Con la caída de los grandes sistemas metafísicos, que postulaban un soporte trascendente para la existencia, el ser humano empezó a ver a la libertad como su más alto y quizá único valor. Una libertad que se empezó a concebir ya no bajo el entendimiento clásico -platónico y cristiano- de poder y saber elegir lo bueno y actualizar el propio ser, sino como mero libro albedrío o como voluntad de poder. La ausencia de esencia y propósito en la existencia -la eliminación de las causas formales y finales- dejaron un universo mecánico en el que solamente existían fuerzas aleatorias luchando por imponerse las unas sobre las otras. La vida y la conciencia humana, cosas rara y en cierta forma maravillosas -epifenómenos de la materia- pero al fin de cuentas sólo breve instante en un inmenso e indiferente cosmos.
Ante esta estructura de realidad, en este weltanschauung, fue fácil entonces entender que lo mejor que podíamos hacer era pasarla bien el rato que estamos aquí. No preguntarnos demasiado por los enigmas de nuestra existencia, pues éstos ya habían sido resueltos por la ciencia o serían resueltos por las computadoras mejor de lo que nosotros podríamos hacerlo. Dejar que la máquina siguiera corriendo, progresando, haciendo las cosas cada vez más cómodas. Lo mejor era simplemente no pensar, dejar que la existencia fuera calculada por un procesador más poderoso, y sentarse y acostarse a ver. El hombre moderno tendría tiempo para sí mismo, podría aprovechar el celebrado ocio. Se abría todo un horizonte de exploración.
Pero cuando llegó ese ocio, esa libertad, ese tiempo “libre”, el ser humano, ese animal metafísico reducido a animal informático, sintió un hastió, una ansiedad. No había respondido al llamado de Pascal y era incapaz de estarse quieto en su habitación sin hacer nada.
De hecho no sabía ya controlar su atención -había sido “bombardeado” por una serie de estímulos, que no le permitían ejercer su autonomía-. No podía desconectarse de esa misma tecnología que iba a ser su libertadora.
Ante la caída o al menos la deslegitimación social de la experiencia religiosa, se produjeron nuevos fervores. El ser humano se sentía vivo cuando participaba en un evento global como ver a su equipo de futbol en la televisión o en un estadio, o cuando participaba por una “causa” (pues no encontraba muchas causas en su vida corriente). Llenaba su vacío existencial, la ausencia de propósito y narrativa en su vida, consumiendo series como Games of Thrones o House of Cards. Encontraba ahí una continuidad y un desenlace, una tensión energética y una catarsis vicaria. Trabajaba en la semana para poder estar libre el viernes y el sábado y poder dedicarse completamente al entretenimiento. No que no lo hiciera entre semana, pero no podía soltarse lo suficiente, tenía que interrumpir sus interrupciones. Partidos de futbol, series de televisión, videos de YouTube, juegos de video, pornografía. El algoritmo hacía que todo fuera cada vez más interesante, aunque no lo suficiente para que no se quedara con una sensación de incompletitud. Y así regresaba por una nueva dosis.
Uno de los que veía claro, lo había previsto en su texto Propaganda en una Sociedad Democrática:
En lo que respecta a la propaganda, los primeros defensores del alfabetismo universal y de la prensa libre advirtieron solo dos posibilidades: que la propaganda sea verdad o que sea falsa. No previeron lo que en realidad ha sucedido, sobre todo en nuestras sociedades occidentales capitalistas:
el desarrollo de una vasta industria de comunicación masiva, que no lidia ni con lo falso ni con lo verdadero, sino con lo irreal, lo que es casi siempre totalmente irrelevante. En una palabra, fallaron en tomar en cuenta el apetito casi infinito del hombre por las distracciones.
No había un control represivo, una censura, un totalitarismo a la vieja usanza. Lo que había era una libérrima relajación de la realidad, una aceptación de todos los puntos de vista como igualmente válidos. El único dogma era que todas las opiniones valían lo mismo y tenían el derecho de expresarse y ocupar el mismo tiempo aire. Que todo era aceptable o tolerable -mientras cada quien se dedicara a lo suyo- y se siguiera consumiendo, pues era la economía la que permitía esta emancipación -la maravillas de la modernidad-.
Y así llego el tiempo en el que el animal metafísico pensó, ya no contemplando el cielo o el mar, sino el incesante stream de una pantalla, que no había una mejor razón para su existencia que ser entretenido, que estar entre pantallas y gadgets, y disfrutar un rato.
Al menos había logrado transformar este ciego y aterrador proceso que llamamos “universo” en un lugar cómodo y seguro, sin misterios, en el cual podíamos presenciar un buen show. O como dijo Jim Morrison “I wanna have my kicks before the whole shithouse goes up in flames“. Y sí, afuera del cine, el mundo estaba en llamas.