ESTOY CANSADO de mi mismo 4.88/5 (8)

Descubro a menudo entre mis colegas personas cansadas de sí mismas. Estos compañeros estuvieron en el pasado entusiasmados con su vocación espiritual, la pastoral, la teología, el trabajo con la gente. Pero ahora están cansa­dos. Algunos lo están porque han trabajado demasiado. Han seguido una terapia, han asistido a seminarios de au­toexperiencia o de meditación. Pero tienen la impresión de que no hacen progresos. Escuchan conferencias. Pero no hay conferencias que les entusiasmen, que los lleven por nuevos derroteros. Asisten somnolientos a las charlas o a los seminarios. No esperan ya nada de la vida. Sien­to a veces verdadero dolor cuando tengo que enfrentarme a estas personas. Yo mismo salgo cansado de estos en­cuentros. Si no ando con cuidado, el hecho de estar fren­te a su cansada resignación me arrebata toda la fuerza y la vitalidad. Intento, pues, mantenerme en contacto con mi fuente interior para no verme contagiado con el can­sancio del otro.

De otras personas intuyo que hubo un tiempo en que estuvieron henchidas de vitalidad. En su juventud se sin­tieron entusiasmadas por múltiples cosas y asumieron muchos compromisos. Pero ahora les domina el senti­miento de que todo aquello ya ha pasado. Fue bueno. Pe­ro también se sienten un tanto seducidos y explotados. Se han dejado utilizar. Esto les ha dado su valor. Pero a ve­ces dejarse utilizar es dejarse explotar. Sienten que les explotan otras personas para conseguir sus propios fines. Y por eso no tienen hoy energía suficiente para entusias­marse por algo nuevo. Se han vuelto escépticos respecto de las grandes ideas; lo único que barruntan por doquier es que se cobra por ellas. Contemplan con escepticismo todos los nuevos caminos psicológicos o espirituales.

Han probado ya demasiados nuevos comienzos. Y de na­da les han servido. Están cansados del trabajo consigo mismos. Simplemente, se limitan a seguir viviendo.

Hay quienes contemplan con gratitud su pasado. Pe­ro también viven del pasado. No sienten ya ningún im­pulso por cosas o ideas nuevas. Piensan que eso es tarea de los jóvenes. Puede descubrirse a menudo esta actitud en los conventos. Fueron ellos quienes acuñaron la vida conventual durante años. Ahora deben ser otros los que se pongan al frente. No siempre se trata de la actitud de de­jar paso a los otros. Ni tampoco esta actitud está siempre dictada por la libertad y la alegría interna ante la actividad de los jóvenes, sino por la amargura y el cansancio. Se han comprometido durante largo tiempo. Y ahora se sienten cansados. Un cansancio que todo lo cuestiona. Pone toda mi vida bajo un interrogante. ¿He llevado una vida correc­ta? ¿Ha merecido la pena vivir esta vida, renunciar a tan­tas cosas, comprometerse con los objetivos de otros y con los propios? ¿Qué ha quedado de todo ello? ¿Sigue en pie el fruto de mi vida o se marchita rápidamente?

A veces, el cansancio que se desploma sobre alguien es a la vez el inicio de una transformación interior.

Así ha descrito Hermann Hesse el cansancio de Buda. Tras haber vivido una vida colmada de todas las delicias, llega al río por el que veinte años atrás le había llevado un barquero.

«Se detuvo ante la corriente, permaneció temblo­roso en la orilla. El cansancio y el hambre le ha­bían debilitado y ¿por qué seguir caminando, ha­cia dónde, con qué objetivo? No, ya no había ob­jetivos, ya solo había aquel profundo y doloroso anhelo de alejar de sí todo este yermo sueño, es­cupir este vino insípido, poner fin a esta vida mi­serable e ignominiosa» (Hesse, p. 72).

Cansado de la vida, desengañado de sí mismo, lo que más le apetecía a Buda en aquel momento era arrojarse al río y morir.«Entonces se levantó desde el lejano recinto de su alma, desde los tiempos pasados en su cansada vi­da, un sonido estremecedor. Era una palabra, una sílaba, que pronunció desde sí mismo sin pensa­mientos, con lengua balbuciente, la antigua pala­bra inicial y palabra final de todas las oraciones brahmánicas, el sagrado Om, que significa tanto co­mo “lo perfecto” o “la plenitud”. Y al instante, ape­nas el sonido Om llegó a los oídos de Siddharta [=Buda], despertó súbitamente su adormecido es­píritu y reconoció la estupidez de sus acciones» iibid., p. 73).

El cansancio fue, pues, para Buda, el instante de su iluminación. Era un cansancio que le abría a Dios y a los hombres. En ese momento no se alzaba interiormente por encima de los mortales como había hecho en épocas an­teriores, durante su vida monástica, sino que se sentía uno con todos, también con los «hijos de los hombres» a los que antes había despreciado.

«Se sintió como uno de ellos. Aunque se hallaba cerca de la perfección y de su mortificación últi­ma, consideraba a estos hijos de los hombres co­mo hermanos suyos; sus vanidades, deseos y li­gerezas perdieron para él su aspecto risible, se hicieron comprensibles, fueron dignos de amor, fueron incluso dignos de veneración»

El cansancio abrió a Buda para Dios y para los hom­bres, y le dio un hondo sentimiento de la unidad de todo cuanto existe.

