El ser humano surca su existencia, dividido entre la autenticidad y los condicionamientos externos. A veces, está tan formateado por la educación recibida, por su escolaridad y por su integración social, profesional y religiosa, que acaba por separarse de su naturaleza profunda. Cuanto más adoctrinado está, más imposible le parece replantearse su identidad prestada, puesto que, si solo existe a través de esta, ¿qué ocurrirá si renuncia a ella? Varado así en sus condicionamientos, teme la innovación, y no hace sino seguir los pasos de otros, encadenándose al protocolo y a la tradición, sin osar nunca cuestionarlos. Repite incansablemente sus rutinas hasta convencerse de que forman parte de sus elecciones personales. En esta profunda confusión, se construye una identidad ficticia y una felicidad ilusoria, destinadas ambas a volar un día en mil pedazos.
Las corrientes conspirativas (de las que no formo parte) hablan de un complot planetario destinado a someter a la humanidad… Esas numerosas teorías no me atraen en absoluto, porque tienden a victimizar al ser humano y porque lo llevan a regodearse en un combate estéril contra instituciones endiabladas, olvidando que estas no son sino el reflejo de nuestras elecciones internas. Y es que, ¿es necesario recordar que nuestras verdaderas cárceles y los únicos barrotes que podemos franquear están dentro de nosotros mismos? Somos nuestros propios carceleros, y nuestra verdadera libertad no depende de ninguna persona externa.
Todo ser humano puede liberarse de sus barrotes desde el momento en que tiene el coraje de dejar la autopista, para encontrar su propio camino, en la atenta escucha de lo que le habita. Así, cualquiera puede, si lo desea, emprender la reconciliación consigo mismo, afirmándose en sus gustos y valores profundos. Toda transformación empieza en el interior; sería pues utópico querer cambiar el mundo a través del poder. Únicamente la acumulación de una multitud de cambios individuales puede provocar un cambio global profundo. Ningún acto político ni ninguna acción impuesta pueden ir en esa dirección.
Para despertar a uno mismo es a menudo necesario un elemento detonador que desestabilice, como un burnout, una enfermedad, una ruptura, un reencuentro, un despido o un cúmulo de situaciones. Cuando el ser humano no tiene ya nada que perder, cuando pierde sus referencias exteriores, se ve obligado a soltar y a reconstruirse sobre la base de los valores profundos que lo habitan. Pero también es posible no esperar la llegada del tsunami para reconciliarse con uno mismo. Un simple proceso personal puede permitir tomar esa dirección. Solo hay que ser consciente de que, una vez el proceso de despertar a uno mismo se ha iniciado, este es ya difícilmente reversible.
Despertar de ese letargo redescubriendo quién eres puede resultar, sin embargo, desalentador, ya que este reencuentro se percibe a menudo como una pequeña muerte: la sensación de que pones fin a una existencia superficial, para renacer verdaderamente a ti mismo. Esta reconexión con la esencia de tu ser es una etapa intensa, en la que se mezclan descubrimientos y desasosiegos para las personas de alrededor, convencidas, a veces, estas, de que estás pasando por un momento de perdición. Cada paso que das hacia una mayor autenticidad puede ser percibido como desestabilizador para otros. En consecuencia, se dan también alejamientos y acercamientos con el entorno, ya sea de amigos, colegas o miembros de la familia. Sucede incluso que algunos conocidos «de tu antigua vida» ya no advierten tu presencia cuando te los cruzas por la calle, puesto que vuestra emanación es distinta. Ya no vibráis en la misma frecuencia, vuestra nota personal ha cambiado. Tras esta metamorfosis, no eres mejor ni peor, pero sí ¡tan verdaderamente tú!
¿Hemos de refugiarnos en una existencia sumisa que no es la nuestra, o arriesgarnos simplemente a estar vivos? La felicidad no depende de nada ni de nadie de afuera. Depende únicamente de nuestra simple capacidad de saborear el instante presente, en resonancia con nuestra naturaleza profunda.
Todo es posible, en cada instante…
André Baechler