La práctica inteligente siempre aborda una sola cosa:
el miedo que surge en la base de la existencia humana, el miedo a no ser. Y aunque es obvio que yo “no soy”, no quiero ni oír hablar de ello. Soy la propia impermanencia en el interior de una forma humana que, mientras cambia rápidamente, aparenta solidez.
Me da miedo ver lo que soy: un campo energético en incesante cambio. No quiero ser eso, por lo que una buena práctica consiste en trabajar con ese miedo. El miedo adquiere la forma de un constante pensar, especular, analizar y fantasear. Mediante toda esa actividad creamos un recubrimiento de humo con el que nos mantenemos a salvo en una práctica simulada. La verdadera práctica no aporta seguridad; es cualquier cosa, menos segura. Y puesto que no nos gusta, nos obsesionamos con nuestros denodados esfuerzos por alcanzar nuestra versión del sueño personal. Una práctica tan obsesiva es en sí misma otra cortina de humo que interponemos entre nosotros y la realidad. Lo único que importa es ver con un foco impersonal: ver las cosas como son. Cuando la barrera personal se desprende, ¿por qué habríamos de ponerle un nombre? Vivimos nuestra vida, sin más. Y cuando nos morimos, nos morimos sin más. No hay problema alguno.
“¿Quién es?”, pregunta Dios.
“Soy yo.”
“Márchate”, dice Dios.
Un tiempo después…
“¿Quién es?”, pregunta Dios.
“Soy Tú.”
“Adelante”, contesta Dios.
Recuerdo un antiguo koan acerca de un monje que fue a visitar a su maestro. “Soy una persona muy iracunda, quiero que me ayude”, le dijo. El maestro respondió: “Muéstrame tu ira”. A lo cual el monje contestó: “Bueno, ahora mismo no estoy enfadado. No puedo mostrársela”. Y el maestro señaló: “Es obvio por tanto que tú no eres la ira, puesto que a veces ni siquiera está ahí”. Lo que somos tiene múltiples rostros, pero esos rostros no son lo que somos.
En alguna ocasión me han planteado esta pregunta: “¿No es la observación una práctica dual? Porque cuando estamos observando hay una cosa que está observando otra cosa”. Pero, de hecho, esto no implica una dualidad. El observador está vacío. En lugar de un observador separado, podría afirmarse que tan solo hay observación. No hay nadie que escuche, únicamente hay escucha. No hay nadie que vea, tan sólo hay el ver. De alguna manera, esto escapa a nuestra comprensión.
No obstante, si practicamos con suficiente tesón, aprenderemos que no solo el observador está vacío, sino que aquello que observamos también lo está.
En ese momento el observador (el testigo) desaparece. Esa es la fase final de la práctica, no hace falta que nos preocupemos al respecto. ¿Por qué desaparece el observador al final?¿Qué queda cuando una nada no ve una nada? Tan solo la maravilla de la vida. No hay alguien separado de los demás. Únicamente queda la vida viviéndose: oyendo, tocando, viendo, oliendo, pensando.
Ese es el estado del amor y de la compasión: no “soy yo”, sino “soy Tú”.
Charlotte Joko Beck. Zen día a día: el comienzo, la práctica y la vida diaria. Gaia Ediciones. 2012. fragmentos pgs. 199,203,204