Es agobiante el sentimiento de “haber fracasado” o todavía peor: de “ser un fracasado”, como si quedase el sujeto encasillado en una nueva taxonomía social.
Muchos dicen “he fracasado en esto o en lo otro”, y todavía se puede entender que se refieran a no haber conseguido una meta, un determinado fin propuesto más o menos tácitamente en un determinado proceso y por una determinada intención particular. Alguien puede lucrarse mucho con una composición musical o literaria, pero sentirse fracasado porque artísticamente no ha dado la medida que se había propuesto. Verdaderamente si uno no obtiene una plaza para la que se ha preparado por no haber superado las pruebas que daban el acceso a ella, puede decir que “ha fracasado” en este intento. Esto es evidente y trivial. Pero si alguien dice “he fracasado en la vida”, “he fracasado como padre/madre”, o “soy uno de esos fracasados(as)” ya empieza a emitir enunciados de los que los analíticos del lenguaje dirían que contenían términos sin sentido.
Todos aquellos ciudadanos que trabajan y procrean, luchan por y con sus hijos, pero su ocupación no es llamativa, ni ilustre, ni les conceden premios ni entrevistas, ni los massmedia les pagan por contar sus intimidades, ni se habla de ellos para nada. ¿Sería esto justo? ¿Sería objetivo siquiera considerar que la inmensa masa de la población del mundo consta exclusivamente de “fracasados”?.
Fracasar es no lograr algo que se pretende. Esto es normal en la vida. Todos nosotros nos proponemos cosas que las circunstancias externas o nuestra propia incapacidad nos impiden lograr. Sin embargo, lo importante es la forma cómo nos enfrentamos a ese hecho. No hay fracaso, solo aprendizaje. Toda caída en el camino es un paso más que nos acerca a la meta del éxito.
El éxito enseña muy poco. Cuando hacemos algo bien lo único que hay que hacer es seguir haciéndolo. Siempre se puede mejorar. No obstante, los incentivos para hacerlo son pocos si ya estamos satisfechos con lo que tenemos. El fracaso, en cambio, es la mejor escuela que existe, siempre y cuando seamos críticos. Si simplemente nos lamentamos o no hacemos nada entonces sí que seremos unos fracasados. Pero si analizamos objetivamente las causas del fracaso podemos mejorar, cambiar lo que tengamos que cambiar. Podemos evitar el volver a equivocarnos.Cuentan que un joven ejecutivo perdió millones de dólares en operaciones arriesgadas. El jefe, un señor mayor con mucha experiencia, lo llamó a su despacho. El joven pensaba que iba a ser despedido. “¿Despedirle? ¡Si nos hemos gastado millones para enseñarle!”, contestó el director de la empresa. El haber metido la pata hasta el fondo nos proporciona un conocimiento valioso. Si sabemos por donde no debemos ir el camino correcto se ve con mucha más claridad. Este es un principio que se puede aplicar a los negocios y a todas y cada una de las facetas más íntimas de nuestra vida.
El verdadero fracaso no es equivocarse, sino no hacer nada. Quedarnos en casa viendo como la vida pasa ante nuestros ojos sin aprovechar cada instante como si fuera el último, condenándonos a una existencia rutinaria y sin alicientes. Me he equivocado muchas, muchas veces. Y no en temas menores, sino en cosas importantes. Ese bagaje de errores me ha permitido mejorar, cambiar, transformarme en la mejor versión posible de mí mismo. Cada error ha sido un paso en el camino del éxito.
Es muy común creer que las personas exitosas alcanzan los triunfos de manera natural y que todo lo que hacen o tocan se transforma en oro. Más sin embargo, es necesario comprender que detrás del brillo y la gloria, hay años de constancia, sudor, perseverancia, y por sobre todo, la capacidad de saber enfrentar a la adversidad.
Frente a la adversidad en lugar de preguntarte ¿Por qué me pasa esto a mi?, o proyectar culpas en otras personas y/o circunstancias, pregúntate ¿Para qué me pasa?, ¿Qué debo aprender?, ¿Dónde está mi error o debilidad? y te aseguro que las respuestas que vayan surgiendo te irán marcando nuevos rumbos de auténtico crecimiento personal.