La historia no contada de JUDAS 5/5 (2)

 Esto que ahora vienes a leer es un fragmento de un libro increíble, “El vuelo de la serpiente emplumada”, donde se narra los momentos más duros de Judas cuando por AMOR a su Señor toma el papel de traidor para que pueda cumplirse la profecía y todo quede consumado. Hoy todos le conocemos como JUDAS EL TRAIDOR representante de nuestras más bajas pasiones, mas la verdad grita como JUDAS fue el DISCÍPULO BIEN AMADO. Lee con atención y a pesar de que es un fragmento del libro podrás darte cuenta en su contexto que la Pasión de Cristo no podría haber sido sin el AMOR de Judas a su Rabí.

Si desconoces quien fue Judas y quieres conocer más del papel que representó en los últimos días del Cristo, mira también este documental aquí

 

Así pues indagó Nicodemo, y siguió la voz del destino, y vivió su destino y no huyó de él.

Por su destino se enteró un día acerca del Rabí de Nazareth, Chilam Balam de Galilea, que hablaba del Gran Señor Escondido lla­mándole su Padre que está en los cielos.

Era el Santo Señor Jesús que trepaba en el Árbol de la Vida y enseñaba a trepar.

La voz de su destino le habló secretamente en el corazón, y Ni­codemo secretamente fue a ver a Chilam Galileo, porque sabía que en él había Palabra de Verdad.

Débil era la luz de la tierra en esa noche, grande era la luz del cielo.

Grande era la llama de amor en el corazón del Nazareno, gran­de era el anhelo de luz en el corazón del fariseo.

Y fue un hilo de luz lo que sumó el destino aquella noche, y descorrió los velos para que el hombre de barro pueda emprender el camino de la regeneración.

Y el rabí Nazareno dijo a Nicodemo, y sus palabras quedaron encendidas en su corazón:

“Lo que es nacido de carne, carne es, y esta es una generación”.

“Lo que es nacido de Espíritu, espíritu es, y esta es otra genera­ción”.

“No te maravilles pues, Nicodemo, que te haya dicho que es necesario nacer otra vez, porque aquel que no naciere otra vez no puede ver el reino de Dios”.

Y aun antes de esto. fama era por Jerusalén que los discípulos de Jesús habían repetido sus palabras proclamando que no se puede echar vino nuevo en odres viejos…

¿Qué había de cambiar?

Así se fue esa noche, pensando y pensando Nicodemo. Porque de corazón sabía que ese nacer precisaba una muerte, pero que semejante muerte no es la muerte de los muertos, sino la de los vivos que saben que todo hombre puede vivir, ser ánfora co­cida con el fuego del Mayab y llevar en ella la medida que quiera vol­car el Gran Señor Escondido.

 

Hombre de linaje Maya: te doy aquí la primera probanza de este nuevo Katun:

Lleva hacia el Verdadero Hombre el sol que te pide, extiéndelo en su plato, con la lanza del cielo clavada en medio de su corazón, y el Gran Tigre sentado sobre él y bebiendo su sangre.

Pues Nicodemo llevó la luz de su entendimiento a los pies de Jesús, y el saber de Moisés era aguijón doloroso en su pecho, pues era solamente saber; y desde entonces la garra de la sabiduría le mantuvo sujeto.

Nicodemo cargado estaba por los años de una existencia entregada a mostrar a los jóvenes de su tiempo cómo hay que andar en los caminos del Señor.       

Y he aquí que el rabí Nazareno le había dicho esa de la generación que ha de morir para poder renacer en otra y así poder vivir. Se lo había dicho así:

“¿Tú eres Maestro de Israel y no sabes estas cosas? En verdad te digo, Nicodemo, que te hablo de aquello que yo sé y que yo soy y doy testimonio de lo que he visto; pero los hombres de tu generación no quieren recibir mi testimonio. Y si te digo cosas de la Tierra y no las puedes llevar ¿cómo podrás llevar cosas que son del cielo? Porque nadie subió al cielo sino el que descendio del cielo, y este es el Hijo del Hombre que está en el cielo. Y así como Moisés levantó la ser­piente en el desierto, así ahora es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él creyere no se pierda, sino que tenga vida eterna”.

Las palabras de este Verdadero Hombre ahondaron la herida ya abierta en el corazón del fariseo, y en el fondo de su pecho indagaba:

“¿Cómo, cómo habré de hacer, Señor?”

Así comenzó a morir su espíritu de fariseo y en su mente reso­naron las singulares palabras que había oído decir a los discípulos del galileo:

“Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”.

Así comenzó a atraer sobre él el beso de la Sagrada Princesa Sac-Nicté que ya velaba por él, pero él aún no lo sabía.

Su corazón sangraba en abundancia porque eran muchos los jó­venes que acudían a su casa en Jerusalén a escuchar su palabra. Y como él quería servir al Muy Alto, al ETERNO, en su conciencia ardía el fuego de la muerte que precede a la resurrección y en sus oídos las palabras del Rabí Nazareno:

“¿Tú eres maestro de Israel y no sabes estas cosas?”

Y pensó en Judas, el joven nacido en las lejanas tierras de Kariot, y en cuyo corazón ardía también el impulso sagrado que oculta­mente enciende la Princesa Sac-Nicté. Judas había llegado a los pies de Nicodemo para también aprender a caminar por los caminos del Señor, que es el camino del Mayab, y comía de las palabras de su rabí y se nutría de ellas y su rabí le amaba y él amaba a su rabí.

Pesado corazón el de Nicodemo aquella noche.

Hombre de linaje Maya, he aquí la segunda probanza: el Verda­dero Hombre quiere que vayas a traerle los sesos del cielo, pues no todo el que dice ‘Señor, Señor’ entrará al Reino del Mayab, sino aquel que haga la voluntad del Padre, el Gran Señor Escondido. Y el Ver­dadero Hombre tiene muchos deseos de ver los sesos del cielo pues a El le ha sido dado el juicio.

Esto está escrito en las escrituras de la Cuarta Generación.

Si tienes ojos, verás; si oídos, oírás.

Si aún no los tienes, entregando tus sesos al Verdadero Hombre los tendrás.

Y así quizás se cumpla para ti la profecía de Chilam Balam, profecía que alienta el paso de la quinta a la cuarta generación, don­de “ellos hablan con sus propias palabras y así acaso no todo se entienda en su significado; pero derechamente, tal como pasó todo, está escri­to. Ya será otra vez muy bien explicado todo” (en la cuarta generación, generación invisible dentro de ti mismo).

Por cuanto todo lo escrito en las Sagradas Escrituras, escrito en ti también está, en tu alma, si lo puedes leer.

 

Así dice, pues:

Yo, Judas de Kariot, amaba a mi rabí Nicodemon, quien me enseñaba caminar por los caminos del Señor.

Le servía en cuanto un discípulo digno de Israel debe servir a su rabí, y aguardaba mi hora para servir al ETERNO, y en mi cora­zón ardía el amor. por la Verdad.

Pero aquella mañana mis ojos me hicieron ver que mi rabí Ni­codemon no era mi rabí Nicodemon. En su rostro vi angustia, y así pude sentir como su corazón estaba herido, mas no sabía si su herida la había causado el mal o el bien que anhelaba, por cuanto mi rabí seguía el camino de los sabios de Naim, conforme a la tradición de Hillel.

Excusó esa mañana a todos sus discípulos, menos a mi.

Cuando esto hizo, mi corazón se agitó, y parecióme que el presa­gio era oscuro, porque no alcanzaba a comprender que le ocurría. Frecuente era en ése entonces ver rostros descompuestos por la ira y la angustia entre los fariseos. Y Jerusalén era cuna de confusión. Poncio Pilatos, procurador romano, quería para si los tesoros del templo, quería construir un acueducto que le hiciese memoria hasta otros tiempos. Y en las calles, el pueblo se agitaba en medio de un bullicioso parlerío en el que se advertía el odio hacia Roma.

Y un hombre humilde, venido de la lejana Galilea, había encendido en su pecho una nueva esperanza, hablándoles de libertad. Y los pa­tios del Templo eran testigos mudos donde su enseñanza resonaba y los hombres recogían sus extrañas palabras y -veían los extraños hechos de este hombre que, siendo judío, profanaba el Sábado curando en­fermos, y no guardaba los preceptos de pureza, y bebía vino y comía carne con publicanos y con pecadores, diciendo que había venido a remitir pecados y no a condenar a los pecadores. Y entre quienes le seguían estaba María, la ramera de Magdalena, y el agente de los publicanos Leví, y extraños hombres que pescaban, y un mozo, Juan, y sus hermanos.

Extrañas cosas decía este rabí, extrañas cosas hacía. Pero quie­nes le amaban, decían, a su vez, que lo que enseñaba hacia dulce el acíbar de las lágrimas del corazón y que los sabios le Naim, los más doctos y puros de la tierra, hallaban en sus palabras tesoros ocultos de Hillel, bellezas del Talmud. Mas no podían entender sus hechos, pues para ellos todo hecho había de tener por fundamento el temor de Dios.

