Cada hombre llega al mundo como una hoja de papel en blanco; luego la gente y las circunstancias a su alrededor empiezan a rivalizar entre sí para ensuciar esta hoja y cubrirla con escritos. Entran aquí la educación, la formación de la moralidad, la información que llamamos conocimiento: todos los sentimientos de deber, honor, conciencia, etc. Y todos pretenden que los métodos adoptados para injertar al tronco estos retoños conocidos como la “personalidad del hombre” son inmutables e infalibles. Gradualmente se ensucia la hoja y mientras más se ensucia con el así llamado “conocimiento”, más listo se considera al hombre.
Cuanto más hay escrito en el espacio llamado “deber”, más honesto se dice que es el poseedor; y así es con todo. Y la misma hoja sucia, al ver que la gente considera su suciedad como un mérito, cree que es valiosa. Este es un ejemplo de lo que llamamos “hombre”, al cual aun agregamos frecuentemente términos tales como talento y genio. Sin embargo, el humor de nuestro “genio”, cuando se despierta en la mañana, se arruina para todo el día si no encuentra sus pantuflas junto a la cama.
El hombre no es libre ni en sus manifestaciones ni en su vida. No puede ser lo que desea ser ni lo que cree que es. No se asemeja al retrato de sí mismo y las palabras “hombre, el ápice de la creación’ no son aplicables a él.
“Hombre”, éste es un término para enorgullecerse, pero tenemos que preguntarnos ¿qué clase de hombre? No el hombre, por cierto, que se irrita por trivialidades, que presta atención a pequeñeces y se enreda en todo lo que lo rodea. Para tener derecho a llamarse hombre, se debe ser un hombre; y este “ser” se obtiene sólo a través del conocimiento de sí y del trabajo sobre uno mismo en las direcciones que llegan a ser claras a través del conocimiento de sí.