiar o convertirme en nada.
Vuelvo a mí mismo, hay claridad, no-necesidad. Naturalmente encontraré la función en la sociedad que es más fácil para mí: es la que me corresponde. Se necesitan policías, banqueros, panaderos, camioneros. No es una elección, soy lo inevitable. Ya no hay sorpresa psicológica; todo no es más que sorpresa.
La mente no puede comprender, y sin embargo es así. Nada es ajeno. Lo que me llega es lo esencial. Cuando se conoce a alguien, esto es lo esencial. No hay azar. Cuando nos topamos con la enfermedad, la dificultad, sea lo que sea: es mi deseo, mi voluntad.
Querer lo que llega, totalmente.
Si me molesta lo que se presenta, me doy cuenta de que pretendo saber mejor que dios lo que es justo. Una vez más estoy criticando el plan divino. Me doy cuenta de la extensión de mi orgullo.
No puedo dejar de ser orgulloso. Constato este orgullo que todavía habita en mí: la tranquilidad acude. El acontecimiento me vuelve a poner en mi lugar. Es una no-actividad activa. Ello no significa que me convierta en un manojo de puerros. Dejo de querer otra cosa que no sea lo inevitable.
PREGUNTAS
¿El estado del maestro sufí es parecido a esta relación de alegría y de espacio de la que hablas?
Un maestro sufí no es un maestro. Si se toma por un maestro, no es un sufí. Entre los sufís no hay maestros, sólo adoradores. El sufismo no se apropia las cualificaciones del dios único. Todas las cualidades son de dios. El sufí está a la escucha de lo que lo supera.
De hecho, Rumi hablaba severamente de la gente que llevaba el peinado o el atuendo de los derviches. Del mismo modo, Abhinavagupta negaba la iniciación a quienes llevaban las marcas del shivaísmo, porque la iniciación está en el corazón y no tiene nada que ver con las expresiones exteriores. Jean Klein sólo daba una mauna diksa, una iniciación, mediante el silencio.
No podemos apropiarnos de una tradición. El sufismo es una vía tan directa como el tantra. No hay diferencia.
La palabra “maestro” es una imagen. Es una puerta. Es preciso no tomarse las imágenes al pie de la letra. Es como las palabras “silencio”, “espacio”, “dios”…, son imágenes. Estar abierto a lo que hay detrás.
¿Cómo podemos estar seguros de no pertenecer a nada?
La necesidad de ser algo procede de una pertenencia.
Aquí no hay certeza. Una certeza es un saber, aquí hablamos de un no-saber. Es de una total incomodidad para la persona, para el entorno. Cuando dices a tu entorno “no puedo hacer nada por ti, no puedo hacer absolutamente nada”, para muchos es un choque. La persona ya no puede pretender. Ello propicia una madurez del entorno o bien trabajo para los psicólogos.
No podemos conservar una seguridad y apuntar a la no-seguridad.
¿Estoy preparado para abandonar todas mis referencias? ¿Estoy preparado para abandonar mi raza, mi nombre, mi país, mi familia, mis hijos, mi coche, mi casa, mi cuerpo, todo lo que podríamos llamar mío?
¿Estoy preparado para no apropiarme más de nada, ni de mi pasado, ni de mi futuro, ni de mis emociones? ¿Estoy preparado para contemplar sin espera? Todo está disponible en el instante. No hay necesidad de sadhana, de búsqueda espiritual. No hay necesidad de nada. Justo en el instante, sacrificar nuestras pretensiones de ser cosa alguna.
¿Quién está preparado para no tener nada?