Y he aquí que este rabí había dicho:

“Tanto ama Dios al mundo que ha mandado a su Hijo Unigé­nito para que sea salvo, y no para condenarlo”.

Extrañas palabras en las que no había ningún temor.

Y también había dicho:

“Amarás a tus enemigos”.

¿Habíamos, pues, de amar a los enemigos de Israel?

En las sabias palabras de la Ley de Moisés, mi rabí Nicodemon nos había repetido la tradición de nuestros padres, pero he aquí que este rabí de la lejana Galilea no se apoyaba en escritura alguna, y en cambio, proclamaba ante el pueblo y ante los doctores de la Ley:

“Escudriñad las escrituras, porque antes de que Abraham fuera, Yo Soy”.

Esa mañana, pues, cuando advertí la angustia en el rostro de mi rabí Nicodemon, el presagio me dijo que lo que ocurría era por causa de este Nazareno que anunciaba el bautismo Con fuego del Espíritu Santo.

“Judas”, me dijo mi rabí; “tú has venido desde las tierras de Kariot a beber los mandamientos del Señor y a caminar por sus Cami­nos según la tradición”.

Yo guardaba silencio.

“Judas, apiádate de mí”, continuó mi rabí Nicodemon, “Me Con­sume la duda; soy un hombre de corazón atribulado. No estoy seguro de que mi saber sea bueno, no estoy seguro de que te esté enseñando a caminar por los caminos del Señor”.

Graves palabras estas que dijo mi rabí Nicodemon.

Graves, porque en la austeridad de su virtud mucho era lo que exigía de nosotros, los que habíamos llegado hasta él, para estudiar con diligencia la verdad de la Tora. Graves palabras porque era este hombre un alto miembro del Consejo de los Ancianos en Jerusalén, hombre docto y puro, y respetado, y amado.

Contuve, pues, el aliento para no responder, y vi la palidez en su semblante y el temblor en sus manos y la consunción de su espíritu.

“Hemos perdido el hilo que conduce a la verdad”, me dijo. Y Citó aquellas palabras de Moisés que como fuego ardían en su corazón, y me conté la entrevista de la noche anterior y como las palabras del rabí Nazareno habían aumentado su sed y su dolor a la vez. Y el rabí Nazareno también le había dicho:

“Sólo quien cree haber perdido el hilo que corre a través de los tiempos tiene el verdadero hilo en sus manos, y cuando encuentre su alma, no la perderá”.

¿Qué extraño misterio y paradoja encerraban estas palabras?

Protesté con vehemencia, porque al citarlas mi rabí Nicodemon había encendido la duda en lo más profundo de mi pecho, y yo su­fría y no quería más tribulaciones. Por eso había ido donde él, para encontrar refugio y abrigo en su enseñanza y así poder tener siempre un hilo sujeto entre las manos.

Hablamos de esto durante mucho tiempo, pero él me observaba compasivamente. y terminó diciendo:

“En tu vehemencia hay temor al destino, Judas. Ven conmigo, iremos juntos a escuchar a este extraño rabí”.

Y ya era notorio en toda Jerusalén que este extraño rabí había expulsado a los mercaderes del Templo, azotando sus espaldas con un látigo y llamándoles ladrones que habían convertido la casa de su Padre en una guarida.

Yo protesté ante mi rabí Nicodemon, pues los mercaderes perm­itían cumplir con las demandas del sacrificio.

“Guarda tu lengua, Judas”, me dijo. Pues en su austeridad mi rabí había puesto vallado a la maledicencia y no era como otros fa­riseos que se entregaban a la censura y a la murmuración.

“Preciso es que encontremos el hilo de nuestros padres”, dijo.

“Porque en aquellas palabras que anoche quemaron mi corazón el rabí Nazareno me dijo la verdad.’

No pude soportar estas palabras. Mi corazón se agitó con violencia y a mis ojos llegaron ríos de lágrimas y sentí el dolor de mi rabí como si fuera el mío. He aquí, me decía yo en silencio, he aquí que mi rabí se dice en tinieblas, ¿cuáles no serán, pues, las mías? ¿Cuáles serán, pues, las de la juventud de Israel? Mi rabí, luz de las luces, refugio de nuestra juventud, me dice que también está en tinieblas y ya no tendrá más una respuesta precisa para disipar nuestras dudas y me abandona en medio de una multitud de extraños sentimientos.

Y me sentí perdido como un niño de pecho a quien su madre abandona para ocultar su vergüenza…

 

Marchamos juntos, en silencio, en dirección al Templo.

Y al llegar a los patios no fue difícil hallar al rabí Nazareno.

Le rodeaba una multitud y en ella también habían algunos fa­riseos.

El silencio que hallamos estaba preñado de amenazas.

Muchos de la multitud abrieron paso para que mi rabí Nicodemon se adelantase, pues todos le conocían y le estimaban como a un hom­bre de virtud y saber.

Y vi al rabí Nazareno.

Posó sobre nosotros sus ojos, en silencio. Y en ellos brillaba un extraño fulgor, pero su rostro era sereno y fuerte y cuando posó su mirada en mi, creí advertir en ella un mensaje especial que me mandaba su alma, y sentí que su alma sonreía y la mía también, y se que en esa mirada él me saludaba con una bienvenida, como la únicamente quien ha estado separado durante mucho tiempo del ser que ama.

Hubo alegría en mi corazón; pero mi pensamiento permaneció turbado.

Supe al instante que pronto este hombre extraño seria mi rabí y que yo también me sentaría a sus pies para beber de sus palabras entonces sentí un dolor agudo en el corazón por cuanto significa que habría de dejar a mi rabí Nicodemon para ir en pos del extras profeta que procedía de la distante Galilea de donde nada bueno podría venir.

Hubo aún más angustia en mi corazón. Una hora antes mi rabí me habla dejado cual niño abandonado a sus propias tinieblas, perdido el hilo que pensaba encontrar a sus pies. Y he aquí que el Nazareno me daba su silente bienvenida, y, por un instante, pensé que iba a perderme en él y con él.

Fue sólo una mirada, pero ella me mostró un destino que se expandía en una extraña forma, imposible de describir en palabra. Intuí un destino que no corría a lo largo, ni a lo alto, ni a lo ancho sino que hacía de estas tres proporciones una distinta proporción e la que estaban todas las demás. Y era un extraño mundo en el que me sentía perdido.

Porque por un instante no había sido yo, sino el rabí que me miraba. y tuve miedo, y mi corazón se turbó y luego volví a ser yo mismo le miré.

El también me miró, y esta vez su alma sonrió dentro de mí me sentí perdido.

Fijé un extraño vivir de esa mañana.

Volví los ojos hacia mi rabí Nicodemon para implorar su auxilio pero él se había ya alejado de mí y estaba escuchando a alguien que le explicaba el incidente del momento. Mas yo hubiese jurado que habíamos todos estado viviendo en ese lugar desde hacia siglos.

“Responde, pues”, le dijo un fariseo al Nazareno.

Mis ojos se quedaron fijos en el extraño rabí; le vi trazar un círculo en la tierra, con la punta del pie, y en él envolvió a la mujer que había a su lado y en quien no había yo reparado todavía. La mujer sufría una vergüenza, pero el circulo que había trazado el rabí en la tierra la envolvió a ella también. Y aun ahora juraría que nadie hubiese podido penetrar en él.

El ambiente estaba tenso, preñado de amenazas. Y yo me apres­taba a defender al Nazareno porque oí a mi espalda palabras de im­paciencia y de maldad; pero él mío calmé con su mirar sereno y de la misma manera que un instante antes había agitado mi corazón, ahora lo calmaba. Y quedé quieto, en paz, esperando.

El Nazareno, fijando sus ojos en los fariseos, dijo:

“Si la habéis sorprendido en el hecho, y os consta su adulterio, yo digo: lapidadla conforme a la ley”.

Corrió un murmullo nervioso y de triunfo entre la multitud. La mujer tembló de temor y de sus ojos cayeron dos lágrimas a los pies de ese hombre cuya palabra había vibrado íntegra y suave en medio de la multitud. Pero el murmullo pronto se apagó, porque el rabí Nazareno volvió a mirarlos y los silencié:

“Pero que arroje la primera piedra aquel que, entre vosotros, se considere libre de pecado”.

Grande y temible fue el silencio que siguió a esta palabra. Porque en el corazón de todos los judíos el pecado estaba siempre y diariamente habían de recurrir a los ritos de la purificación para ser limpios conforme a la tradición. Y había conciencia en ellos que no siempre se cumplía como es debido con los ritos de la pureza. Na­die osó decir que estaba puro y limpio de pecado. Sin embargo, estas palabras nazarenas hablan sido una daga incrustada en carne viva. y el odio se dibujó en los rostros de los hombres y de los fariseos, pues grande es la flaqueza humana y siempre es mejor y más cómodo ver el pecado ajeno e ignorar el propio: fácil es sentirse virtuoso ante el impuro y amar la virtud para dar cumplimiento a la escritura y rió para limpiar de males pensamientos el propio corazón. Así nos lo había dicho nuestro rabí Nicodernon; tal era su virtud, tal era su austeridad. Y sentí entonces como el destino se urdía para los tiempos por venir, y por que el corazón ¿e ini rabí Nicodemon se había turbado la noche anterior. Ahora también se había turbado el mío, y supe, sin palabras, que el rabí Nazareno tenía potestad de la Verdad, y que en él se habían aunado la gracia y la ley.

