No importa si tengo o no tengo una fe religiosa que guía mi comportamiento como ser humano, no importa si profeso o no una filosofía que trata de interpretar mi existencia, no importa si me adhiero a una concepción política determinada o soy un agnóstico en este campo. Lo verdaderamente importante es que siendo joven lucho contra la vida, pensando que puedo vencerla, o que siendo viejo lucho contra la muerte, convencido que seré derrotado por ella, y que mientras tanto tengo tierra bajo mis uñas y dentro del corazón, por la imperiosa necesidad de trabajar para sobrevivir.
Todo lo demás son ilusiones que creamos para llenar el sinsentido de nuestra existencia. Y este sinsentido es el que crea la angustia de existir. Existencia breve, por cierto.
Nos llenamos de basura la cabeza con diversas concepciones acerca de lo que es la vida y la forma en que debe ser interpretada, porque no es más que eso: basura, cualquier interpretación llena de soberbia, cuando en realidad somos menos que polvo si nos comparamos ante la inmensidad del universo que nos rodea, aunque vivamos cautivos dentro este minúsculo planeta que llamamos tierra.
Se estima que hay hasta dos billones de galaxias en el universo que se puede observar. Si en promedio cada una de esas galaxias tiene 40 mil millones de estrellas, como la Galaxia del Triángulo, eso significa que puede haber aproximadamente 80 billones de millones de estrellas, con quizás una infinita variedad de planetas. ¿Y cuál es el propósito de todo esto? ¿Cómo podríamos responder a esa pregunta?
Los futuristas y los autores de ciencia ficción pueden responder: «El universo se convertirá en lo que hagamos de él». Sin embargo, somos mortales, finitos, frágiles, sujetos a las leyes de la física, incluyendo las leyes que gobiernan la propulsión en el espacio y viviendo en un universo de tamaño inimaginable. Incluso si pudiéramos viajar a 1.000 veces la velocidad de la luz, nos llevaría 1,6 días llegar a Rigel Kentaurus (Alpha Centauri), el sistema estelar más cercano. A la misma velocidad, se necesitarían por lo menos 100 años para cruzar nuestra Galaxia de la Vía Láctea, unos 2.500 años para llegar a la «cercana» Galaxia de Andrómeda, casi 47 millones de años para alcanzar el borde del universo observable.
Una reflexión como la anterior nos ubica de inmediato en nuestra insignificancia y convierte en ridículas todas las concepciones religiosas, filosóficas y políticas. Pero seguimos creando nuevas concepciones e interpretaciones sobre nuestra existencia, cada una más absurda que la otra, o al menos más fantasiosa, que no hacen más que sumarse a los causales de nuestra confusión existencial.
Y un ejemplo de ello podría ser el esfuerzo de desmitificar el concepto de libertad. Es tal el uso fraudulento de este término, tan acusado su empleo para justificar las más penosas acciones, tan bárbaro llamar «Operación Libertad» a la conquista de otros pueblos y tan frecuente que designe la mentira, la conquista y el desprecio de quien no está de acuerdo con quien la pronuncia, que desespera encontrar algún entorno en el que la palabra siquiera significara algo digno de respeto.
Resulta que la genealogía del término nos muestra cómo su uso está ligado a una nueva consideración de los seres humanos, ya no como criaturas, es decir, seres creados por un Dios, sino como individuos singulares cuya vida, al menos hasta cierto punto, depende de sí mismos. En este sentido es un término que sanciona la creación del individuo moderno, independiente y autónomo, por más que esa autonomía tenga un sesgo de clase, pues está reservada a la burguesía; tenga un sesgo de género, pues excluye a las mujeres; y tenga un sesgo de raza, ya que no reconoce esa posibilidad a los individuos con otros rasgos y otro color de piel.
Y ante semejante realidad, continuamos creando y creyendo en esas creaciones que tratan de subsanar nuestra infinita ignorancia. Y lo que es peor: el primitivismo salvaje del comportamiento humano disfrazado de civilización.
Cuando, al final de todo, comprendemos nuestra insignificancia y lo inútil de dedicarse a interpretar hechos y comportamientos, sentidos y propósitos, lo único que queda se reduce a dos opciones: la primera, permanecer en la ignorancia que se nutre de las interpretaciones religiosas, filosóficas o políticas, a fin de aceptar las circunstancias que rodean la existencia; la segunda, rechazar ad portas toda interpretación humana, aceptar la propia insignificancia en el universo, la propia ignorancia y la imposibilidad de entender el fenómeno de la vida misma en este planeta, y caer en lo que se llama la angustia existencial. Pero pocos, o casi ninguno, aceptan esta última opción, el ser humano necesita de las fantasías para no sucumbir.
Por ello, cuando observamos a través de los medios de comunicación la dialéctica que entablan diversas personas o grupos, acerca de cualquier tópico, dándole una importancia trascendente a ello, nos sumimos en la tristeza de comprender cuán absurdos somos, y con cuántas pequeñeces enredamos nuestras vidas.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría