ANSIEDAD sostenida ante los demás 5/5 (2)

Cuando estamos frente a otro ser humano, nuestra atención se concentra en dos aspectos: lo que yo hago y lo que el otro hace. Evaluación y autoevaluación, mirar y mirarse, observar y autoobservarse, dos procesos inseparables que definen toda relación social.

Un paciente tímido, con problemas de autoestima, me decía que nunca coincidían ambas evaluaciones: “Hay días en que me siento bien conmigo mismo, me siento más grande, más importante, mi ego se infla … Pero casi siempre ocurre algo negativo en mi entorno social y me tira al suelo: una crítica, un comentario mordaz sobre mi figura o mi manera de ser, alguien que no me saluda, en fin, siempre pasa alguna cosa … Y en otras ocasiones, me levanto con un yo lastimoso, me siento como una cucaracha, me da vergüenza lo que soy … Y ese día, justo ese día, llegan los refuerzos, los halagos, los buenos comentarios. La verdad es que estoy harto,

¿cómo hago para que el mundo coincida conmigo?“.

De estas dos operaciones mentales surge el modo en que nos relacionamos con la gente. Si nos sentimos seguros con nosotros mismos (evaluación del “yo”), y percibimos a las personas significativas que nos rodean como amigables y no amenazadoras (evaluación de los “otros”), nos sentiremos cómodos, espontáneos, tranquilos frente a los demás: el miedo a la evaluación negativa será mínimo o nulo.

Pero si salimos mal parados en cualquiera de las dos evaluaciones, el equilibrio se altera, el temor se convierte en un problema y es probable que la fobia social o el trastorno de ansiedad social haga su aparición. Nos sentimos rechazados, tensos e incapaces de actuar con libertad.

La prevalencia a la fobia social (es decir, la frecuencia con que la enfermedad aparece en un grupo o región determinada), fluctúa entre el 3 y el 13 por ciento. Es decir, en una población de dos millones de habitantes, ¡habrá alrededor de 200.000 personas con problemas de ansiedad social! Una verdadera urbe de individuos angustiados, incapaces de resolver su dilema fundamental:

quiero y necesito a la gente, pero me asusta lo que ellos puedan pensar de mí. Si me alejo, me deprimo, y si me acerco, el miedo me inmoviliza.

Cabe recordar que los ansiosos sociales son expertos camaleones, genios del disfraz y de las máscaras. Una paciente experta en pasar desapercibida, me decía: “¿Cómo se le ocurre proponerme eso de la asertividad? ¡Parecería que no ha entendido mi caso! ¡Si me muestro como soy, me van a ver como soy! ¡Dios mío, qué vergüenza! No me complique la vida aún más … Vea, yo quiero ser menos ansiosa con la gente, pero sin darme a conocer, estando oculta, ¿me entiende? Tanta honestidad y espontaneidad me pone los pelos de punta …

No, no, definitivamente nada de asertividad ¿No hay alguna forma de hipocresía saludable o deshonestidad positiva que me pueda servir?”.

El rostro ajeno nos define y nos reglamenta en algún sentido. La mirada del otro es el origen de la evaluación interpersonal y, probablemente, como decía el psicoanalista Ericsson, el inicio de una emoción tanto o más perturbadora que la culpa, una emoción más demoledora y antigua, difícil de erradicar, casi arquetípica: la vergüenza.

Para muchos autores, el miedo a la evaluación negativa o a proyectar una mala imagen social está íntimamente ligada a la vergüenza, tanto, que algunos la consideran una “emoción social”, pariente cercana a la culpa.

En los siguientes apartados veremos cómo la ansiedad social puede interferir en el comportamiento asertivo y bloquearlo. Aunque el miedo interpersonal puede manifestarse de muchas maneras, señalaré los factores más relevantes:

  • La vergüenza de sí mismo.
  • El miedo a dar una mala impresión y la necesidad de aprobación.
  • El miedo a sentirse ansioso y a comportarse de manera inapropiada.
  • El miedo a las figuras de autoridad.

 La vergüenza de sí mismo.

Todos en algún momento de nuestra vida hemos experimentado vergüenza. ¿Quién no ha cometido alguna vez errores o equivocaciones en público, generando hilaridad y miradas burlonas? ¿Quién no ha sentido esa mezcla de pesar y alivio (“pena ajena”) por no estar (¡gracias a Dios!) en los zapatos de quien ha hecho el ridículo o ha cometido la mayor de las torpezas?