La muchedumbre se desbandó rápidamente, y con ella se marchó Nicodemon, cavilante, abrumado por los nuevos presagios que delataba su rostro. Yo quedé solo frente al rabí de Nazareth, sin poderme alejar.

Le oí decir a la mujer:

“¿Dónde están, pues, los que te condenaban? Ni yo te juzgo.

Vete y no peques mas.

¿Qué ley regía la conducta de este hombre para quien las escritu­ras parecían no existir? ¿En qué aguas bebía su sabiduría? ¿Qué tradición había formado su alma?

Todas estas preguntas se alzaban en mi mente como un torbellino y mi corazón estaba sin poder entender, cuando el rabí dirigiéndose a mi, me dijo:

“Bienvenido Judas de Kariot. Acércate a mi”.

Y me acerqué con temor, pero el rabí me tomó de la mano y me hizo pasar al círculo que había trazado con el pie, en la tierra, y me tranquilicé.

“Rabí, ¿cómo sabes mi nombre?”, pregunté.

“Todos somos hermanos e hijos del mismo Padre, pues su anhelo es el nuestro”, respondió. “¿Por qué, pues, no te iba a conocer?”

Ambos guardamos silencio; él miraba mis ojos y yo los de él, y cada vez más sentía a este hombre en mí, y a mí en él, pero no acertaba a explicarme y tampoco a comprender.

“No te inquietes por ahora, Judas”, me dijo. “Día llegará en que comprenderás porque ahora sientes, aun cuando el tránsito de la llama a la luz es árduo”.

Pasó un breve silencio hasta que él me dijo:

“¿Qué hubieses hecho tu en mi lugar?” Yo entendí que se refería al Juicio que habíamos presenciado recién. La mujer se alejaba de nosotros, volviendo a cada instante un rostro ansioso hacia este rabí.

Pero no pude responder; grande era mi confusión porque la ley condenaba al adúltero a la lapidación cuando se le sorprendía en el hecho, mas yo sabia que mucho y grande era el adulterio cometido en secreto y sin testigos. Y así muchos andaban libres de sospecha y los hombres nada decían porque nada sabían del secreto adulterio. Y esto no estaba contemplado en la ley de los hombres y mi rabí Nicodemon nos había dicho que este adulterio únicamente lo contempla la ley de Dios, a quien nadie puede mentir de corazón. Tal era la virtud de mi rabí Nicodemon y a veces su autoridad se apartaba de la letra de la ley y nos había dicha a menudo que un pecado en secreto es un doble pecado, porque hay mentira y cobardía en él, y el escándalo ante los ojos del Señor es siempre mayor que el que se hace a los ojos del hombre.

Y este rabí de Nazareth me dijo:

“El rigor de la ley corresponde siempre a lo que anda en el co­razón humano, Judas. No lo olvides, para que aprendas a juzgar con justo juicio. Por sus juicios conocerás el corazón de los hombres. Pero mi Padre, que está en los cielos, misericordia quiere y no sacrificio. quiere un corazón hambriento de su amor y su sabiduría aun cuando sea un pecador, que a veces la virtud aislada de su Bien puede ser peor que el mismo mal”.

Este rabí destruía la ley y las interpretaciones de los doctores y me escandalicé; pero en mi corazón había dicha, porque sus palabras brotaban de lo que no me atrevía siquiera a nombrar en mis más pia­dosos sueños. Y hablaba este hombre sin referirse nunca a la escri­tura como hacían los doctos y aun los sabios de Naim a cuyos pies también me había sentado yo.

“El Padre a nadie juzga, más dio todo juicio al hijo. Y no he ve­nido a juzgar a los hombres, sino a dar testimonio de la verdad; me dijo. Hay quien juzga a los hombres, y muchas son las formas de adulterio y el de esta mujer quizás no sea porque hay fornicaciones que abomina mi Padre que está en los cielos. Y cuando lleguen a quien los juzgue diciendo que han arrojado demonios y han hecho muchas cosas en su nombre, yo les diré en esa hora: ‘Alejaos de mi, obradores de maldad’.

Extrañas palabras, extraño saber que me inquietaba.

“¿Vienes conmigo, Judas?” me preguntó echando a andar.

Y yo le seguí.

No lo sabia entonces, pero a partir de ese día he andado siempre con él de generación en generación. porque nuestro destino estaba urdido ya desde el comienzo de los tiempos.

Muchas cosas insólitas me dijo; pero todo a su debido tiempo.

Pues el alma del hombre se remonta desplegando sus alas poco a poco, a medida que la luz se expande en las tinieblas.

Muchas veces quise preguntarle que había hecho él conmigo aquel día en el patio del templo, frente a la mujer adúltera, pues a menudo venían a Jerusalén magos caldeos que demostraban sus pe­ricias, pero mi rabí Nicodemon nos había apartado de ese camino; ahora, este rabí de Nazareth decía palabras de sabiduría sin apoyarse en escritura alguna, pero tenía un poder superior al de aquellos magos que atraían discípulos para su extraña ciencia.

“Cuando el hombre tiene hambre, puede convertir las piedras en pan”, me dijo. “Pero yo tengo un pan que saciará toda hambre y un agua que calmará toda sed. Y a quien quiera comer he aquí que la doy, y a quien quiera beber he aquí que ie digo: bebe. Porque aun en las piedras encontrarás el Verbo de Dios.

“Quiero de tu agua y tu pan, rabí”, le dije, sin poderme contener.

“Lo sé”, me contestó.

“¿Quién eres, rabí? Sólo un hombre del cielo verdadero puede decir y hacer las cosas que tu dices y haces. ¿No hay el temor de Dios en tu corazón?”

“No, Judas; no hay temor en mi corazón. Mi Padre que está en los cielos es el único Dios y su bendición es de amor. Quien a mi me ame, amará a El, y El le amará en mí. No he venido a abrogar la ley o los profetas, sino a darles cumplimiento. El temor únicamente anida en un corazón incierto, y ci hombre así nubia su entendimiento del Reino de los Cielos. Pero es menester que así sea en un comienzo hasta que el hombre aprenda a ver a la luz do su propio corazón y a oír con la voz de su amor. Por eso digo que el Padre, que está en los cielos, misericordia quiere y no sacrificio. ¿Y qué es un corazón misericordioso sino un corazón pobre en amor propio y anhelante del amor de Dios?

“¿Sancionas a caso el mal, rabí?”, le pregunté.

“Hay quienes dicen del bien y del mal, pero que nada saben de la voluntad del Único Bueno y por eso han menester de juicios y condenas. Pero si nuestra justicia no fuese superior a la de ellos, muy pequeños seremos en el reino de los cielos. Tan perfecto es el amor del Padre que hace que su sol abrigue por igual a justos y a pecadores. Así es menester que sea nuestra perfección pues tal es la misericordia. ¿Cómo explicar lo inexplicable? Cual rocío silente e invisible el amor do Dios mueve a los hombres de diversas maneras y todo cuanto anhelo en su servicio es enseñar al hombre a recibir por si mismo la bienaven­turanza. Sólo muestro un camino por el Espíritu Santo, para que el hombre aprenda a juzgar con justo juicio”.

Muy sutil era la diferencia que este rabí trazaba entre los hom­bres, mas no me atreví a indagar más y continué en pos de él.

Pocas oportunidades tuve para hablar a solas con él desde esta vez. Estaba acá y estaba allá, y doquiera fuese, siempre se formaba una multitud en torno a él y él hablaba en parábolas y anunciaba el Reino de los Cielos. Y con los demás hombres, impuros como yo, que le seguían cual discípulos, solía hablar a puertas cerradas y ellos sa­lían con el rostro encendido, o bien cavilantes. Mas cuando quise hablarles de las palabras y hechos de su rabí, todos guardaban prudente silencio.

Un día el rabí me dijo:

“¿Vienes conmigo, Judas?”

“Rabí”, le dije, “Mi corazón está en ti pero me pesa grandemente dejar a mi rabí Nicodemon”.

“No le habrás de dejar”.

“¿Cómo entender tus palabras? ¿Vienes conmigo, me dices, cuan­do vas a partir y también que no dejaré a mi rabí Nicodemon? ¿Có­mo puede ser eso?”

“Si pudieses tener un pan y un agua que quitasen el hambre y calmasen la sed de todos los tiempos, ¿lo guardarías únicamente pa­ra ti?”

“Tú bien sabes que no”.

“Entonces, Judas, sígueme. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Y partirás el pan que yo te dé con tu rabí Nicodemon, pues quien está en mi, en mi Padre está y el amor de mi Padre anida en él, porque mi Padre y yo una sola cosa somos. ¿Vienes conmigo, Judas?”

“Voy, rabí”, le dije.

