Madre de lo inconexo y fragmentario, hija del olvido y de la desmemoria, la locura es la solución al inmanente sinsentido de la vida. Está con nosotros desde las horas estancadas de la infancia, cuando nuestro tiempo aún no había aprendido a fluir, cuando las semanas nos parecían eternas y era imposible escapar de aquellos días dilatados en extremo. Nos ayudó entonces, no sólo para que fantaseáramos con la existencia de un amigo, sino para que la necia repetición de nuestros juegos pueriles nos resultara divertida. Contra la vivencia de la eternidad nos reveló el juego y contra el tedio infantil, la risa.
De aquella lenta, lentísima etapa no habríamos terminado de salir sin su auxilio, porque ningún cuerdo es capaz de cruzar la infancia, ese infierno que no sólo es exasperante por lo largo de las horas, sino porque ahí conocemos por primera vez la esencia de las reglas: la prohibición.
«¿Por qué no?», preguntan los niños (mostrando que todavía son racionales), ¿por qué no y por qué sí? Quieren ligar, relacionar todo con todo. Pero, como no existe una razón última, satisfactoria y comprensible para nada, la última respuesta que reciben es necesariamente un porque-sí arbitrario y malhumorado que sirve de fundamento a esas reglas sin lógica que se les imponen. Reglas sin lógica, ésas y todas, porque unas veces prescriben una conducta y otras veces la contraria y, luego, otra cualquiera. El universo coherente del niño, por su relativa cercanía a la naturaleza, es minado poco a poco hasta que pierde el interés y deja de preguntar: lo decepciona la «racionalidad» de los adultos.
La infancia es el primer manicomio que los seres humanos conocen. Imagínese —pero en serio— un sitio en el que los demás, los adultos, cualesquiera que sean, siempre tengan la razón y uno jamás: eso es la infancia, el hospital en el que uno siempre se equivoca y todos los demás son infalibles. Uno aprende en la infancia no la racionalidad, sino la loca ambigüedad, el que cada cosa significa, a la vez, lo uno y lo otro y que nada, absolutamente nada, es unívoco. El llanto histérico de los niños es la prueba de que en el universo infantil no hay modo de saber a qué atenerse. En esos años, lo de menos sería inventar una semiótica rudimentaria que nos permitiera establecer la regularidad de los significados arbitrarios; pero el problema es que no existe tal regularidad, porque también los psiquiatras de nuestra infancia están locos.
¿Y cómo podría ser de otra manera, si los adultos se mueven en un ámbito más caótico aún: la sociedad? La arbitrariedad del padre refleja la arbitrariedad del jefe, del patrón, de la autoridad pública. Las reglas familiares son un remedo de las leyes, una copia del orden jurídico que es más o menos coherente en la letra, pero que en la realidad, en la vida práctica es un completo desgarriate, aunque se revista de formalidad y solemnidad.
¿Qué niño, o en general quién, podría conciliar las contradicciones que recibe de la televisión, con las que recibe en el seno de la familia, con las que recibe en la escuela, con las que recibe en la calle? La suma de todos esos mundos, internamente contradictorios y excluyentes unos de otros, deja listo al niño para acceder a la adolescencia, a la época de las grandes pasiones (grandes porque la razón ya no ocupa ningún lugar ni hace ningún contrapeso). La adolescencia es la etapa de los grandes amores, cuando la conducta es dominada por la emoción y por los arrebatos.
Claro está que, además de los jóvenes furiosos, están los autistas, los que se mantienen encerrados en su pequeña esfera de egoísmo y a los que —la gran mayoría de los jóvenes por cierto— no les importa nada que quede más allá de ellos mismos: son quienes han tomado un atajo para llegar con sus espinillas al conformismo de la edad adulta. De cualquier modo, en la adolescencia típica, la locura se torna peligrosa, se convierte en furor y esto la vuelve la etapa más paranoica de la vida, cuando más claramente se presentan la megalomanía y el delirio de persecución: ¿qué joven no se siente solo y no cree que todo el mundo está en su contra? ¿Quién a esa edad no se cree el redentor que hacía falta para corregirlo todo?
Es la locura la que hace tan intensa, tan viva esta época. Aquí aparecen el amor espectacular y el desengaño gigantesco, la indignación rotunda y los pactos para toda la vida, las decisiones fatídicas, la rebeldía a toda prueba, las ganas de romper, de cambiarlo todo, de estrenar universo. Es la edad de las grandes frases: «Queremos justicia, la queremos aquí, la queremos ahora y la queremos toda», y es también, al menos en términos estadísticos y visto el resultado en frío, la edad más poquitera, más sumisa, más conformista. Porque el amor perfecto encarna en cualquiera, en quien está más a la mano; la justicia absoluta, en un par de gritos de protesta, cuando no, en un miserable hueso político; la ambición desmedida, en una chambita; la sed insaciable de conocimiento, en una raquítica idea fija, y un día, después de haber guardado las consignas en el clóset, doblado los ademanes rebeldes junto con los calcetines, y ya sin sueños, el joven se presenta, tímido y apocado, a cumplir con un horario.