La famosa expresión, “Trágame tierra”, posee el encanto de la sabiduría popular. Es un hecho fácil de comprobar que la vergüenza produce, al igual que la ansiedad, un fuerte impulso a retirarse de la situación. Pero mientras que en la ansiedad la huida tiene un carácter anticipatorio y preventivo, en el acto vergonzante la retirada se presenta ante un hecho real que ya ha ocurrido: ya “metimos la pata”, ya no se puede sacar y lo único que queda es escapar o, mejor, desaparecer mágicamente a lo Harry Potter. La sensación que produce vergüenza es poco menos que insoportable. La vida debería darnos al menos una segunda oportunidad y tener una función de deshacer, como la herramienta del programa Word, para regresar al pasado inmediato y subsanar la equivocación ola torpeza.

Vergüenza pública (externa) vs. vergüenza privada (interna)

La vergüenza pública (ante los demás) es considerada por algunos autores como menos dañina que la vergüenza privada (ante uno mismo), porque podemos desactivarla escapando de la situación, mientras que la privada, al llevarla encima todo el tiempo, termina por convertirse en un malestar crónico. No obstante, si la situación que genera la vergüenza externa (pública) es fuerte y sostenida, la experiencia puede ser tanto o más nociva que la vergüenza interna (privada).

Pedro era un joven de veintidós años que no había sido capaz de aceptar su homosexualidad. Formaba parte activa de una comunidad religiosa ortodoxa, a quienes, por razones obvias, había ocultado su tendencia sexual. La sensación que permanentemente lo acompañaba era la de estar “manchado”, y aunque después de confesar su problema a un asesor espiritual sintió que la culpa había mermado, el sentimiento de vergüenza seguía igual. La idea de no sentirse digno de Dios y no poder “salvarse” lo obsesionaba. En cierta ocasión, asistió a un retiro espiritual de fin de semana, en el que cada feligrés era sometido a un escrutinio público para ver si podían pasar a un estadio superior de purificación. La sorpresa fue mayúscula cuando su gran secreto, el motivo de su deshonra, se hizo oficial. Según el director del grupo, Pedro había mostrado una “debilidad carnal pecaminosa”, y por tal razón, quedaba relegado, expulsado del grupo, hasta nueva orden. A partir de ese día, Pedro confirmó su sospecha: no era digno de entrar al cielo ni de pertenecer a la cofradía de los que ya estaban con un pie en el paraíso, ya que padecía de un defecto esencial innato. La última vez que supe de él, todavía intentaba ser aceptado en la congregación.

En otro caso, un médico de unos sesenta años no podía olvidar que había hecho trampas en los exámenes durante su carrera. Casi cuarenta años después, aún lo atormentaba la idea de haber sido deshonesto. Pese a ser ahora un buen hombre y un excelente médico, sensible y eficiente, la experiencia fraudulenta lo había marcado tan profundamente que nada parecía redimirlo. Más que culpa, sentía vergüenza de haberse traicionado a sí mismo, de ser un fraude. Se había convertido en su propio juez, un juez implacable que le recordaba constantemente que no había estado a la altura de los ideales que tanto pregonaba.

Esconderse o atacar

Como ya dije, la preocupación principal de la gente que se avergüenza de sí misma es mantenerse oculta del resto del mundo. Su creencia es: “Si alguien me conociera de verdad, con seguridad, se sentiría defraudado de mi persona: mi mundo interior es horrible”.

La estrategia preferida para sobrellevar la carga de un ego herido de muerte es la evitación, agazaparse en el anonimato y ocultar la vida interior. Por lo general, no brindan información sobre sí mismos y tampoco preguntan demasiado para no dar pie a que se metan en su territorio. A esta manera enfermiza de “sobrevivir” se la conoce en psicología como: Desorden de la personalidad por evitación.

Sin embargo, cuando estas personas se ven entre la espada y la pared y no tienen más remedio que sacar a flote el motivo de su vergüenza, la conducta de evitación es reemplazada por la agresividad defensiva. Las personas tímidas suelen dar la impresión de ser antipáticas, pero en realidad se están protegiendo.

 

El miedo a dar una mala impresión y la necesidad de aprobación social.

No sé si habrá existido en la historia de la humanidad una persona que haya logrado escapar a la opinión de los demás de manera tajante y definitiva. Quizá los locos, los esquizoides, y uno que otro místico en los instantes de desconexión y trascendencia. Es muy difícil desprenderse radicalmente de la opinión de los demás sin disociarse y caer en la enfermedad psicológica. Y no podemos, porque el fenómeno humano se forja precisamente en la relación con los otros: los demás son el caldo de cultivo donde se cristaliza nuestra propia identidad. No podemos renunciar al prójimo.