Pero en mi corazón hubo amargo llanto y aquella noche me des­pedí de mi rabí Nicodemon. Y aun cuando no me lo dijo, advertí en su mirada el ansia oculta de recobrar el hilo que corre escondido de generación en generación y que el rabí Nazareno decía que era el Reino de los Cielos y que ‘ese reino está en vosotros mismos’.

 

Grandes y hermosas cosas nos dijo mi rabí Jesús durante aquellos meses que vivimos con él, sin mas hogar que el amor por el Pa­dre que está en los cielos. Y junto a él aprendimos aquello que es el mandamiento de buscar primero el Reino de Dios y su Justicia, y mucho nos fue dado por añadidura.

Mi rabí curó enfermos, dio vista a ciegos y limpió a leprosos. “¿Dónde está tu poder, rabí?”, le pregunté un día.

“De mí mismo nada puedo hacer”, me respondió.

Su palabra era breve, su austeridad no era severa. En algunas cosas el peso de sus mandamientos era mayor que el peso de la ley de nuestras tradiciones, y en otras más liviano.

¡Grandes y bellas cosas nos dijo bajo estrellados cielos y bajo la luz del sol!

Grandes y bellas cosas que el hombre ya ha olvidado. Y habían escribas que anotaban todo cuanto él decía, pero no anotaban lo que únicamente nos decía a nosotros.

Un día relató la parábola del vestido de bodas, agregando que a quien tiene le será dado y tendrá más y a quien no tiene aún lo que tiene le será quitado. Le preguntamos cómo podría hacerse todo hombre de este traje y él respondió que había únicamente una respuesta a todas estas preguntas:

“Amarás a Dios por sobre todas  las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.

Este era el mandamiento principal, y nos urgía a cumplirlo en nuestros actos, en nuestros pensamientos, en nuestros sentimientos, y agregaba:

“Si esto no sabéis cumplir, os estará vedada la vigilia de la ver­dadera oración”.

Y agregaba:

“Velad y orad para que no caigáis en tentación”.

A menudo nos inquietaba la duda y él nos explicaba entonces:

“No podréis velar sin orar, y no podréis orar sin velar”.

Y cuando hubimos escrito la Oración del Señor, el Padre Nuestro, nos urgió a desentrañar el significado de cada una de sus palabras porque nuestro propósito era el de Santificar Su Nombre en todos nuestras acciones del mundo, porque sin esta santificación la ley de Dios sería cosa muerta.

“Al orar, no perdáis el hilo secreto de vuestro más intimo pen­samiento. Y no os congojéis por vuestras necesidades porque el Padre que está en los cielos sabe lo que habemos menester aun antes de que se lo pidamos. Pues EL os dio también vuestras necesidades”.

Durante mucho tiempo permanecieron obscuras estas palabras y entre nosotros ocurrían frecuentes disputas sobre su significado y so­bre el galardón que habríamos de hallar en el Reino de los Cielos. Pero nuestro rabí leía en nuestros corazones y solía decirnos:

“No juzguéis, para no ser juzgados, porque con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados. Todo cuanto os es dado ver por fuera es únicamente un reflejo de lo que anida en vuestro corazón y el mundo y los hombres son lo que sois vosotros”.

Muchas de sus palabras se esparcieron entre las gentes porque mi rabí hablaba y decía según le preguntaban, mas no todos podían en­tenderle. Un día dijo:

“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad, y, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán hartos”.

Entonces ocurrió que vinieron hombres de los fariseos, pero mi rabí no quiso hablar con ellos y algunos de nosotros disputamos sobre el significado que ellos buscaban en estas palabras. Mas el significado de ellas estaba oculto en el corazón de cada cual y el anhelo de jus­ticia había de ser el anhelo de ser justo más que el de recibir justicia.

Por los poblados siempre había enfermos que Curar, posesos que aliviar. Y a menudo hallábamos en ellos a escribas de todas partes del mundo que anotaban con gran celo las palabras de mi rabí. Fue entonces que él nos dijo:

“Guardaos de la levadura de los fariseos. El Reino de que os hablo no es de este mundo y yo tan sólo he venido a mostraros el camino y a dar testimonio de la verdad”.

 

De noche, mi rabí velaba de rodillas mientras nosotros dormíamos. Algunas veces me llevó con él a las colinas y me contó sus cuitas.

Porque sufría, y a menudo decía, suspirando cual presa de gran dolor ‘Grande es la mies, pero hacen falta segadores”.

Y me explicó muchas cosas que no explicó entonces a los otros.

Y cuando le pregunté por que razón me aislaba así de los demás me dijo:

“Ellos duermen con el corazón tranquilo porque han hallado parte de lo que buscaban, pero tu, Judas, no has encontrado la tuya, tu copa será amarga de beber, pero tu guardián será grande en los cielos. He aquí que se cernirá sobre todos nosotros una gran tormenta y habrá inquietud en los corazones tranquilos, pero el tuyo será sacudido en su soledad y hallará paz únicamente en el gozo del Señor cuando se haya cumplido la ley. Y cuando todo haya pasado, reso­naran más palabras, al cabo de los siglos, pues todo pasará, mas ellas no pasaran.

Estas obscuras palabras de mi rabí produjeron en mí largas noches de agonía, pues a través de ellas comenzaba yo también a entrever el destino. Poco tiempo después fue que nos anuncié a todos:”¿No os he escogido yo a vosotros, y uno de vosotros es diablo?”

 

Todos anhelábamos vernos libres del yugo de la Roma Imperial, pe­ro mi rabí nos habló de un yugo peor que el de Roma, el yugo de las tinieblas de afuera donde siempre hay lloro y rechinar do dientes, y agregó que pocos eran los que podían llevar estas palabras.

Nuestro rabí no sacaba sus palabras de la Tora sino de su pro­pio corazón, y pasó un tiempo antes de que pudiese yo entender porqué él nos decía los mandamientos de Ley y agregaba: “Mas yo os digo”. Con esto suplía aquello que faltaba en las palabras de la Tora y todos los días producía en nosotros el entendimiento vivo, hecho sangre y convertido en carne en nosotros. Y en alguna oportunidad también nos dijo que la letra de las escrituras era cosa muerta como lo era la filosofía de los escribas griegos que solían visitarnos y escu­char a mi rabí, y que sólo tenían vida cuando el hombre iba de la muerte a la vida, por amor. Los doctores do la Ley y los escribas lo ajustaban todo a la Tora y he aquí que sus corazones estaban secos y apergaminados como el papel en que estaban impresas sus escritu­ras. Y por este motivo llegó el día en que muchos de ellos comenza­ron a murmurar diciendo que mi rabí andaba por caminos de pecado. Y aun el corazón de los doce que le seguíamos se turbó más de una vez.

Mi rabí nos decía también del gradual ir de ‘vigilia en vigilia, siempre orando en el secreto de un corazón ardiente, porque este gradual despertar precedía a la muerte de lo efímero, sin lo cual no hay vida eterna posible. Nos decía que sin esta muerte no hay ni amor ni regeneración. Y hablaba también de aquello que había dicho Moisés a nuestros padres, aquello de que nos era inaccesible porque es el Reino de Dios y que estaba a flor de piel, a la vez que dentro de la piel, aún en lo más oculto de los huesos y en todas nuestras entrañas, pero principalmente en nuestro corazón y en nuestra boca.

Y en verdad, tan Cerca está de nosotros que quizás por eso mis­mo no lo podamos advertir.

Pero yo lo encontré y supe qué era.

Y cuando así ocurrió, caí postrado a los pies de mi rabí, y le dije:

“Rabí, rabí, loado sea tu nombre por los siglos de los siglos”.

Y él respondio:

“Judas, jamás lo olvides y así ocurrirá que con el tiempo el hom­bre también podrá entenderlo y lo sabrá y la vivirá, pues le será dado penetrar el sentido de que YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD, Y LA VIDA”.

Y mirándome a los ojos, me dijo con voz profunda:

“He aquí que he convertido agua en vino. Mas viene la hora en que el diablo convertirá el vino en vinagre”.

Y jamás olvidé estas palabras. Por eso es que ahora puedo escri­birlas en tu corazón con letras de fuego, para que a ti te sea dado saber y conocer como Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lu­gar, y cómo el hombre puede estar en Dios de corazón.

Y aquello que era lo más íntimo de mi mismo, y más real aún que mi propio nombre, no sólo era mi cuerpo; lo era y no lo era; mi cuerpo no era sino la muerte en la que el amor lo despertaba a la vida.

Y de mi propio cuerpo debía partir en el camino de regreso. Así tam­bién las piedras en el desierto, como todo en el Universo, estaban impregnadas de Dios por el Verbo, más para el hombre no todo era Dios aun cuando Dios lo es todo.

De modo que cuando nuestro rabí nos dijo que si nuestro amor por Dios nos traía padecimientos y lágrimas en la tierra, señal era que lo opuesto, el cielo, se encontraba muy cerca ya de nosotros, y que eso seria nuestra consolación, pues todo aquel que llora siempre tiene consuelo, según sea lo que motiva sus lágrimas.

