Entre el gran número de formas diversas que tuvo el cristianismo en sus primeros tiempos se hallaba el gnosticismo, al que Ireneo dedicó sus peores vituperios. El gnosticismo se basaba en la experiencia personal, en la unión personal con lo divino. A juicio de Ireneo, esto, naturalmente, socavaba la autoridad de los sacerdotes y obispos y, por ende, impedía el intento de imponer la uniformidad. En vista de ello, empleó sus energías en suprimir el gnosticismo. A tal efecto era necesario desaprobar la especulación individual y alentar la fe ciega en un dogma fijo. Se necesitaba un sistema teológico, una estructura de principios codificados que no permitieran la interpretación por parte del individuo. En oposición a la experiencia personal y a la gnosis, Ireneo insistía en una sola Iglesia «católica» (es decir, universal) que se basara en unos cimientos y una sucesión apostólicos.
Y para llevar a cabo la creación de tal Iglesia, Ireneo reconoció la necesidad de un canon definitivo, una lista fija de escritos autorizados. Así pues, recopiló dicho canon tras revisar las obras existentes, incluyendo algunas de ellas y rechazando otras. Ireneo es el primer autor cuyo canon del Nuevo Testamento concuerda en esencia con el actual.
Estas medidas, huelga decirlo, no impidieron la propagación de las primitivas herejías. Al contrario, éstas siguieron floreciendo. Pero con Ireneo, la ortodoxia —el tipo de cristianismo promulgado por los «partidarios del mensaje»— cobró una forma coherente que aseguró su supervivencia y su triunfo final. No es irrazonable afirmar que Ireneo preparó el camino para lo que ocurrió durante e inmediatamente después del reinado de Constantino, bajo cuyos auspicios el imperio romano pasó a ser, en cierto sentido, un imperio cristiano.
El papel de Constantino en la historia y la evolución del cristianismo ha sido falsificado, mal presentado y mal comprendido. La espuria «Donación de Constantino» del siglo VI, ha venido a confundir las cosas aún más a ojos de autores subsiguientes. Sin embargo, con frecuencia se atribuye a Constantino el mérito de la victoria definitiva de los «partidarios del mensaje» y ello no es del todo injustificado. Así pues, tuvimos que estudiar más atentamente a Constantino y para ello fue necesario negar algunos de los logros más fantasiosos y especiosos que se le atribuían.
Según la tradición posterior de la Iglesia, Constantino había heredado de su padre la predisposición a mostrarse comprensivo con el cristianismo. De hecho, parece ser que esta predisposición era más que nada una cuestión de conveniencia, pues por aquel entonces los cristianos ya eran numerosos y Constantino necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir contra Magencio, que rivalizaba con él por el trono imperial. En 312 d. de C. Magencio fue derrotado en la batalla de Puente Milvio, tras la cual ya nadie discutió el derecho de Constantino.
Se dice que inmediatamente antes de esta batalla crucial Constantino tuvo una visión —reforzada más tarde por un sueño profético— en la que una cruz luminosa aparecía colgada en el cielo. Y se supone que en dicha cruz estaba inscrita una frase: In hoc signo vinces («Por esta señal vencerás»). Cuenta la tradición que Constantino, obedeciendo este portento celestial, se apresuró a ordenar que los escudos de sus tropas fuesen adornados con el monograma cristiano: las letras griegas «chi rho», las dos primeras de la palabra «Christos». A resultas de ello, la victoria de Constantino sobre Magencio en Puente Milvio llegó a representar un triunfo milagroso del cristianismo sobre el paganismo.
Esta, pues, es la tradición popular de la Iglesia en que se basó Constantino, según se cree a menudo, para «convertir el imperio romano al cristianismo». En realidad, sin embargo, Constantino no hizo nada de eso.
Pero, para saber exactamente qué hizo, debemos examinar los datos con mayor atención.
