Hay un dilema inherente a la teoría y la práctica del no-hacer imposible de evitar y que ha de ser afrontado por el ser humano. El dilema consiste esencialmente en si se ha de mirar la vida desde la orilla o implicarse en ella, si declinar la responsabilidad o aceptarla de buen grado, si ―hablando vulgarmente― rajarse o no.
La teoría espiritual no pone fácil la decisión, en todo caso hace aún más confusa la confusión. Ramana Maharshi, por ejemplo, dice: “Nadie triunfa sin esfuerzo; los pocos que lo consiguen deben su éxito a su perseverancia”. Pero también dice: “Sería necio el pasajero de un tren que llevase la carga en la cabeza. Que la ponga en el suelo. Comprobará que la carga llega a su destino igual”. De forma similar, no nos hagamos pasar por los hacedores, resignémonos al poder conductor.
También Jesús nos dice en el Sermón de la Montaña que nos relajemos, que dejemos que el mañana cuide de sí mismo y que lo dejemos todo en manos del poder oculto. En la Parábola de los Talentos, colma de alabanzas al ciudadano diligente, trabajador y responsable y, amorosamente, envía al infierno al holgazán improductivo.
El dilema realmente no es un simple rompecabezas intelectual o filosófico, es real y hiere. Como ha dicho Douglas Harding:
“Tanto si adoptamos la vía de dejar que las cosas sucedan, como la de la intervención enérgica, tenemos problemas. ¿Qué clase de vida es la vida del inadaptado que no mueve un dedo, ni toma decisiones ni acepta tener ninguna responsabilidad hacia sí mismo (y mucho menos hacia sus congéneres)? Y con respecto a su polo opuesto, el cuadriculado ―el trabajador infatigable, concienzudo, el hombre de espíritu cívico que carga con todo― todos sabemos los compromisos, frustraciones y ansiedades que le llueven, por no hablar de la decadencia y la muerte que darán al traste en breve con él mismo y con todos sus planes”.
Es evidente que necesitamos una solución radical y realmente práctica que podamos aplicar de inmediato en nuestra vida diaria. Una forma sencilla sería averiguar de qué manera se las arregla el sabio para ser testigo del flujo de la vida sin implicarse en ella. Resulta obvio que el sabio no es una persona apática, lánguida, fracasada ni irresponsable; por el contrario, se ve que el sabio es especialmente vivaz y a su manera maravillosamente decidido y enérgico ―y exitoso― en cualquier cosa que haga en su vida diaria. De hecho, se ve que el sabio es el polo opuesto de esos humanos tristes a los que parece faltar energía vital. En otras palabras, hay un mundo de diferencia entre el inadaptado y el sabio ¡por mucho que puedan parecer semejantes su aspecto y su comportamiento!
Y, maravilla de maravillas, la diferencia resulta estar simplemente en su actitud ante la vida: el inadaptado se considera a sí mismo una persona que, al parecer, ha elegido ser un inadaptado por alguna razón que se le escapa, en tanto que el sabio ha llegado a la firme e indudable conclusión de que no es una persona en absoluto.
Sin embargo, el sabio tiene que pasar el resto de su vida en una sociedad que no acepta el concepto de no-hacer.
Esto es lo que Ramana Maharshi decía al respecto:
“La acción no crea esclavitud. La esclavitud deriva de la noción falsa de que yo soy el hacedor… Afiánzate en el Ser y actúa de acuerdo a la naturaleza sin el sentimiento de hacer … Prestar atención al ser incluye prestar atención al trabajo … El trabajo no te atará. Irá por sus propios pasos.”
Ésta es la clave de la situación. Según mi propia percepción, el sabio vive su vida con la convicción total y absoluta de que nadie es el hacedor, ni él mismo ni el “otro”. En lo que se refiere a la responsabilidad consigo mismo, está totalmente exento de la esclavitud que suponen la culpa y la vergüenza basadas en él mismo como hacedor, también estará libre de la esclavitud del odio y la malicia, de la envidia y los celos hacia el “otro” por las acciones de este último. En otras palabras, el sabio afronta la vida momento a momento, aceptando cualquier cosa que ésta traiga ―dolor o placer― como su destino o la Voluntad de Dios, según una ley cósmica cuyas bases no puede comprender ningún ser humano. Al mismo tiempo, el sabio está anclado firmemente en la paz, la armonía y en la tranquilidad mientras afronta la vida momento a momento, sin sentirse nunca incómodo consigo mismo, sin sentirse nunca incómodo con el “otro”.
El sabio no ignora nunca el hecho de que tiene que seguir viviendo su vida en una sociedad que no suele aceptar el concepto del no-hacer y que sigue responsabilizando de sus acciones a cada entidad individual. Esto no es un problema para el sabio, que acepta cualquier acto que se produzca a través de su organismo cuerpo-mente como algo que depende totalmente de su propio destino (como la Voluntad de Dios, según una ley cósmica). Y lo que es más importante, también acepta el juicio de la sociedad sobre su “acción” ―buena, mala o indiferente― como la Voluntad de Dios.
En otras palabras, el sabio ha aceptado total, absoluta e incondicionalmente el concepto de Buda: “Los acontecimientos suceden, los actos se realizan, pero no hay un hacedor individual de ningún acto”. Así pues, el sabio vive su vida como una entidad separada responsable de sus acciones ante la sociedad, con la comprensión firme de que todas las entidades separadas son, de hecho, instrumentos cuerpo-mente separados a través de los cuales funciona la Energía Primaria que produce los acontecimientos o los actos con toda precisión según la ley cósmica.
La suma de todo esto es que el sabio vive su vida perfectamente feliz de hacer lo que su “naturaleza” espera que haga, aceptando todo lo que suceda después como Voluntad de Dios. El sabio vive su vida sabiendo que su vida está siendo vivida y, por tanto, sin expectativas de ninguna clase.
Si se le pidiera al sabio que dijera muy brevemente cómo vive el día a día, su respuesta sería: “Estoy en calma y miro el flujo de la vida”.
(Fuente: https://www.nodualidad.info/textos/hacer-no-hacer.html)