Si no fuera por la locura, ¿cómo se presentaría ese bandazo que se conoce como madurar? Porque de la noche a la mañana se acaba el conflicto y, ahora sí, a clavarse con tesón de minero en el propio mundo: en ese mundito estructurado por las cuatro paredes del hogar, del trabajo, del estudio o del desempleo. Ni los metales más resistentes son capaces de pasar del rojo vivo al frío bajo cero sin quebrarse.
Sólo porque el cosmos, ya a estas alturas (caos puro), está totalmente inconexo, es por lo que se puede madurar, meterse en el dueto de una vida que parece tener dirección, porque la meta está al alcance de la miopía, porque los sueños están podados pragmáticamente y uno se mueve en pos de lo inmediato: cumplir con el trabajo, terminar la escuela, ganar lo suficiente y, si es posible, ahorrar, prosperar, ser feliz. Las metas trascendentes se sustituyen por los objetivos sensatos y parece que, ahora sí, la locura nos abandona, pero no: no hay locura peor que la de la madurez. De la esquizofrenia infantil pasamos a la paranoia adolescente y, cuando maduramos, la locura se convierte en imbecilidad: es la locura de la conciliación, del acomodo, la locura de la normalidad.
¿En qué consiste esta locura? En fingir, en engañarnos, en convencernos de que la vida, la misteriosa e incomprensible vida, tiene como sentido el corto afán que ahora pretendemos. Porque no resulta comprensible, desde ningún punto de vista, aunque para todos sea evidente, que los seres humanos se entreguen así a conseguir dinero, a triunfar, a alcanzar el poder, a ver cómo crecen sus hijos, a lograr la fama, a cuidar su jardín, a conseguir comida, como si alguna de estas cosas o todas juntas tuvieran algún sentido. La locura de la normalidad consiste en ya no poder entender la pregunta del para qué de la existencia. Perdida la dimensión metafísica, los hombres maduros con los ojos en blanco son arrastrados por la inercia.
Es cómodo, claro, y sobre todo entretenido: uno se pierde en cualquier quehacer, uno se olvida y, al cabo de un tiempo, cualquier actividad a la que nos hayamos entregado adquiere importancia: emerge lo más anodino, flota todo lo insustancial: nos preocupa hasta la opinión que despertamos en los otros, nos preocupa cada detalle de nuestro pequeño mundo, porque la madurez es esa edad en la que uno vive como si fuera eterno, y no porque uno se crea Dios, sino porque la vida se asume como si fuera a durar para siempre y, por ello, lo insignificante, lo particular, nuestros asuntos se cargan de una importancia extrema, nos ocupan de manera absoluta, vivimos ocupadísimos. ¡Cuánta vanidad! No, ¡cuánta locura! Los hombres maduros son ridículos: «Viven —decía Camus— como si no lo supieran».
La locura de la normalidad desemboca en la demencia senil, en la obsesión, en la recurrencia de los viejos. El pánico a la muerte inminente hace que los hombres se refugien en el círculo vicioso de sus recuerdos, reviviéndolos una y otra vez. Con esta tonta estratagema aspiran a ponerse a salvo y lo logran, pues invierten la locura infantil: si en la infancia repetían un juego para que el rato pasara velozmente, ahora repiten el mismo juego de recuerdos para que el rato no pase, para que hoy, mañana y pasado mañana y el mes que viene sean el mismo día de su perdida juventud.
Así, desde el nacimiento hasta la muerte, la locura nos presta invaluables servicios o, mejor aún, es gracias a ella que resistimos la vida sin volvernos locos. ¿Qué pasa entonces con los alienistas?, ¿a quiénes persiguen con sus manicomios? No a los locos, sino a los que viven desordenadamente las etapas de la locura, pues lo que prohíben, lo que vigilan es, por lo visto, padecer la locura a destiempo y de manera exagerada. La salud es la secuencia oficial de la locura vivida dentro de la moderación o, dicho de manera más clara, la salud es la normalidad: la norma que se establece de acuerdo con los criterios de la estadística, el parámetro donde incide la mayoría.
Es tranquilizador saber que uno puede estar loco, si está tan loco como los demás. Pero también es angustiante descubrir que lo irreductible de la individualidad, nuestro aspecto más propio y exclusivo, es insania.
Nuevamente, pero ahora con disfraz científico, emerge la cachiporra que persigue al diferente: el diferente es el enemigo. Todos contra la minoría. Heráclito se mantiene perfectamente vivo: los perros siguen ladrando a lo que no conocen. La más feroz de las locuras es la locura de los psiquiatras.
LIBRO: Filosofía para inconformes…Oscar de la Borbolla