Etimológicamente, la palabra fe viene del vocablo latino fides, que no tiene connotación religiosa alguna y está vinculado a la raíz indoeuropea bheidh, que remite a la noción de confianza y persuasión.
La creencia se confunde a menudo con la fe, ambas asociadas erróneamente a algo fundamentalmente religioso. Hacer la distinción nos conduce a una mayor comprensión de nuestra forma de funcionamiento.
Solo podemos creer en algo inseguro, puesto que cuando estamos seguros, ya no creemos: sabemos. Yo no digo: «Creo que respiro», sino «Sé que respiro». Nadie podrá hacernos dudar nunca acerca de este punto. Y ahí, ya no es cuestión de creencia, sino de fe.
La fe se vive en el corazón, y no está en absoluto ligada a la mente. La fe, aun cuando esté frecuentemente asociada con la religión, no es por supuesto exclusivamente religiosa. La fe dormita en cada uno de nosotros, y puede expresarse en registros específicos de nuestras vidas, si le ofrecemos la posibilidad. La fe emana del corazón. Cuando la fe nos anima, el miedo ya no existe. Es muy simple. La fe nace del interior, es una fuerza, una certeza profunda que nos habita, sin que nadie, nunca, haya tenido que inculcárnosla. La fe está ahí, desde nuestro nacimiento, e incluso, sin duda, desde hace mucho más tiempo. No la heredamos de nadie, es intemporal. Pero no estamos acostumbrados a concederle un espacio en nuestras vidas, puesto que, desde nuestra más tierna infancia, hemos sido programados para buscar toda la verdad fuera de nosotros. La sociedad y las religiones han ahogado la fe para imponer sus creencias.