A pesar de que normalmente pensemos las cosas del mundo exterior como reales, de hecho, no conseguimos estar en contacto con su realidad. Me atrevería a decir que en efecto no lo estamos. Nos resulta sumamente excepcional fijar nuestra atención en las cosas tanto como para perdernos en ellas; en otras palabras, convertirnos en las cosas que estamos mirando. Ver directamente a través de ellas el mundo de Dios o el universo en su infinitud es aún más excepcional. Estamos acostumbrados a contemplar las cosas desde el punto de vista del yo. Podría decirse que las miramos desde el reducto del yo o que nos sentamos como especta dores en la caverna del yo. Se recordará que Platón comparaba nuestra relación ordinaria con las cosas con el estar atrapado dentro de una caverna observando en sus paredes el ir y venir de sombras a las que se llama realidad.
Considerar las cosas desde el punto de vista del yo es verlas siempre como meros objetos. Esto quiere decir asumir una posición frente a las cosas desde la cual el yo y las cosas permanecen separados uno de otro. Este punto de vista de separación sujeto-objeto, u oposición entre interior y exterior, es lo que llamamos el campo de la conciencia. Y en este campo normalmente relacionamos las cosas por medio de conceptos y representaciones. En el campo de la conciencia no es posible estar en contacto con las cosas tal como son, esto es, reconocerlas en su propio modo de ser y en su propio terruño. En el campo de la conciencia, el yo siempre ocupa la escena central.
También pensamos en nosotros, en nuestros pensamientos íntimos, sentimientos y deseos como reales. Sin embargo, también aquí se ha de poner en duda si estamos en contacto de verdad con nosotros mismos, si nuestros sentimientos, deseos , etc. , se nos presentan como son realmente en sentido estricto y si deberían presentarse en su terruño y modo de ser propios. Estamos separados de nosotros mismos , precisamente porque siempre nos enfrentamos a las cosas desde un lugar separado de ellas y por la distancia que de esta manera obtenemos. O, dicho en términos positivos, sólo podemos estar en contacto con nosotros mismos mediante un modo de ser que nos ponga en contacto con las cosas desde ellas mismas.
Por supuesto, estamos acostumbrados a colocarnos frente a lo que está fuera y examinarlo desde dentro, y de este modo, a pensarnos como si es tuviéramos en nuestro terruño y en contacto con nosotros mismos. Esto es lo que se llama autoconciencia. A pesar de que el yo, de hecho, es ego céntrico en su relación con el exterior, es un yo separado de las cosas y encerrado en su propio interior. Es un yo que continuamente se enfrenta a sí mismo de esta forma, siempre se coloca contra sí mismo, es decir, como una cosa llamada yo y separada del resto de las cosas. Éste es el yo de la conciencia en el que una representación suya, en la forma de una cosa u otra, está interviniendo siempre impidiéndole estar en su terruño real y verdaderamente. En la conciencia el yo no está en contacto consigo mismo real y verdaderamente, y puede decirse lo mismo en el caso de la conciencia interior de los sentimientos, deseos, y cosas parecidas.
Efectivamente las cosas, el yo, los sentimientos, etc., son reales. Sin embargo, en el campo de la conciencia donde normalmente son toma dos por reales, no están presentes en su verdadera realidad, sino tan sólo en forma de representaciones. Mientras el campo de separación entre interior y exterior no sea derrumbado y mientras no tenga lugar una con versión de este punto de vista, la ausencia de unidad y la contradicción que comentábamos antes no puede salvarse y prevalecerá entre las cosas que tomamos por reales.
La idea de la vida como un vínculo vivo había sido central en la visión del mundo precientífica, precartesiana. La vida entonces estaba viva no sólo en el sentido de las vidas individuales sino, al mismo tiempo y de una forma muy real, como algo que unía a padres e hijos, hermanos y hermanas, y de ahí a todos los hombres. Era como, si cada hombre individual naciera de la misma vida, como las hojas individuales de un árbol que brotan, crecen y caen una por una, y todavía comparten por igual la vida del árbol.
En otros términos, se pensaba que la conexión vital que unía a los seres individuales unos con otros aparecía como un campo de simpatía anímica entre individuos. Desde luego esta visión queda totalmente destituida por la moderna visión mecanicista de la naturaleza. Sin embargo, ¿es motivo suficiente para descartarla simplemente como anticuada?
LIBRO: La religión y la nada…Nishitani Keiji