En el mundo en que vivimos, buena parte de lo que se nos ofrece es inútil, y a menudo es potencialmente venenoso. Cuando reconocemos la posibilidad de que se nos haga daño, tendemos a cerrarnos a recibir. El mundo no es tan benevolente como habíamos creído, sufrimos un grandes desengaños que nos impiden abrirnos inocentemente y confiar.
A medida que crecemos, experimentamos que incluso nuestros amigos pueden traicionarnos, pueden mentirnos. Experimentamos en nosotros mismos la capacidad de mentir a nuestros amigos, a nuestros maridos, a nuestras esposas, a nuestros profesores, a nuestros gobiernos. Comprobamos que nuestros propios pensamientos pueden engañarnos y torturarnos; no son de fiar. Nuestras emociones pueden estar fuera de control y tampoco podemos confiar en nuestros cuerpos: se tropiezan y caen, enferman, envejecen y mueren.
El mensaje se convierte en “no confíes”, “no te abras”, “abrirse es peligroso, podrías sentirte herido”. Y, junto con esa convicción, se desarrolla una especie de hipervigilancia mental para intentar reunir suficiente información, de modo que si se presenta un momento en el que abrirse resulta seguro, lo reconocemos. La mayor parte de nuestra actividad mental está al servicio de este miedo, y tiene que ver con acumular. Por más acopio que hagamos, siempre habrá más para acumular. Vamos a un profesor tras otro, a un curso tras otro, leemos un libro tras otro, escuchamos una cinta tras otra, en un frenético esfuerzo por acumular la información que creemos necesitar para sentirnos seguros. A lo largo de todo este proceso sentimos un profundo anhelo de seguridad o, como suele decirse, de “volver a casa”, de volver a la inocencia del niño, de entrar en el cielo. Pero a estas alturas nuestra mente ya no es una mente infantil. Nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestras emociones han vivido algunas experiencias muy duras.
Puede que en un momento de gracia te abras a tu esposa o esposo, a tu hijo, a tu amante o a tu profesor, pero inmediatamente aparece la inercia de cerrarse, porque la memoria, consciente o inconsciente, te recuerda que si te abres, puedes sentirte herido.
No pretendo sugerir que intentes abrirte, o que hagas por olvidar el pasado, o que trates de captar. Eso sólo dará lugar a más lucha. Lo que puedes hacer es limitarte a observar cuándo tienes la mente abierta y cuándo tienes una mente cerrada. Puedes observar esos momentos en los que estás abierto a recibir y aquellos en los que rechazas por inercia o hábito. No permitir que esto sea un acto inconsciente porque muchas veces al hacer esto de forma automática perderás la posibilidad de recibir tantas y tantas cosas buenas que nos aporta el momento presente y que son rechazadas dícese por precaución.
La mente se empeña en protegernos y por eso piensa que necesita ACUMULAR MÁS y MÁS INFORMACIONES
La capacidad de recibir es natural. Cuando éramos niños, aceptábamos lo que nos daban. El niño se forma y se desarrolla así de manera natural, a menos que haya algún problema añadido. Para crecer, los organismos deben ser nutridos. Después, a medida que crecemos y nuestras mentes se despliegan, nos damos cuenta de que recibir ciertas cosas nos hace daño: recibir alimento envenenado o en mal estado daña nuestro cuerpo; recibir la falta de amor de una pareja nos destruye emocionalmente; para la mente, recibir una instrucción que enseña a odiar supone un lavado de cerebro. Gradualmente vamos aprendiendo que no es útil recibir todo lo que se nos ofrece. A partir de ahí, nace la sabiduría discriminadora.