Cuentan que había un país en el que eran muy populares las competiciones de tiro con arco.
Allí vivía un gran campeón que era querido y admirado por todos; desde el rey hasta el último de los súbditos. Aquel gran arquero no había sido derrotado jamás, así que el rey organizó un torneo al que fueron convocados todos los mejores arqueros de los países vecinos, y ofreció una enorme recompensa al ganador: dos bolsas repletas de oro, una docena de los mejores caballos, un cofre lleno de joyas, y el señorío de una fértil comarca. Sólo la atracción de tan magnífico premio atrajo a la competición a un
grupo de participantes, pues todos estaban convencidos de que el ganador sería aquel fabuloso arquero dueño de una técnica depuradísima, una concentración excepcional, un pulso de acero, una vista de águila, una fuerza de oso y una experiencia insuperable. Tal era la seguridad en sí mismo que demostraba que nadie hasta entonces lo había derrotado y nadie creía que pudieran derrotarlo nunca.
Empezó la competición y las eliminatorias iban sucediéndose, quedando en evidencia la superioridad del campeón, que ganó la final con total comodidad y con un amplio margen de diferencia sobre sus rivales.
En medio de la admiración y los vítores de todos los presentes, el rey se dispuso a hacerle entrega solemne del premio cuando se oyó una voz que surgía de entre la multitud:
-¡Alto, yo desafío a ese arquero!
Quién así hablaba era un humilde campesino ya en las puertas de la vejez al que conocía todo el mundo. El rey lo llamó a su presencia.
-¿Qué burla es ésta? Todos sabemos que tu pericia con el arco no excede a la de un cazador mediocre. ¿Cómo es que desafías al campeón? ¿Quieres hacernos perder el tiempo? -preguntó irritado el monarca.
-En absoluto, majestad -respondió el campesino-, mi desafío es auténtico. Estoy seguro de que venceré al arquero. Sólo pongo la condición de que sea a un lanzamiento único, y para que vos tengáis certeza de mi determinación, propongo que al perdedor se le corte la cabeza, en tanto el ganador percibe su recompensa.
Todos los presentes pensaron que aquel hombre se había vuelto loco. Enfrentarse al arquero en aquellas condiciones significaba un modo seguro de perder la vida. En tanto el arquero se sentía tan seguro de sí mismo como siempre y no comprendía la actitud de su retador, pues como bien era sabido la destreza con el arco del campesino era muy inferior a cualquiera de los participantes a los que acababa de vencer en el torneo.
-Majestad -volvió a intervenir el campesino -os deseo recordar, que, según las antiguas leyes del reino, cualquiera puede lanzar un desafío en el torneo de arco poniendo las condiciones que elija.
Si mi reto no es aceptado, yo seré el vencedor y, por tanto, será mía la recompensa.
El rey preguntó al arquero:
-Tú acabas de proclamarte campeón, pero ya conoces las leyes que dicen que cualquiera puede desafiarte, ¿aceptas el reto?
El arquero respondió afirmativamente.
Llegado el momento, el campesino tensó su arco y disparó, y aunque su flecha dio en el blanco, quedó muy alejada del centro de la diana. Su lanzamiento había sido, según lo esperado, muy mediocre.
Era el turno del campeón. Su tiro era enormemente fácil comparado con cualquier otro que hubiera realizado nunca. Se acercó a la marca de lanzamiento. Tensó el arco, pero, ante la sorpresa de todos, su pulso empezó a temblar; su rostro, sereno otras veces, estaba marcado por la tensión y el esfuerzo; las piernas, en otras ocasiones firmes como
columnas, se veían flaquear; su mirada, otras veces fija y serena, se mostraba dispersa y errática. Todo su cuerpo era un manojo de nervios, sudor y temblores. Incapaz de soportar la tensión un segundo más, el campeón se derrumbó dejando caer su arco.
-No puedo -se le oyó decir balbuceando-, no acepto el reto, el campesino es el vencedor.
El silencio de todos los presentes contrastaba con la alegría del ganador. Nadie entendía lo ocurrido. El rey tomó la palabra:
– Según la ley, el campeón es el campesino. Pero antes quiero saber la razón por la que lanzaste ese reto, que por lo visto estabas seguro de ganar.
-Majestad -contestó el humilde labriego-, yo soy pobre y tenía mucho que ganar y poco que perder ya que soy viejo, por eso al disparar lo hice del modo acostumbrado. En cambio, para el campeón éste era el tiro más importante que realizaba jamás: se jugaba la vida cuando antes sólo se jugaba la fama. Por eso, se ha visto atenazado por el miedo,
y como era una nueva experiencia para él, no ha sido capaz de superarlo.
Admirando la resolución e inteligencia del campesino, el rey le hizo solemne entrega del premio.