Es curioso que siendo la medida del tiempo en nuestros relojes una estructura fija, los estados de conciencia crean distintas percepciones sobre la realidad de los eventos en el espacio. ¿Qué quiero decir? Que sin una conciencia del tiempo el pasado sería… el pasado. Viviríamos un eterno instante.
Mi experiencia con el silencio me ha enseñado que su esencia es precisamente eso, una vivencia del instante, de la paz interior que surge ahora, cuando somos testigos de ese espacio que se crea en una mente en reposo.
Sabemos que el sufrimiento se perpetúa en la mente. Es a través de ella que un mal del pasado, cuyo principio y fin ya fue marcado, sigue vivo: a veces por toda una vida.
Cada quien lleva consigo el pasado en forma de una historia personal, real o no real, patológica o no patológica, feliz o miserable, agradable o mezquina. Pero no siempre la historia tiene el peso de realidad que su autor le imprime. El ego tiñe la realidad con sus trágicos colores.
No podemos negar la realidad de las enfermedades que afectan al ser humano en todo el mundo, pero tampoco se puede descartar el hecho de que un porcentaje tan alto sea de origen psicosomático, y que la mente nos juega trucos creando síntomas que parecen reales sin serlo: crisis imaginarias, percepciones dispares, peligros y temores inconsistentes.
Esto me recuerda una conversación que sucedió hace más de veinte años en mi ciudad natal. En alguna ocasión se acercó a mí un amigo buscando una solución a su estado depresivo. Su vida, según él, no era ideal ni muy prometedora. A pesar de gozar de salud, tener una buena profesión y relaciones sociales, llevaba consigo un gran sufrimiento. Esto fue evidente cuando empezó a decirme cómo se sentía interiormente.
Escuché su historia, una historia en la que obviamente él creía mucho, y que ocupaba la mayoría de sus pensamientos desde la hora de levantarse en las mañanas hasta la hora de acostarse en noches de desconsuelo. Su monólogo era sustancial en detalles de pesadumbre sobre eventos del pasado, y de preocupación sobre lo que sería el futuro.
Mientras escuchaba, no hice juicio alguno sobre su relato. En cierta forma, me uní al silencio que nos acompañaba en aquel día de otoño tropical, en el que una brisa impetuosa anunciaba temprano la llegada de las fiestas de pascua. Siempre he sido un eterno amante de esa brisa, cuyo aliento o fluir evoca en mí un sentimiento de inexplicable alegría. Me sorprendió que se sintiera y se anunciara con tanta anticipación.
Mientras todo esto sucedía, mi amigo seguía narrando su historia personal. Confieso que la escuché, pero no pude evitar oír y observar el viento. Entonces fue inevitable que le preguntara a mi amigo: “¿Puedes sentir la brisa?”
No hubo respuesta. Nos quedamos allí, callados, respirando un aire de paz y armonía en el ambiente. Y así pasaron muchos minutos. Fue un fragmento de eternidad que se interrumpió cuando él dijo: “No me había dado cuenta; es increíble.”
Su sufrimiento se había desvanecido; no por la fuerza de una intervención externa, sino por un giro de su conciencia: una transición del drama del pasado a la realidad del presente. Algo tan sencillo como dedicar un momento a la no identificación con su historia personal fue suficiente, un corto momento para sentir la vida fuera de la ilusión del tiempo.
Salir del tiempo psicológico (ruido) es algo cuya trascendencia se subestima. He aquí una puerta hacia una dimensión desconocida.
La mente ignora que la eternidad está aquí y ahora, en este espacio que llamamos el presente, con su quietud y soledad. En otras palabras, la eternidad no es otra cosa que el tiempo que parece detenerse ante nuestra observación iluminada.
Entonces podemos sentir la brisa.
Libro: La esencia del Silencio / David Díaz Rodriguez