Y así pudimos entender la parábola del hijo Pródigo, pues todos nosotros comenzamos a serlo. También desde ese día comprendí y veneré a María, la ramera de Magdala, y al publicano Leví, pues evidente era que en ellos también la muerte despertaba a la vida por amor, así como a Juan su amor por mi rabí le había librado de cami­nar por nuestro valle de lágrimas.

Y en nuestros corazones hubo gran regocijo.

Pero en el fondo de mi pecho continuaba ardiendo una secreta inquietud y grande era mi anhelo de darle de lo mío a mi rabí Nico­demon y a los demás ancianos del Sanedhrin.

Así también pude comprender que las medidas de una vigilia no pueden ser las mismas que las de otra. Porque en la vigilia el ser verdadero crece y crece, y se transforma hasta que el placer y el do­lor dejan de tener realidad y se convierten únicamente en agudas formas de una misma sustancia. Y en el hombre hay seis modos de vigilia, seis maneras de obrar. Unas son obras del Padre, otras son obras del Hijo, otras del Espíritu Santo y también las hay de Satanás, ‘,‘ en todas ellas se encuentra la vida, el amor y la muerte.

Y supe que quien despierta en el camino de la regeneración, va de una a otra vigilia, y así comprende que de nada le vale al hom­bre ganar la tierra si con ello va a perder su alma. Y que Dios Padre To­dopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, para ello dio potestad a la Comunión de los Santos por su Espíritu Santo, para el perdón y la remisión de los pecados y para que los pecadores lleven también en si la vida eterna en la eterna vigilia, amén.

Y así como el alma se va forjando poco a poco, de una vigilia en otra, así también las fuerzas que la integran se van perdiendo poco a poco para aquel que olvida el Espíritu Santo. Nada se gana de una sola vez, nada se pierde de una sola vez. Todo depende de cómo el hombre anda en la infinita ronda en la que Dios existe yendo de la vida, por amor, a la muerte y cómo el hombre sabe de su existencia yendo de la muerte, por amor, a la vida.

Por eso es que mi rabí hablaba en términos de comercio y decía ‘ganar’ y ‘perder’, porque para todo hay que pagar un precio, y cuan­do se le paga se sabe que es aquello que es lo infinito y que anda y anda en la eternidad.

También decía que únicamente pueden sanar quienes se saben enfermos.

Y cuando las multitudes de mendigos, enfermos y pobres le ase­diaban, él solía decir:

“Mirad esta generación y en ella ved como se ha esclavizado a su propia ceguera. Ama su dolor y ama sus males. Me dicen: ‘Dame, dame, dame’, sin siquiera atreverse a sospechar que aquello que me piden lo llevan en si mismos y por derecho propio. Pero sólo saben pedir, no saben recibir. Y son avaros, aun cuando ninguno de ellos es culpable de su suerte. Mas vosotros que veis, guardaos mucho de con­fiar en lo que no emane de -vuestro propio corazón, que en mi camino únicamente anda quien quiera dar. A estos otros, en tanto les dé me seguirán. Pero si les dijese: ‘Despertad para que aprendáis a dar’, me lapidarían. Y día vendrá en que me lapidarán”.

Y se alejaba de la multitud, pero su corazón permanecía con los pobres, aun cuando también algo tenía que decir de ellos:

“Cuánto pecado y cuánta iniquidad hay en quienes hacen de la pobreza un medio y rehuyen el sendero de la alegría. Por eso yo os digo hoy: pocos son los verdaderamente pobres, miserables son muchos. Y tan miserable es quien se revuelve en el cieno de su riqueza, como quien se regocija en el cieno de su pobreza. Porque el pobre que liare una profesión de su pobreza es un ladrón que roba el amor que anida en el corazón piadoso. Un verdadero pobre es grato al corazón de Dios y se hará rico, pues se habrá librado hasta del deseo de pobreza. Y habrá muchos ricos a quienes les serán abiertas las puertas del cielo porque no se revuelcan en su cieno, y habrá muchos pobres que se­rán arrojados al infierno, ahí donde hay lloro y rechinar de dientes.

Estas extrañas palabras sacudieron nuestro corazón, pero nuestro rabí nos dijo aún mas:

“Lo que el hombre tiene no es del hombre, sino de Dios. Y la Gracia de Dios llega a los hombres por la Comunión de los Santos, las siete potestades que son la diestra del Padre. Y una de ellas es­claviza al hombre, alejándolo de su vigilia intima y es la tentación cuyo origen siempre es el olvido de lo santo y sagrado. Por eso muchos son los llamados, pocos los elegidos. Quienes eligen el recuerdo de la íntima divinidad, esos serán los elegidos, pues para ellos el juicio del Hijo no será lapidario”.

 

El destino del hombre devenía más claro en mi entendimiento. Y una noche, en una solitaria colina, mientras los once dormían, me acerqué a mi rabí para que me dijese el sentido de sus palabras cuan­do anuncié que habría tribulaciones en mi.

“No temas, Judas”, me dijo. “Tú también me acompañarás y me ayudarás en el camino de la regeneración para que otros sean también salvos. Ellos”, dijo extendiendo su mano hacia los once que dormían, “han encontrado su alma y hay paz en sus corazones. Tú, en cambio, habrás de perder la tuya antes de hallarla. Aun no puedes llevar el sentido de mis palabras, pero yo te prometo que un día comprenderás y entonces habrá también paz en tu corazón y tu ta­rea no será difícil”.

Esa noche mi rabí me bendijo de una extraña manera.

Le pregunté si profetizaba lo mismo para todos, y él contestó:

“No, Judas. Porque mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, hace tiempo que sobre mis sienes llevaría una corona aún más esplén­dida que la de Salomón. Pero tú me verás coronado como el mundo corona a todo Hijo del Hombre. Llorarás ese día, pero tu caudal de lágrimas será como una corriente oculta en lo más’ profundo del agua de los ríos, y que conduce a una fuente más allá de las cumbres de los montes, en vez de conducir al mar. Por esa corriente vives y por esa corriente servirás para que otros remonten también el río de los destinos”.

La inquietud que me produjeron estas palabras fue un impulso que me lanzó a insondables abismos, y nuevamente sentí aquello que antes había sentido con las palabras de mi rabí Nicodemon, aquel vagar perdido como un niño que llora cuando queda abandonado y

sin pecho materno del cual recibir vida y amor. Mi rabí me observaba en silencio, y había gran ternura en su corazón, y me dijo:

“Pronto habrás de volver armado de espada hacia el mundo de los hombres. Irás como un recién nacido, mas no temas el juicio de los hombres porque tu vida será vida del Padre que levanta a los muertos. Y recuerda que el Padre a nadie- juzga, mas dio todo juicio al Hijo. Tampoco temas a quienes matan el cuerpo, mas teme a quien puede destruir el alma”.

Recordé entonces a mi rabí Nicodemon y sus cuitas y quedé pensando un instante en él, en sus palabras de hacia ya mucho tiempo y dije:

“Rabí, rabí, ten, piedad de mi, el más afligido de todos tus discí­pulos. Así como el Padre da vida y levanta a los muertos, y así como también el Hijo a los que quiere da vida, así a ti te declaro ahora Hijo de Dios, el Cristo vivo, y te suplico des vida y calmes la agonía de mi rabí Nicodemon”.

Guardé silencio y mi rabí también.

 

Entonces una gran luz, como jamás la podrá imaginar el hom­bre, nos envolvió a los dos.

Y oí grandes palabras de verdad habladas en el Reino de los Cielos.

Y me postré a los pies de mi rabí, y’ exclamé:

“¡Ya sé quien eres!”

 

Pero mi rabí puso su mano sobre mis labios, me miró tiernamente y me dijo:

“Judas, bienamado de mi corazón. Lo que has visto, cállalo aún, porque mi hora no ha llegado. Y es menester que se cumpla el des­tino, y tu me ayudarás en él”.

Y me dijo muchas bellas y hermosas palabras de verdad, sin ha­blarlas; y todas se grabaron en mi corazón.

Después, hablando con la boca, me dijo:

“No temas por Nicodemon. A ti te ha sido dado conocer cosas del cielo que Nicodemon aún no puede llevar. Porque no traigo paz, Judas, sino espada. Y quien de mi recibe la espada y hace guerra en sí mismo, ese será salvo porque velará. No hay enemigos de la vida, sólo hay enemigos del hombre. Y así será también salvo Nicodemon, cuando tenga la espada y no haya menester de ella. Así es contigo. Entonces tu calmarás las aguas y declararás aquello que el Padre pon­ga en tu boca en ese instante, pues no serás tu quien hable, sino el Espíritu del Padre quien hablará en ti”.

Y comprendí lo que mi rabí quería.

Y hubo también lumbre y luz en mi corazón, y supe que también tenía espada que dar, y que la espada da guerra al que está en paz pero daba paz a quien estaba en guerra.

Y alabé al Padre que está en los cielos, y a su Unigénito Hijo que era mi rabí Jesús.

Entonces, él me dijo:

“Judas, sé sencillo cual paloma, prudente cual serpiente”.

Pero mi espada no era como la de mi rabí; he aquí que en vez de cortar las amarras con que los pies de los hombres se aferran a las tinieblas de afuera, la mía había de cercenar el hilo con que el alma se sujeta a la luz.