En primer lugar, la «conversión» de Constantino —si esa es la palabra apropiada— no parece cristiana, sino descaradamente pagana. Constantino tuvo alguna visión o experiencia reveladora en el recinto de un templo pagano dedicado al Apolo gálico, ya sea en los Vosgos o cerca de Autun. Según un testigo que acompañaba al ejército de Constantino, la visión consistió en un dios Sol: la deidad que adoraban ciertos cultos bajo el nombre de «Sol Invictus», es decir, «el Sol Invencible». Hay pruebas de que Constantino, justo antes de la visión, había sido iniciado en un culto del Sol Invictus. En todo caso, el senado romano, después de la batalla de Puente Milvio, erigió un arco triunfal en el Coliseo. Según la inscripción de dicho arco, la victoria de Constantino se obtuvo «mediante el dictado de la deidad». Mas la deidad en cuestión no era Jesús. Era el Sol Invictus, el dios Sol de los paganos.
Contrariamente a lo que dice la tradición, Constantino no convirtió el cristianismo en la religión oficial del estado romano. Esta religión, bajo Constantino, era en realidad el culto pagano al Sol; y Constantino, durante toda su vida, actuó como sumo sacerdote del citado culto. A decir verdad, su reinado era denominado «el imperio del Sol» y el Sol Invictus figuraba en todas partes, incluso en las banderas imperiales y en las monedas del reino.
La imagen de Constantino como fervoroso converso al cristianismo es claramente errónea. El emperador no fue bautizado hasta 337, cuando yacía en su lecho de muerte y. al parecer, se sentía demasiado débil o demasiado apático para protestar.
Tampoco se le puede atribuir el monograma «chi rho». Una inscripción con dicho monograma fue hallada en una tumba de Pompeya que databa de dos siglos y medio antes.
El culto al Sol Invictus era de origen sirio y los emperadores romanos lo impusieron a sus subditos un siglo antes de Constantino. Aunque contenía elementos del culto a Baal y Astarté, era esencialmente monoteísta. En efecto, proponía el dios Sol como la suma de todos los atributos de todos los demás dioses y de esta manera subsumía pacíficamente a sus posibles rivales. Asimismo, armonizaba convenientemente con el culto a Mitras, que también prevalecía en Roma y el imperio por aquel entonces y que también llevaba aparejada la adoración del sol.
Para Constantino el culto al Sol Invictus era conveniente, sencillamente eso. Su objetivo principal o, mejor dicho, su obsesión era la unidad: unidad política, religiosa y territorial. Un culto o una religión estatal que incluyese en su seno a todos los demás cultos era, como es obvio, favorable a este objetivo. Y fue bajo los auspicios del culto al Sol Invictus que el cristianismo consolidó su posición.
La ortodoxia cristiana tenía mucho en común con el culto al Sol Invictus y, por ende, pudo florecer tranquilamente al amparo de la tolerancia del mismo. El culto al Sol Invictus, siendo especialmente monoteísta, preparó el camino para el monoteísmo del cristianismo. Y el culto al Sol Invictus también era conveniente en otros sentidos, los cuales modificaban y a la vez facilitaban la propagación del cristianismo. Mediante un edicto promulgado en 321, por ejemplo,
Constantino ordenó que los tribunales de justicia cerrasen en «el venerable día del Sol» y que dicho día fuera de descanso. Hasta entonces el cristianismo había conservado el sábado de los judíos como día sagrado. Ahora, de acuerdo con el edicto de Constantino, el día sagrado pasó a ser el domingo.
De este modo no sólo armonizaba con el régimen existente, sino que, además, podía disociarse un poco más de sus orígenes judaicos.
Por otra parte, hasta el siglo IV el cumpleaños de Jesús se celebró el día 6 de enero. Sin embargo, para el culto al Sol Invictus el día crucial del año era el 25 de diciembre, la festividad de Natalis Invictus, el nacimiento (o renacimiento) del Sol, fecha en que los días comenzaban a alargarse. También a este respecto el cristianismo se alineó con el régimen y con la religión oficial del estado.