El filósofo Maclntyre, lo expresa así:

… hacen falta tanto las virtudes que permiten al ser humano operar como un razonador práctico independiente y responsable, como esas otras virtudes que permiten reconocer la naturaleza y grado de dependencia en que se está respecto a los demás.

Dicho de otra forma: la necesidad obsesiva de aprobación (“No puedo vivir sin alabanza”, “Las lisonjas son la motivación de mi existencia”, “Si alguien llegara a rechazarme, me deprimiría”), nada tiene que ver con el reconocimiento inteligente de que ciertas evaluaciones merecen ser atendidas, ya sea porque están bien intencionadas, fundamentadas o sencillamente, porque quien las dice es una persona respetable y/o querible.

A pesar de todo, muchos individuos no son capaces de soportar la evaluación social negativa, pues para ellos la opinión desfavorable puede llegar a ser desvastadora.

Según algunos expertos, estas personas poseen una conciencia pública de sí mismos demasiado exacerbada y, por tal razón, se sienten especialmente observados por los otros. No son paranoicos, porque no creen que los demás van a explotarlos, más bien temen dar una mala impresión, o lo que es lo mismo, dudan sobre la propia capacidad de poder crear una buena imagen.

La trampa de la prevención

La mayoría de nosotros, cuando nos sentimos en la mira de alguien mal intencionado, desarrollamos una serie de mecanismos para defendernos: el periscopio de la mente se despliega en su máxima potencia y, entonces, por prevención, “evaluamos al evaluador” y “observamos al observador”. Esta tendencia es universal, aunque puede salirse de control.

Por ejemplo, todos los humanos heredamos un módulo de procesamiento de la información especializado para detectar expresiones de ira o antipatía en los demás (la naturaleza nos cuida de los violentos); sin embargo, en las personas que sufren de fobia social este mecanismo de localización de enojo se hace exageradamente sensible e incapacitante: se sale de control.

De manera similar, el miedo a dar una mala impresión nos vuelve hipersensibles a la desaprobación y nos lleva a generar todo tipo de anticipaciones catastróficas relacionadas con el temible rechazo social: una mueca inesperada, cierta inflexión de voz, una risa “sospechosa” o alguna palabra inusual provocan la hecatombe.

Las personas que exageran esta manera de procesar la información desarrollan un estilo prevenido y desconfiado que, tarde o temprano, los introduce en una curiosa trampa: al estar excesivamente atentos a los rechazos, descubren “más rechazos” de lo normal: “El que busca, encuentra”. Y como no podemos gustarle a todo el mundo, es apenas natural que la indagatoria se vea confirmada. Recordemos que algunos de los más grandes personajes de la humanidad, como Jesús, Gandhi, Martín LutherKing y Mandela fueron y aún hoy son rechazados por la mitad de la población mundial. La proposición es clara: hagamos lo que hagamos, siempre habrá personas que nos detesten, es inevitable.

Un paciente que vivía con las antenas puestas, se había dedicado a contabilizar, literalmente, el número de “desaires” y “malas caras” que la gente le hacía para demostrarme que él no estaba equivocado. Un día llegó con la prueba reina: “Mire, doctor, aquí traigo el registro de los dos últimos dos fines de semana: veintidós rechazos manifiestos, más de sesenta miradas detestables, tres comentarios sobre mi apariencia … ¿ Vio, que yo estaba en lo cierto? … “. La trampa en la que había caído y de la que no se había dado cuenta, era que con su prevención extrema, él mismo generaba una actitud negativa en las personas que lo rodeaban. Cuando tomó conciencia del hecho y cambió su comportamiento de lucha /huída por uno de aproximación /amabilidad, la frecuencia de los supuestos rechazos bajó significativamente.

 

El miedo a sentirse ansioso y a comportarse de manera inapropiada.

A diferencia de lo que ocurría con la vergüenza de sí mismo, aquí la persona no repudia su esencia, sino su forma de comportarse, sus escasas habilidades sociales o su pobre desempeño a causa del nerviosismo: “La ansiedad no me deja, cuando quiero ser asertivo, me tiembla la voz, no miro a los ojos, mi cuerpo no responde”. La ansiedad se clava en el cuerpo, se somatiza, se metamorfosea en cada músculo, se enquista y, como si fuera poco, se nota. La voluntad y las ganas no son suficientes para ser asertivo, también se requiere de una alianza estratégica con la tensión y el estrés.

