Imaginen un recipiente que contenga una capa gruesa de cera enfriada, endurecida, con la superficie completamente lisa y plana. Tomamos una jarra llena de agua caliente y derramamos un poco sobre la cera. El agua puede correr hacia donde quiera sobra esa superficie horizontal y virgen, sin relieves. Pero, como está caliente, apenas entra en contacto con la cera ésta se funde, y queda impresa una huella poco profunda, como la del primer esquiador que pasa sobre la nieve. Ahora la cera va a presentar una leve hondonada, abierta por el agua caliente, que parece el lecho de un río. Si luego echamos de nuevo en el mismo recipiente, otro poco de agua,
¿qué ocurrirá? Dondequiera que caiga, el agua, algo menos libre que la primera vez, se dirigirá inexorablemente hacia la huella anterior, que moldeará su curso. Aumenta un poco la profundidad de la huella. Tantas veces como repitamos la operación, el cauce se hará un poco más profundo, y finalmente el agua no tendrá libertad para tomar otro camino sino el que está ya marcado.
¿Qué nos dice esta metáfora?
Que una primera marca, una primera impresión deja una huella, y que ésta tiene gran influencia en la formación de las huellas siguientes.
¿No es así como se forman los arroyos, los torrentes, los ríos y hasta los barrancos? Los relieves de la Tierra no han sido siempre los mismos que conocemos hoy.
El agua de las primeras lluvias que cayeron sobre ciertas regiones, hace millones de años, corrió buscando siempre el nivel más bajo entre los relieves que ya existían montañas, valles, rocas diversas, y su flujo o su acumulación en distintos lugares dibujaron los primeros esbozos de los futuros cursos y extensiones de agua, encargándose el tiempo de definir sus contornos y su profundidad.
¿Podemos nosotros cambiar tales huellas una vez que ellas existen? Sí, y lo hemos hecho aunque no siempre con acierto modificando los cursos de los arroyos y de los ríos, algunos de ellos muy caudalosos. Pero cuanto más profundo el lecho y mayor el caudal que acarrea, más importantes los medios que hay que poner en juego para cambiar el curso. Ésta es una primera constatación. La segunda, que una cosa es desviar de su lecho el curso de un río, y otra borrar las huellas del curso anterior. Por mucho que el agua emprenda en adelante un nuevo trayecto, el que le hemos impuesto por la fuerza, el trazado del lecho antiguo subsiste durante mucho tiempo, aunque se halle seco, y siempre puede ocurrir algún imprevisto que derive otra vez las aguas tumultuosas hacia la cuenca por donde pasaban originariamente.
Podemos observar cómo esta metáfora de la cera y del agua caliente reviste múltiples formas para interpretarse.
Libro: La rana que no sabía que estaba hervida