Visión de unidad, cuando no se concebía posible tan exacerbada separación 5/5 (2)

A pesar de que normalmente pensemos las cosas del mundo exterior como reales, de hecho, no conseguimos estar en contacto con su reali­dad. Me atrevería a decir que en efecto no lo estamos. Nos resulta suma­mente excepcional fijar nuestra atención en las cosas tanto como para perdernos en ellas; en otras palabras, convertirnos en las cosas que esta­mos mirando. Ver directamente a través de ellas el mundo de Dios o el universo en su infinitud es aún más excepcional. Estamos acostumbrados a contemplar las cosas desde el punto de vista del yo. Podría decirse que las miramos desde el reducto del yo o que nos sentamos como especta­ dores en la caverna del yo. Se recordará que Platón comparaba nuestra relación ordinaria con las cosas con el estar atrapado dentro de una caver­na observando en sus paredes el ir y venir de sombras a las que se llama realidad.

Considerar las cosas desde el punto de vista del yo es verlas siempre como meros objetos. Esto quiere decir asumir una posición frente a las cosas desde la cual el yo y las cosas permanecen separados uno de otro. Este punto de vista de separación sujeto-objeto, u oposición entre interior y exterior, es lo que llamamos el campo de la conciencia. Y en este cam­po normalmente relacionamos las cosas por medio de conceptos y repre­sentaciones. En el campo de la conciencia no es posible estar en contacto con las cosas tal como son, esto es, reconocerlas en su propio modo de ser y en su propio terruño. En el campo de la conciencia, el yo siempre ocupa la escena central.

También pensamos en nosotros, en nuestros pensamientos íntimos, sentimientos y deseos como reales. Sin embargo, también aquí se ha de poner en duda si estamos en contacto de verdad con nosotros mismos, si nuestros sentimientos, deseos , etc. , se nos presentan como son realmente en sentido estricto y si deberían presentarse en su terruño y modo de ser propios. Estamos separados de nosotros mismos , precisamente porque siempre nos enfrentamos a las cosas desde un lugar separado de ellas y por la distancia que de esta manera obtenemos. O, dicho en términos positi­vos, sólo podemos estar en contacto con nosotros mismos mediante un modo de ser que nos ponga en contacto con las cosas desde ellas mismas.

Por supuesto, estamos acostumbrados a colocarnos frente a lo que está fuera y examinarlo desde dentro, y de este modo, a pensarnos como si es­ tuviéramos en nuestro terruño y en contacto con nosotros mismos. Esto es lo que se llama autoconciencia. A pesar de que el yo, de hecho, es ego­ céntrico en su relación con el exterior, es un yo separado de las cosas y encerrado en su propio interior. Es un yo que continuamente se enfren­ta a sí mismo de esta forma, siempre se coloca contra sí mismo, es decir, como una cosa llamada yo y separada del resto de las cosas. Éste es el yo de la conciencia en el que una representación suya, en la forma de una cosa u otra, está interviniendo siempre impidiéndole estar en su terruño real y verdaderamente. En la conciencia el yo no está en contacto consigo mismo real y verdaderamente, y puede decirse lo mismo en el caso de la conciencia interior de los sentimientos, deseos, y cosas parecidas.

Efectivamente las cosas, el yo, los sentimientos, etc., son reales. Sin embargo, en el campo de la conciencia donde normalmente son toma­ dos por reales, no están presentes en su verdadera realidad, sino tan sólo en forma de representaciones. Mientras el campo de separación entre in­terior y exterior no sea derrumbado y mientras no tenga lugar una con­ versión de este punto de vista, la ausencia de unidad y la contradicción que comentábamos antes no puede salvarse y prevalecerá entre las cosas que tomamos por reales.

La idea de la vida como un vínculo vivo había sido central en la vi­sión del mundo precientífica, precartesiana. La vida entonces estaba viva no sólo en el sentido de las vidas individuales sino, al mismo tiempo y de una forma muy real, como algo que unía a padres e hijos, hermanos y hermanas, y de ahí a todos los hombres. Era como, si cada hombre indi­vidual naciera de la misma vida, como las hojas individuales de un árbol que brotan, crecen y caen una por una, y todavía comparten por igual la vida del árbol.

En otros términos, se pen­saba que la conexión vital que unía a los seres individuales unos con otros aparecía como un campo de simpatía anímica entre individuos. Desde lue­go esta visión queda totalmente destituida por la moderna visión mecani­cista de la naturaleza. Sin embargo, ¿es motivo suficiente para descartarla simplemente como anticuada?

LIBRO: La religión y la nada…Nishitani Keiji

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