Y elevando los ojos a mi rabí, así lo dije. Y vi en su rostro dos lágrimas que brotaron de sus ojos, y entonces me besó con amor y me dijo:

“Judas, he aquí que te llamo mi amigo, mas el mundo difícilmente comprenderá que lo eres en espíritu y en verdad. Más la hora h llegado en que te lave los pies, pues aquello que es menester que cumplas muy pronto, de dos modos se hace: sabiéndolo todo y por qué, ignorando el servicio. Y el hombre siempre preferirá ignorar la verdad y verá solamente un aspecto de Dios, y en su extravío creerá que lo ha conocido del todo. Mas tú y yo cumpliremos ahora como es menester que se cumpla toda justicia del Padre. Bienaventurado quien pueda entender lo que ahora anida en tu corazón, Judas”.

De mis labios brotó el reflejo de luz que allí había, y respondí:

“Bienaventurado tu, mi rabí, hijo de Dios. Porque tú eres el ‘si’ ahí donde yo seré el ‘no’ para el hombre. He aquí que te veo con’ la luz que disipa las tinieblas y seré tu reflejo en las mismas tiniebla para que sepan los hombres qué camino seguir, qué camino evitar, en el alma a la luz de tu amor, de donde brota la llama del fuego de mi celo”.

Mi rabí me miró nuevamente, y me dijo:

“En virtud de tu celo podrán muchos comprender que yo soy el camino, la verdad y la vida y no me rechazaran Nuevamente su gracia volvió a iluminar mi entendimiento y agregué:

“Más yo soy el desierto, la ilusión y la muerte, y muchos a mi vendrán”.

 

Y una vez más nos envolvió la luz, y en ella conocí el terrible misterio oculto en las palabras tan a menudo dichas por mi rabí:

“El Padre a nadie juzga, mas dio todo juicio al hijo”.

Y temblé de terror.

 

Pues el hombre sabe esto aun en su ignorancia, y por eso había descendido a nosotros nuestro rabí Jesús, para indicarnos el camino, la verdad y la vida.

Porque en el corazón humano jamás surge una inquietud a me­nos que la consolación esté pronta, y no hay anhelo que no esté flo­recido aun antes de nacer.

Y en este instante se formuló en mi corazón el voto de amor hacia el hombre del mundo. Y entendí mi misión, aquella que la Gracia de Dios me indicaba en el amor hacia mi rabí y que mi rabí había sembrado en mi pecho. Y aun cuando mi alma se abatió y de mis ojos brotaron abundantes lágrimas, miré hacia sus ojos y así le supliqué:

“Rabí, rabí de mi corazón. He aquí que veo llegar la noche y como habré de perderme en las tinieblas para que el hombre sea salvo. Pasa de mi esta copa si así es tu voluntad y la de nuestro Padre que está en los cielos y ayúdame a sobrellevar la agonía que me espera”.

Mis palabras se ahogaron en la desesperación que sentía. Y al elevar nuevamente mis ojos hacia él, le vi llorando en silencio pero con amargura. Pues en su corazón había mis dolor que en el mío. Al cabo de un instante, en la soledad de la noche, sus palabras bro­taron como un murmullo cuyo consuelo anidó en mi hasta que se hizo la noche de mi alma y llegaron a ella las tinieblas. Me dijo:

“Judas, he aquí que en el nombre del Padre te prometo que en ese momento quitaré el aguijón del dolor en tu inteligencia y única­mente te alumbrar4 el fuego de tu celo. Para que en virtud de él te sea pasada la copa de la agonía que habrás de sentir cuando llegue nuestra hora. Y en lo más recóndito de ti mismo sabrás que ni aun el Padre te juzgará y que mi juicio Sara juicio y no condena. Pues lo que es menester que hagas lo habrás de hacer por ¡ni y por la vida del hombre”.

Comprendí entonces que mi rabí y yo estábamos unidos en la eternidad. Que ahí donde él fuese, ahí estaría yo también. Yo en él y él en mí. Porque hasta entonces había hablado siempre de su hora, y he aquí que decía nuestra hora.

Y así fue, así es, y así siempre será para quien no tenga ojos ni oídos.

Y por eso agregó él:

“Pero aun corre el tiempo, y en él nuestra existencia”.

Quisiera yo ahora alumbrar en tu corazón la verdad de las co­sas, pues no fue mi voluntad sino la del Padre y de mi rabí la que se hizo aquella fatídica noche. Y por eso también fue que en los días de la Pascua se urdió la trama de tal modo que mi celo menguó la luz y sólo quedó brillando el fuego. Mas no todo fue manifiesto y aún no lo es completamente. Para mi las tinieblas que habían de ser lle­garon en el momento mismo en que mi rabí, compadecido de mi do­lor, sopó el bocado del olvido.

 

Pues así como el hombre precisa de la luz de mi rabí para orientar su camino hacia el Padre, así también precisa de la luz de mi celo para no herirse en los riscos del desierto. Porque es mi rabí quien ilu­mina mi camino hacia la plenitud de Dios, y yo quien le alumbra en la aridez en la que gira y gira en la eterna ronda de ilusión cuan­do únicamente le arrastra el celo. Bienaventurado quien pueda seguir a mi rabí sin escuchar mi voz; bienaventurado quien escuche mi voz y en ella reconozca también a mi rabí, porque tan sólo así podrá en­tender que no es posible servir a Mammon con la Gracia de Dios.

La luz de mi rabí me había hecho comprender que cuando hay luz y lumbre en el corazón del hombre le será dado advertir que hay camino porque hay desierto, que hay verdad debido a la ilusión, y vida en virtud de la muerte. Pues siendo hechura de Dios, semejante es a Dios. Pero hay camino únicamente para quien se sabe en el de­sierto, y verdad para quien sufre la ilusión. Así también hay vida para quien reconoce la muerte en si mismo y muere y renace en su íntima vigilia, orando. He aquí que el hombre siente la aridez del desierto por la gracia del camino y reconoce la ilusión a la luz de la verdad pues si el hombre no conociese la luz desde el comienzo de los tiempos ¿cómo habría de reconocer las tinieblas?

Y porque era su luz la que me permitía ver, mi rabí sabía de mi entendimiento y me dijo esa noche:

“Aún has de ver más, Judas”.

 

Y por tercera vez nos envolvió la luz.

Y en ella mi rabí condujo mi entendimiento a los pies de nues­tro Padre que está en los cielos.

Y le vi sentarse a la diestra de Dios.

Y yo quedé a la siniestra.

Mas el Padre, mi rabí y yo fuimos una sola cosa en ese instante.

 

Y ante mis ojos se desplegó la vida multiplicándose en los hechos de mi rabí, pues junto a toda la vida brillaba más plena la vida del hombre. En esa plenitud los hechos de mi rabí devendrían los hechos de muchos hombres, también los hechos míos estaban va multipli­cados.

Y así como esto era la urdimbre oculta de todo el mundo, era también la urdimbre oculta en la vida del hombre en sí.

En el hombre, como en el mundo entero, todo comienzo del Padre en el corazón humano estaba precedido de la voz de la conciencia, la voz del anhelo del Bien. Y era esta la voz de Juan Bautista que endere­zaba los caminos del Señor. Y tenía discípulos en el mundo y en el hom­bre; unos oían y otros no podían hacerlo. Y así como Juan Bautista refle­jaba y anunciaba una luz mayor, así también había sido y siempre será el nacimiento del camino, la verdad y la vida en el hombre. Por­que mi rabí nacido era de una pariente del Bautista. De la misma sangre eran los dos. Y yo, nacido en las lejanas tierras de Kariot, nacido de otra sangre era.

Todo cuanto veía a la luz de mi entendimiento, se multiplicaba en millones de formas distintas, pero era únicamente la vida del Pa­dre urgiendo a que el hombre tuviese también una inteligencia de ella.

Y esta inteligencia surgía de la contemplación de los hechos en sí mismo, por el hombre y en el hombre. Pues en sus primeros tiem­pos aquel que es el Salvador del hombre ha de huir de la ira de Hero­des y permanecer oculto durante su crecimiento. Pues todo ser hu­mano lleva un Herodes en sí, a la vez que un Bautista y un Jesús. Y todo hombre sufre también la invasión de un opresor ajeno a Israel, mas ha de buscar el germen de su dolor en Israel mismo, en sí. Y verá a los fariseos, a los saduceos y las legiones de cojos, ciegos, lepro­sos y mendigos alargando la mano en demanda de compasión. Y tendrá un publicano como Leví, y una ramera como Magdalena, y un Pedro y un Juan. También un Pilatos y a mí, Judas, el que le ha de vender al mundo.

