En la antigüedad, los germanos estaban convencidos de que tanto la Tierra como los Astros pendían de un árbol gigantesco, el Divino Idrasil o Árbol del Universo, cuyas raíces estaban en el infierno y su copa, en el cielo. Ellos, para celebrar el solsticio de invierno –que se da en esta época en el Hemisferio Norte-, decoraban un roble con antorchas y bailaban a su alrededor.
Dado que el árbol tiene sus raíces en la tierra y eleva sus ramas hacia el cielo representa un “ser de dos mundos” -un poco como el humano se ve a sí mismo en muchas ocasiones-, su posición es intermedia entre lo “de arriba” y lo “de abajo”.
No solamente se veneraron árboles en la antigüedad sino que arboledas y hasta bosques enteros se consideraron sagrados, pues se entendía que en ellos habitaban dioses, hadas o diversos espíritus elementales.
Además de eso el árbol es el eje central de diversas cosmogonías, Yggdrasil es representante de la visión del universo de los germanos septentrionales, pero otros árboles son imaginados como el eje del mundo, es el caso del árbol Ceiba entre los mayas yacatecos. Árboles sagrados se encuentran en casi todos los pueblos antiguos.
Alrededor del año 740, San Bonifacio –el evangelizador de Alemania e Inglaterra- derribó ese roble que representaba al Dios Odín y lo reemplazó por un pino, el símbolo del amor eterno de Dios. Este árbol fue adornado con manzanas (que para los cristianos representan las tentaciones) y velas (que simbolizaban la luz del mundo y la gracia divina). Al ser una especie perenne, el pino es el símbolo de la vida eterna. Además, su forma de triángulo representa a la Santísima Trinidad.
En la Edad Media, esta costumbre se expandió en todo el viejo mundo y, luego de la conquista, llegó a América.