Un señor muy nerviosos, con problemas de tartamudeo, me confesaba: “Ya lo he intentado en muchas ocasiones, pero el resultado es el mismo: cada vez que voy a decirle al idiota de mi vecino que baje la música, me pego en el mú de música … mú mú … ¡Dios, parezco una vaca!. .. Intento hablar y ahí mismo me freno … Si estoy tranquilo, como ahora, las palabras me fluyen, hasta podría dar un discurso sobre los derechos ciudadanos y el problema de los decibeles en el impacto ambiental. .. Pero cuando estoy cara a cara con mi opositor de turno, sólo me sale un murmullo indescifrable y poco respetable … Nunca pensé que la dignidad tuviera algo que ver con la fluidez verbal. .. “.

La trampa de la ansiedad

El miedo a sentirse ansioso genera una trampa circular similar a la de la prevención antes señalada. Una espiral nerviosa ascendente, en la que la ansiedad se perpetúa a sí misma.

Provocador

Un evento provocador cualquiera (por ejemplo, la bronca injustificada del jefe en el trabajo) crea una respuesta automática de ansiedad, la cual bloquea o interfiere el comportamiento (por ejemplo, el subalterno, en vez de pedir explicaciones o defenderse, se pone rojo, se le seca la garganta y se queda “clavado” en el suelo). Entonces el sujeto se autoobserva, toma conciencia de su bloqueo y se autoevalúa negativamente. De esta autoevaluación surgen dos pensamientos catastróficos: “Estoy haciendo el ridículo” y “No voy a ser capaz de controlar la ansiedad y disminuirla”, los que a su vez incrementarán aún más la ansiedad y. Su funcionamiento se parece al de las arenas movedizas: cuanto más quiere uno salir, más se hunde.

Con el tiempo esta trampa termina por crear una fobia a la ansiedad, en la que el miedo genera más miedo. Una señora temerosa de ser asertiva me decía: “No hay nada más preocupante que la preocupación”

 

El miedo a las figuras de autoridad.

Muchas personas relacionadas con modelos de autoridad pueden quedar atrapadas en un conflicto atracción /repulsión: necesito la fortaleza y la seguridad que me brinda la autoridad para sobrevivir, pero temo que me quite autonomía.

Los que ostentan la autoridad pueden ser democráticos y participativos en el manejo de la misma o déspotas y dominantes a la hora de aplicarla. Como sea, estar cerca de quien ostenta el poder genera una ambivalencia entre las ventajas y las desventajas que esta persona ofrece.

Los padres con personalidad autoritaria inculcan valores rígidos, miedo a desobedecer, sentimientos de hostilidad generalizados y la tendencia a crear estereotipos y prejuicios sociales. De manera similar, los padres que hacen uso de la fuerza y exigen obediencia ciega a sus hijos, inducen un estilo orientado a la culpa y el autocastigo. En general, los métodos disciplinarios orientados al castigo y a la retirada de afecto provocan patrones de escasa regulación afectiva, miedo y depresión. Un número considerable de adultos depresivos recuerdan a sus padres como intrusivos, rechazadores y controladores. Los datos no mienten.

No es nada fácil ser asertivo con una persona que ejerza dominio psicológico en el grupo de referencia, más aún si hay una vinculación afectiva. La historia personal crea una serie de condicionamientos que no son fáciles de eliminar. Como el caso del león que desde cachorro había sido criado por un pequeño perro que lo maltrataba y lo asustaba todo el tiempo, y cuando el león creció y se hizo grande, fuerte e imponente, todavía, al ver al insignificante can u oír su ladrido, salía corriendo muerto del miedo. El pasado no perdona, si nos quedamos anclados en él. Los temores que creamos en la temprana infancia pueden arrastrarse toda la vida como un lastre insoportable.

 

El miedo a las figuras de autoridad nace de la creencia de que hay personas superiores, que poseen más derechos y que saben lo que es conveniente para uno. Esta idea es muy peligrosa, porque nos lleva de manera automática a rendir pleitesía y a obedecer por obedecer.

El culto a la autoridad, cualquiera sea su origen, nos hace confundir la idolatría con el respeto.

Hay una diferencia fundamental entre ser ídolo y ser un líder positivo. Al ídolo se lo venera o se lo envidia: la mente se obnubila y se doblega ante la fascinación. Al líder verdadero se lo respeta: la mente se expande, crece en admiración no reverencial. El líder inteligente deja ser, es discreto, ayuda sin ser visto, nos pone en el camino del pensamiento y nos induce a ser libres.

Walter Riso. Extractos del libro “Cuestión de dignidad”

 

 

 

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