“Judas, contempla el mundo”, me dijo mi rabí, “pues es la vida de Dios y nada en él hay muerto, nada puede morir. Todo cuanto es vida es Dios, y toda vida desciende para luego ascender. Dios, el Padre que está en los cielos, lo lleva todo en sí mismo pero no existe tan sólo para el hombre sino que está en y es todo cuanto es. Pero única­mente al hombre le es dado disfrutar de la inteligencia de su realidad. Y cuando su entendimiento se abre al Verbo deviene hijo de Dios, pues para el hombre en el principio es el Verbo y el Verbo es con Dios y es Dios. Y a ti te digo ahora, que ocurra lo que ocurra e hicieras lo que hicieres, en el amor del Padre será pues ahora sabes como santi­ficar su nombre. Y aun cuando creyeras un día haber maldecido su Espíritu Santo, no será tuya la culpa pues una potestad superior a ti te abrasará en su fuego y olvidarás la luz., Tal es tu voto para que así se cumpla toda justicia. Pues yo be de morir, descender a los infiernos y al tercer día resucitar de entre los muertos, pues el Padre me ha dado vida para que tenga vida en mí mismo y en virtud de esa vida del Padre todo ha de ascender conmigo como es menester que todo ascienda hacia la plenitud de Dios”.

 

Así quedó urdido el destino del hombre por mucho tiempo. Y en esta urdimbre todos fuimos un hilo que se multiplicó infinitas veces en el tiempo.

Ocurrió un día que llegaron “ciertos Griegos” que también que­rían subir a Jerusalén para adorar en la fiesta. Y hablaron con Fe­lipe y Felipe se lo dijo a Andrés, y ambos se lo dijeron a mi rabí.

Y mi rabí y los griegos hablaron en secreto. Y después mi rabí nos reunió a todos para anunciarnos:

“La hora viene en que el hijo del hombre será glorificado”.

Y mirándome a los ojos encendio el recuerdo de nuestra noche en el monte y agregó:

“De cierto, de cierto os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él sólo queda; mas si muriere, mucho fruto llevará”.

Estas palabras hicieron eco en mi corazón y en mi entendimiento también advertí que así como el grano de trigo mucho fruto lleva a su muerte en buena tierra, así también la cizaña mucho fruto daría en la misma tierra que el trigo. Pues la luz y el fuego juntos se ven y la llama del celo puede ser lumbre y brasa. Pero mi rabí que leía en mi corazón, elevó la voz y dijo mas:

“El que ama su vida, la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame, y donde yo estuviere, allí estará también mi servidor”.

Guardó silencio un instante, y mirándonos a todos a los ojos nos dijo sin palabras lo que cada cual había de entender y hacer. Y posando su mirada en mi, calmó la agitación de mi pecho, diciendo:

“Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará”.

 

“Ahora estaba turbada mi alma ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas por esto he venido en esta hora”.

Y nuevamente pude entender a que hora se refería mi rabí, pues su tiempo no era tan sólo el tiempo de Israel en. esos días sino el tiempo que había de multiplicarse para la gloria de Dios. Y en esa multiplicación, lo que era ahora uno y divino en mi rabí, llegaría a ser muchos igualmente divinos en la gloria de Dios y por la gracia del Espíritu Santo. Y en esta gracia. mi rabí exclamó con voz de true­no que aún ahora resuenan en lo más profundo de la conciencia de todo ser humano:

“¡Padre: glorifica tu nombre!”

Entonces todos nos pusimos de hinojos ante él. Y la luz se hizo en todos y la voz de los cielos habló en el corazón de cada cual vibrando con la emoción que mi rabí nos encendía. Y todos pudimos oír la voz del cielo:

“Y lo he glorificado y lo glorificaré otra vez”.

Y esta voz suena y resuena y también se multiplica como antes había multiplicado en otras formas y seguiré multiplicándose por los siglos de los siglos. Y en esta multiplicación, ocurrió la llegada de muchas horas de luz únicamente cuando la hora de las tinieblas prima el corazón del hombre.

La ‘multitud’ dijo que era la voz de un ángel, mas mi rabí extendiendo la mano sobre todos, nos dijo:

“No ha venido esta voz por mi causa, mas por causa de vosotros”.

Y el milagro fue hecho para su multiplicación, así como mi rabí había multiplicado una vez los panes y los peces. Panes para los hamb­rientos y peces para aquellos que habiendo probado el pan hacían voto de pescadores a fin de glorificar a Dios.

Mi rabí nuevamente nos dijo:

“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo           será echado fuera”.

Y en virtud del milagro que ya se había producido fuera del mundo, nos anuncié su promesa para todos los tiempos.

“Y si yo fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo”.

Con ello nuestro rabí nos enseñé el milagro de toda multipli­cación.

Y cada uno de nosotros Sintió el peso y a la vez la gloria de la Ley y la Gracia de Dios. Y cada cual supo qué había menester hacer, pues cada cual, al seguir a mi rabí, llevaba también a muchos en sí mismo. Pero únicamente andarían con él quienes quisieran hacerlo.

 

Entonces fue que mi rabí me mandó antes que él a Jerusalén, advirtiéndome:

“Judas, no temas a quienes matan el cuerpo sino a quienes pue­den matar el alma”.

Jerusalén hervía de rumores. Y mi apariencia no era la misma de antes, pues yo había dejado de ser un fariseo. Por eso mis antiguos amigos no me reconocieron ni en las calles ni en el templo. Mas Ni­codemon me reconoció y hablamos acerca de mi rabí.

Nicodemon estaba inquieto por la efervescencia política que había en la ciudad. Herodes y los suyos, como también los celotes, espe­raban la entrada de mi rabí en la Pascua para encender la revuelta contra Roma. Mas yo expliqué a Nicodemon lo que mi rabí Jesús me había explicado a mí, que su reino no es de este mundo.

Un decurión romano, amigo de Nicodemon, sospechaba de mi rabí y me interrogó con grave celo, pues quería orientar la conducta del procurador Pilatos. Le expliqué que mi rabí enseñaba a adorar al Padre que está en los cielos y no al César, y aun cuando el César romano fuese también obra del mismo Padre, el Dios de Israel era el único Dios verdadero. El decurión rió de mis palabras, mas yo le dejé en paz. Pues mi rabí nos había enseñado a no juzgar y en el mi­lagro de la glorificación del Padre para todos los tiempos, preciso era que su luz cayese por igual sobre justos y pecadores.

Mas mi rabí Nicodemon no comprendía la justicia del Padre y solamente la justicia de la Ley. Pero quería comprender, pues en su corazón el presagio era fuerte y el deseo de servir al Señor, poderoso. Por eso me pidió que le enseñara el bautismo con el fuego del Espíritu Santo.

Y recordando la luz de mi rabí, le dije:

“Nicodemón, hermano. El Espíritu Santo es santo porque es in­visible, inaudible e impalpable fuera del corazón humano. Pero hay quienes llega como un perfume y para otros con el sabor de la leche de la miel que comieron nuestros’ padres, aquellos que sabían cual a la tierra prometida a los judíos. Por eso el Espíritu Santo no se puede comunicar con palabras de este mundo. Pues es inmaculado y cuanto toca las cosas de este mundo recibe mácula. Por eso mi rabí insiste en decimos: “Bienaventurados los de puro corazón, pues ellos irán a Dios”. ¿Podría ser de otra manera, Nicodemon? Aun en el entendimiento de todo pecador brilla la luz, mas no todos los pecado. s se saben pecadores y por eso no todos osan volver el rostro hacia la. Pues no hay luz ni fuego del Espíritu Santo para quien no sufre s tinieblas. Y un puro corazón ha de estar vacío y limpio de todo, salvo del anhelo de Dios que Dios mismo sembró en nuestros prime­‘s padres. Más es la luz que la llama, pero la chispa no es menos que la luz”.

Nicodemon caviló un instante en su confusión.

“La Ley es menester que sea guardada por los ancianos de Israel. ¿Cómo, pues, tu rabí pretende que se siembre en el corazón de las multi­tudes?”, me dijo.

Y yo le respondí:

“La Ley llega a los hombres por la Gracia de Dios, pues antes que el mundo fuera, el Padre es. Así con mí rabí. Antes de que Abraham fuese, él es”.

“Blasfemas, Judas”, exclamó Nicodemon.

“La paz del Señor sea contigo, Nicodemon”.

“Y con tu espíritu”. Y hube de alejarme de Nicodemon, mas rabia que la luz aumen­taría en su entendimiento, pues aun cuándo el Gran Sacerdote se inquietaba también por los hechos de mi rabí, en todos ardía la es­peranza de la liberación.

Cuando llegué al patio del Templo encontré a Caifás. Sabiéndome discípulo de Cristo también me interrogó:

“Quisiéramos obrar con prudencia, Judas”, me dijo. “Mas debemos guardar el celo de la tradición para que no se pierda el pueblo”.

“Mi rabí no ha venido a abrogar la Ley o los profetas, mas ha venido a darles cumplimiento”

La ira asomó a su rostro, y en ella vi un reflejo de aquella visión en la que todo el milagro existía ya y se multiplicaba. Vi en ese instante como el rostro de Caifás y aun sus pensamientos y sus sentimientos también se multiplicaban en los tiempos que habrían por venir, “,¿Pretendes acaso que no damos cumplimiento a la Ley?”

“Mi rabí ha dicho que no todo aquel que clame ‘Señor, Señor’ verá el reino de los cielos, sinó aquel que haga la voluntad del Padre que está en los cielos”.

“¿Y cómo hemos de conocer esa voluntad a menos que interpre­temos la Ley de Moisés?”