Se da el cansancio conmigo mismo y con mi propia vida. Pero hay también momentos en los que simple­mente estoy cansado. Un hermano en religión me confe­saba que después de la comida del mediodía tenía una fase de cansancio. Simplemente se quedaba dormido en cualquier lugar. Podrían describirse aquí los progresos del cansancio. Estaba hundido en él, daba vueltas encor­vado. El café le reanimaba. Entonces caminaba erguido y acometía con alegría su trabajo.

En todos nosotros apare­cen estas fases en las que nos sentimos cansados. En al­gunos aparece este cansancio en unas horas determinadas del día. En otros son días enteros, en los que no sienten ningún impulso interior. Lo importante es que se advier­tan bien estas fases y no se las pase por alto. Cuanto más las ignoro, tanto mayor es el peligro de que el cansancio se trueque en actitud permanente.

El hecho mismo de combatir este cansancio, de no mostrarle de cara al exte­rior y de negarnos a rendirnos, le hace cada vez más fuer­te dentro de nosotros mismos y comienza a determinar­nos con creciente firmeza.

Lo que siempre y en definitiva importa es cómo reac­cionamos a las sensaciones de cansancio. Puedo ignorar­las. Pero entonces acaban por convertirse en amargura in­terior y consiguen que ya viva solo con este sentimiento. Renuncio a mis ideales, me hago cínico, sarcástico, cuan­do los jóvenes siguen manifestando ideales. Nada edifi­cante brota de mí, tampoco sabiduría, sino más bien ne­gación y amargura.

El cansancio puede derivar en que externamente me mantenga vivo, pero internamente estoy muerto, tal co­mo C.G. Jung ha observado en numerosos ancianos. Han dejado escapar la transformación interior y se aferran al pasado, que magnifican. Pero están cansados. Ante sus ojos no sucede nada que haga fructificar a los hombres. En algunas comunidades, esta clase de personas desilu­sionadas y cínicas puede envenenar la atmósfera. Y eso hace aún más importante que aprendamos a comportarnos correctamente con el cansancio que hace acto de pre­sencia en toda vida.

Los hombres cansados han perdido su capacidad de apasionamiento. De ellos no surge nada. Hacen muchas cosas, pero sin pasión. El dirigente Enoch zu Guttenberg respondía a la pregunta de qué opinaba sobre el trabajo de su hijo como ministro de Defensa:

«Me dan lástima las personas que no tienen pasio­nes» (Psychologie heute, febrero de 2010, p. 31).

Nada avanza sin pasión. Quien no siente pasión por su trabajo no hace con mucha frecuencia otra cosa que dar vueltas en tomo a sí mismo y a su salud. Su vida no fluye.

Frente a un cansancio pronunciado, solo está pen­diente de sus propios sentimientos y se vuelve hipocon­dríaco, va de médico en médico, sin encontrar curación. Ha perdido su capacidad de entusiasmo. En vez de com­prometerse con pasión por algo, prefiere tener compasión de sí mismo.

Un fenómeno que siempre me estremece es el can­sancio de los jóvenes. Me encuentro una y otra vez con jóvenes cansados ya antes de haber comenzado a traba­jar. Se nota su cansancio sobre todo en los titubeos acer­ca de lo que deben hacer. Necesitan mucho tiempo para tomar una decisión. Inician una carrera. Pero no llena sus expectativas. Y entonces comienzan otra. Vacilan en todo lo que hacen, sobre todo allí donde deberían asentarse só­lidamente. En vez de afianzarse en alguna parte, se mues­tran irresolutos, sin comprometerse en nada.

Y si se les ha encomendado una tarea responsable en la que pueden desplegarse, por su propia iniciativa no surge nada. Se preocupan sobre todo por las cláusulas la­borales. Exigen derechos para poder trabajar en condiciones favorables. Pero no sucede nada. Carecen de pa­sión. Y les falta la capacidad agresiva por la que se afe­rran a algo y lo ponen en marcha. Derrochan grandes cantidades de energía en sí mismos. Y no tienen ninguna visión. No saben adónde quieren dirigir sus pasos, hacia dónde quieren encaminarse. Saben perfectamente lo que no funciona y bajo qué condiciones no quieren trabajar. Pero qué es lo que de verdad quieren, eso no lo saben.

En razón de su estructura, son tipos más depresivos que agresivos. Ya desde su juventud se vuelven hacia dentro en lugar de acreditarse fuera, en el mundo. Re­húyen las batallas, sin las que no existe ninguna vitali­dad. Están demasiado cansados para combatir. Podrían resultar heridos. Prefieren acomodarse a su cansancio y girar en tomo a su salud y su bienestar. Pero cuanto más giran, tanto más insatisfechos se sienten. Fue así como descubrí dos grupos de jóvenes: por un lado, los que se comprometen y despliegan todas sus energías y aspiran siempre a desempeñar sus tareas mejor que sus antece­sores. Y existe un segundo grupo, el de los jóvenes can­sados, de los que no brota nada, que están demasiado ocupados consigo mismos, que se fatigan en el proceso de su autodevenir, que están agotados en su desalentado sí mismo.

 

Libro: “Estoy cansado” de Anselm Grün

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