El culto al Sol Invictus engranó felizmente con el culto a Mitras; tanto es así, de hecho, que a menudo se confunden el uno con el otro.4 Ambos hacen hincapié en la importancia del Sol. Ambos consideraban el domingo como día sagrado. Ambos celebraban una natividad importante el 25 de diciembre. A resultas de ello, el cristianismo pudo encontrar también puntos de convergencia con el mitraísmo, tanto más cuanto que el mitraísmo recalcaba la inmortalidad del alma, un juicio futuro y la resurrección de los muertos.
En bien de la unidad Constantino optó deliberadamente por difuminar las distinciones entre el cristianismo, el mitraísmo y el Sol Invictus; optó deliberadamente por no ver ninguna contradicción entre tales religiones. Por esto toleró al Jesús deificado como manifestación terrenal del Sol Invictus. Por esto construyó una iglesia cristiana, al mismo tiempo que erigía estatuas de la Diosa Madre Cibeles y del Sol Invictus, el dios Sol .
En estos gestos eclécticos y ecuménicos también cabe ver la importancia que se daba a la unidad. La fe, en resumen, era para Constantino una cuestión política; y toda fe que condujese a la unidad era tratada con indulgencia.
Por tanto, aunque Constantino no fue el «buen cristiano» que nos presentan las tradiciones posteriores, sí consolidó, en nombre de la unidad y de la uniformidad, la categoría de la ortodoxia cristiana.
En 325, por ejemplo, convocó el concilio de Nicea, en el que se decidió la fecha de la pascua, y se dictaron reglas que definían la autoridad de los obispos, preparando con ello el camino para una concentración de poder en manos eclesiásticas.
Lo más importante de todo fue que el concilio de Nicea decidió, mediante votación, que Jesús era un dios y no un profeta mortal.
Sin embargo, hay que volver a recalcar que para Constantino lo principal no era la piedad, sino la unidad y la conveniencia. En su calidad de dios, Jesús podía ser asociado convenientemente con el Sol Invictus. Como profeta mortal, habría sido más difícil darle cabida. En pocas palabras, la ortodoxia cristiana se prestaba a una fusión políticamente deseable con la religión oficial del estado; y en la medida en que así era, Constantino apoyó la ortodoxia cristiana.
Así, un año después del concilio de Nicea, sancionó la confiscación y destrucción de todas las obras que desafiaran las enseñanzas ortodoxas: obras de autores paganos que hacían referencia a Jesús, así como obras de cristianos «heréticos».
También dispuso que se concedieran a la Iglesia unos ingresos fijos e instaló al obispo de Roma en el palacio de Letrán. Luego, en 331, encargó y financió nuevas copias de la Biblia. Esto constituyó uno de los factores más decisivos de toda la historia del cristianismo y proporcionó a la ortodoxia cristiana —a los «partidarios del mensaje»— una oportunidad sin paralelo.
En 303, un cuarto de siglo antes, el emperador pagano Diocleciano se había propuesto destruir todos los escritos cristianos que pudiera encontrar. A causa de ello, los documentos cristianos —sobre todo en Roma— desaparecieron prácticamente. Al encargar Constantino versiones nuevas de tales documentos, los custodios de la ortodoxia pudieron revisar, modificar y reescribir el material como les parecía conveniente, de acuerdo con sus principios. Probablemente fue entonces cuando se hicieron la mayoría de las alteraciones cruciales del Nuevo Testamento y Jesús asumió la categoría singular de que ha gozado desde entonces.
La importancia del encargo de Constantino no debe ser subvalorada. De las cinco mil versiones manuscritas del Nuevo Testamento que se conservan, ninguna de ellas es anterior al siglo IV. El Nuevo Testamento, tal como existe hoy día, es en esencia obra de quienes lo prepararon y escribieron en el siglo IV, es decir, de los custodios de la ortodoxia, los «partidarios del mensaje», que teman intereses creados que proteger.
LIBRO: El enigma sagrado