“Aspirando a la gracia de mi rabí Jesús”.

Y también me alejé de él.

Aquella noche, inquieto, velaba orando como nos había enseñado nuestro rabí Jesús; y en medio de mis oraciones escuché su voz vi­brando dentro de mi pecho:

“Jerusalén, Jerusalén! Que teniendo ojos no ves, y oídos no oyes. Y toda palabra de profeta es lapidada en ti. Y así es con el hom­bre en su menguado entendimiento. Un día gritará: ‘Hossana!’ y al siguiente: “jCrucificadle!” Y en todo ello hay verdad, y así ha de ser. Porque en la lapidación hay también justicia. Pises las piedras devienen pan y el pan Espíritu Santo cuando se cumple con la volun­tad de Dios. Turbio es mi hablar, pero no es turbio mi decir, que la luz brilla en el corazón del hombre para que pueda abrir su enten­dimiento”.

En mi agonía recibí consuelo, pues vi que miembro del hombre era Jerusalén en la multiplicación milagrosa que ya bien conocía. Y como había en él una secreta lucha entre el procurador del invasor extraño y los custodios de la Ley de Dios, y como en la despiadada guerra sorda entre ambos surgía el dolor de la multitud de seres que de ellos dependían, y como, porque ambos lo ignoraban, había dolor y miseria en Israel.

Supe en ese momento que mi rabí entraría a Jerusalén.

Y así fue.

Pocos días después entró montado a la grupa de un pollino y no sobre un corcel. En son de paz y de humildad venía y no en son de batalla. Pues era menester que el hombre fuese salvo y salvo podía únicamente no haciendo violencia, mas dejándose ver únicamente por los que tienen ojos y oídos para ver y oír.

 

Anás, Caifás, el decurión romano que hablaba por Pilatos y va­rios fariseos discutieron tres noches antes de la fiesta de la Pascua. Nicodemon se opuso a la violencia que buscaba Caifás y me mandó llamar.

Y cuando se hubo retirado junto con el decurión romano quedé a as con Caifás y Anás.

“¿Qué propósito mueve a tu rabí, Judas?” me dijeron.

“Que el hombre conozca la verdad y sea libre”, respondí.

Ambos sonrieron, sin ocultar su desprecio.

“Es menester prenderle”, comentó Anás.

Mi corazón palpitó lleno de angustia, pues sentí el poder de mi rabí urgiéndome a hablar.

“Yo os puedo decir dónde ha1lareis al Cristo”, anuncié.

Y ambos me miraron con asombro. Y en ese instante comprendí cómo la Gracia de Dios obraba también en su entendimiento, pues más que a mi rabí ellos querían al Cristo. Así fue como concertamos a entrevista para la siguiente noche.

Y lo comuniqué a Nicodemon. Y Nicodemon comprendio, aun cuando sus ojos se llenaron de Lágrimas, y en ellas vi su compasión por mi.

Siete días antes de la llegada de mi rabí a Jerusalén dormí en Thania en casa de Lázaro el resucitado y comulgamos juntos con Marta y con Maria. Y en esa comunión llegó a nosotros nuevamente la palabra de consuelo de nuestro rabí, diciendo a cada uno en lo recóndito del propio corazón:

“Cegó los oídos de ellos y endureció su corazón; porque un vean n los ojos y entiendan de corazón, y se conviertan y yo los sane”.

Entonces supe que la multiplicación repetía el alma de las cosas es estas eran palabras de Isaías. Y comprendí como los príncipes los fariseos también anhelaban y creían en mi rabí Jesús sabién­dole el Cristo vivo, mas temían la ira de los dueños de la sinagoga por­que amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.

Y todo era como debía ser.

Pues nuevamente nos habló la palabra de Cristo en el corazón y repitió:

“Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva”.

Y todos sabíamos que la vida del Señor estaba en manos de nues­tro rabí quien había venido a sembrar para todos los tiempos por venir, como antes de él hablan sembrado nuestros padres con la Ley y los profetas. Mas este fruto, fruto nueva era. Pero no todos podían llevar esta palabra.

 

Al día siguiente, seis días antes de la Pascua, mi rabí llegó a Bethania.

Y los seis días se sucedieron preñados de emoción y de vida. Cada día marcó su tiempo en la multiplicación de los hechos, hasta el final.

Y nuestro rabí nos amó a todos, hasta el fin.

El quinto día, de noche, nos llevó en sí a su cena.

Y nos dijo:

“Hoy es el quinto día antes de la Pascua. Y en la Pascua mi Pa­dre será glorificado”.

Y nos lavó los pies.

Mas no todos quedaron limpios.

Y en el silencio que siguió a sus palabras, cuando había inquietud en todos, mi rabí dijo:

“No hablo de todos vosotros; yo sé los que he elegido. El que come pan conmigo levantó contra mi su calcañar. Desde ahora os lo digo, para que cuando se hiciere creáis que yo soy. De cierto os digo: el que recibe al que yo enviare a mi recibe; el que a mi reciba, recibe al que me envió”.

Luego, en medio de la inquietud de todos, al preguntarle Juan quien le había de entregar, anunció:

“Aquel a quien yo diere el pan mojado”.

Y estirando la mano con el pan mojado en ella me lo ofreció y yo lo recibí. Y sus ojos me miraron llenos de compasión y los míos bañados en lágrimas estaban, pues mi alma se estremecía de terror.

Ese instante mi rabí me miró y en su mirada colocó la memoria de aquella noche en el monte cuando me había llevado a la siniestra de nuestro Padre que está en los cielos.

Y compadeciéndose, me dijo:

“Lo que haces, hazlo más presto”.

Y tragué el bocado..

Y cuando lo hube tragado, la multiplicación de mis hechos quedó para todos los tiempos.

Y el tiempo urdido esa noche por mi rabí Jesús ha llegado a su fin, porque así es menester para la glorificación del Padre que está en los cielos.

Al comer el. pan mojado esa noche sentí caer sobre mi la barrera el tiempo, y lo Eterno, la plenitud de Dios que yo había conocido en amor de mi rabí, no fue más en mi corazón. Mi entendimiento se nubló y me vi de hinojos postrado ante la muerte y temiendo porque tinieblas se extenderían en el tiempo hasta que la opresión que hombre sufre en su caída le hiciese nuevamente clamar y mendigar luz.

Y Satanás habló en mi sangre con palabras de fuego:

“Olvida la luz que fue”.

Y comencé a sentir el devenir.

Entonces sentí que no era más el dueño de mi ser, sino el esclavo mi devenir y cayeron sobre mi mente las tinieblas de la tierra. Y lo que eran reflejos del ser de luz alumbraron en ellas con multiplicidad de sombras, y era una gama cambiante de colores pero en ningu­na había la blancura original.

Y caí en el olvido de mi propio rabí y ya no era más en él.

Y, sin embargo, su luz quedó ardiendo en mis tinieblas, mas no podía ver.

Entonces los ojos de mi rabí me miraron y por un instante sentí piedad en mi propio corazón, mas bien pronto ella se convirtió en y despecho pues con el pan mojado se había diluido toda la plenit­ud que él mismo me había dado.

Creí entonces en la muerte.

Y mi amargura se convirtió en mi fuerza.

Y obré. Pero no obré de mí mismo, pues toda potestad me había sido quitada para que aquel que tenga ojos vea, y si oídos que oiga.

Pues en estas mis palabras no hay una sílaba que no diga algo, ni un verbo que no indique un tiempo.

Pero nada de lo de mi rabí es del tiempo y sus palabras se repiten ahora como en todos los tiempos: ‘Mi reino no es de este mundo’.

Y de mi mismo agrego: “Este mundo está en el reino, mas no Como estoy yo. Que lo que del mundo pudiera ser del reino, suspen­dido está, colgando de una rama, carente de plenitud, sin que el cerebro y el corazón toquen el cielo, sin que los pies hiendan la tierra”.

 

Hombre de linaje maya: en trece partes he contado lo que he sabido de Judas. Hasta la novena marchó uncido por el amor de Jesús quien le lavó los pies, mas no quedó limpio del todo porque en la se­gunda ronda del nueve vendió al Cristo vivo al mundo y se cumplió la Escritura.

Pues cuando Judas llegó con una compañía y los ministros de los pontífices y de los Fariseos, Jesús les preguntó:

“¿A quién buscáis?”

Y ellos dijeron:

“A Jesús Nazareno”.

Y él dijo:

“Yo soy”.

Y ellos volvieron atrás y cayeron en tierra.

Y por segunda vez Jesús les preguntó a quien buscaban, y por segunda vez le dijeron: a Jesús Nazareno.

Y por segunda vez el dijo:

“Yo Soy; pues si a mí buscáis dejad ir a estos”.

Los enviados del príncipe de este mundo preguntaron dos veces, no mas.

Y con esto también se cumplió la escritura.

Pues los once fueron salvos.

Y así el espíritu permanece en los cielos, el cuerpo en la tierra.

¿Dónde llevas el alma?

Tercer capitulo del libro: El vuelo del la Serpiente Emplumada – Armando Cosani

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