La niñez humana es un estado de encadenamiento al ego. En los niños, es natural y saludable. En los adultos, sin embargo, es una terrible aflicción. La única manera de que tal aflicción pase desapercibida y no se haga nada para remediarla, es estando todos afectados lo cual, es el caso. No se reconoce el problema ni se conoce alternativa, por tanto, no se busca solución ni existe posibilidad de cambio. Vivimos nuestra vida bajo falsas apariencias, en un caso de identidad equivocada. Nos suscribimos completamente y sin reservas a nuestra falsa personalidad, confundiendo éstos roles bi-dimensionales a los que jugamos, conquién o qué somos en realidad: de hecho, deberíamos habernos librado de éstos disfraces juveniles en la adolescencia y embarcado en aventuras de vida tales que, una vida atada al ego, no fuera vivir del todo.
Piensa en un saltamontes atrapado en la tela de una araña, inyectado con un veneno no-letal y luego enrollado capa, tras capa, tras capa, en hilo de seda, aún vivo, para que no se pudra; pero fuertemente atado, para que no moleste o se escape. Está vivo, pero en nada se parece a su auténtico ser de saltamontes. Este estado de inmovilidad narcótica representa bien el estado del niño-humano crónico, malentendido en todas partes como el adulto normal. La mayoría de los humanos deja de desarrollarse a los 10 o 12 años.
El septuagenario promedio es, a menudo, un niño de 10 años con 60 de recorrido.
Nuestras sociedades son de, por y para niños-humanos, lo que explica el por qué de la tontería que vemos a diario. El niño-humano, que ha pasado años en el mismo estado de desarrollo, entiende el crecimiento como un proceso de solidificación, de lento endurecimiento en una masa rígida. En nuestro mundo de niños humanos, ésta mortificación del espíritu es considerada normal, saludable y respetable.
La niñez-humana, sin embargo, es sólo un síntoma de la enfermedad principal, de la que irradian todas las demás: el miedo.
El miedo, es el estado natural del que vive con los ojos cerrados. La ignorancia, es el resultado de creer que nuestros ojos cerrados, están abiertos; que el mundo que imaginamos, es el mundo que existe en realidad.
Jed McKenna, de su libro Spiritual Warfare (2008)
Traducción: Christian Giambelluca