Quizá la principal razón para que el vocablo magia se convirtiera en una palabra repulsiva sea la distinción que la Iglesia Católica estableció entre lo mágico y lo milagroso.
Los primeros Padres de la Iglesia creían en la magia, pero sostenían que se realizaba con la ayuda de los falsos dioses.
Los únicos hechos sobrenaturales que aceptaba la Iglesia como milagrosos eran los realizados en el seno de la verdadera fe, con la ayuda o sanción de su propio dios. Todos los demás eran malos y, puesto que las brujas estaban fuera del seno de la Iglesia, su magia era necesariamente malévola. Juana de Arco fue inmolada en la hoguera porque sus inquisidores no aceptaban el origen divino de las voces que oía. Era, efectivamente, hechicera o bruja a los ojos de sus inquisidores. Veinticinco años más tarde, la Iglesia cambió de opinión y se retractó. Casi quinientos años después, en 1920, la Iglesia Católica la canonizó.
La magia empezó a adquirir mala fama varias culturas antes de la era cristiana, por una multitud de razones. Cuando los cleros se hicieron poderosos, frecuentemente se corrompieron, y los insaciables sacerdotes se dedicaron a vender su mágica influencia sobre los dioses. Sólo quienes podían pagar bien se aseguraban el favor divino. Esta fue la causa del cambio radical que Akenatón introdujo en la religión de Egipto. Los sacerdotes de los viejos dioses habían creado tantos hechizos y encantamientos para asegurarse el libre acceso al más allá que sólo los ricos podían permitirse morir con alguna certidumbre de inmortalidad.
Había también magos de todas clases, incluso brujas, aparte del clero; y los sacerdotes condenaban por lo general la magia de estos competidores tachándola de mala, independientemente de sus fines.
Posiblemente, los sacerdotes practicaron su magia con fines benéficos, aunque puede que fueran bien pagados para que proveyeran tales beneficios. Los servicios de los magos no-sacerdotes podían comprarse aun para fines censurables. Y había quienes, brujas inclusive, practicaban una magia maligna por envidia, rencor, odio o pura maldad. En los tolerantes ambientes religiosos de Grecia y de Roma, había profesionales ajenos al clero que practicaban determinados géneros de magia legalmente, siempre que utilizaran convenientemente sus poderes, muchos de ellos incluso subvencionados por el estado. Hay autores romanos muy respetados que publicaron libros de fórmulas mágicas y catálogos de hechizos, encantamientos y «ensalmos» caseros para toda ocasión. Y estos escritores prevenían a los granjeros y campesinos contra los adivinos, hechiceros y mujeres a las que denominaban sagae (brujas), extranjeras.
La antigua religión de los judíos no contribuyó en nada a la evolución de las deidades o del ritual del culto. Aunque los primeros judíos eran politeístas y adoraban gran variedad de espíritus, animales y objetos naturales, no poseyeron jamás una diosa madre. El principio femenino estaba relacionado con el pecado o la debilidad, más que con la creación. Hubo un tiempo en que Tammuz, el amante de Istar, fue adorado tan extensamente en Judea que el profeta Ezequiel se quejó de que los lamentos rituales por su muerte se pudieran oír en el templo… pero era a Tammuz a quien adoraban, no a Istar.
El efecto del judaísmo sobre la brujería reside en su parentesco con las creencias cristianas y con la teología que de él se originó. Los judíos escribieron lo que iba a convertirse en el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, en el cual se basaría la persecución de las brujas, unos dos mil años más tarde…
La principal justificación para matar a las brujas durante la persecución es el mandato del Exodo, XXII, 18: «No dejarás con vida a la bruja». Pero una mejor traducción de la palabra hebrea kaskagh, que aparece citada doce veces en el Antiguo Testamento con diversos significados, sería la de «envenenadora»
De una mayor significación en la evolución de la brujería como culto independiente en conflicto con el cristianismo, fue la insistencia de los judíos en un monoteísmo riguroso, la baja estima en que tenían a las mujeres, y el código moral, que era la esencia de su religión. En el concepto de Yavé (una mala traducción de Jehová) del judaísmo final no había lugar para una diosa madre; tuvo que buscar otro hogar, y acabó siendo la diosa del culto. La Iglesia Cristiana la suplantó parcialmente con la Virgen María, la cual, en el cristianismo mediterráneo, gozó de una veneración al menos igual a la que se le concedió a Jesús.
El pecado era la idea central de la teología judaica. Prácticamente todo lo que era placer en la vida se consideró pecaminoso. Detrás de todo pecado estaban el sexo y el saber, que en la leyenda judía comenzaba en el Jardín del Edén, cuando Eva, influida por la serpiente, obligó a Adán a salir del estado de inocencia y de felicidad. Esta leyenda de la caída de un primitivo Paraíso aparece en el folklore religioso de Egipto, la India, Babilonia, Persia, Grecia y Méjico. Pero sólo los judíos lo identificaron con el pecado original y lo atribuyeron a una mujer.
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