DESCARTES: Un escéptico que se pregunta por su Identidad 4/5 (1)

Dudar de todo y hacerse preguntas ha sido el pan de cada día de todos los filósofos. Pero algunos como Descartes dudaban de lo que nos ha parecido siempre las cosas más obvias. Preguntarse por su propia Identidad en sus meditaciones llegaría incluso a que formulasemos el vervo “descartar” en honor a su nombre. Descartando, tal y como los hacían en India con el “NETI NETI”, Descartes juega en la mente con conceptos que a día de hoy siguen permitiendo cuestionarnos la vida, las personas, el alma y el Espíritu. Fernando Savater ha sido el encargado de conseguir que con palabras actuales entremos en la mente del Filosofo del siglo XVII.

Muy bien, razonemos cuanto queramos pero… ¿pode­mos estar realmente seguros de algo? Los escépticos de pura cepa vuelven a la carga sin darse por vencidos (des­pués de todo, lo característico del buen escéptico es que nunca se da por vencido… ¡ni mucho menos por con­vencido!). En el capítulo anterior hemos intentado expli­car cómo llegamos a sustentar racionalmente ciertas creen­cias, pero el escéptico radical -quizá escondido dentro de nosotros mismos- sigue gruñendo sus objeciones. Bue­no, nos dice, de acuerdo, ustedes se conforman con saber por qué creen lo que creen; pero ¿pueden explicarme por qué no creen lo que no creen? ¿Y si fuésemos sólo cere­bros flotando en un frasco de algún fluido nutritivo, a los que despiadados sabios marcianos someten a un ex­perimento virtual? ¿Y si los extraterrestres nos estuvie­ran haciendo percibir un mundo que no existe, un mun­do inventado por ellos para engañarnos con falsas con­catenaciones causales, con falsos paisajes y falsas leyes aparentemente científicas? ¿Y si nos hubieran creado en su laboratorio hace cinco minutos, con los fingidos re­cuerdos de una vida anterior inexistente (como a los re­plicantes de la película Blade Runner)? Por muy fantásti­ca que sea esta hipótesis, es al menos posible imaginarla y, si fuera cierta, explicaría también todo lo que creemos ver, oír, palpar o recordar. ¿Podemos estar seguros en­tonces de algo, si ni siquiera somos capaces de descartar la falsificación universal?

René Descartes, el gran pensador del siglo XVII, es considerado plausiblemente como el fundador de la filosofía moderna precisamente por haber sido el primero en plantearse una duda de tamaño semejante y también por su forma de superarla. Desde luego. Descartes no men­cionó a los extraterrestres (mucho menos populares en su siglo que en el nuestro) ni habló de cerebros conser­vados artificialmente en frascos. En cambio planteó la hipótesis de que todo lo que consideramos real pudiera ser simplemente un sueño -el filósofo francés fue más o menos coetáneo del dramaturgo español Calderón de la Barca, autor de La vida es sueño- y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrimos fueran sólo incidentes de ese sueño. Un sueño total, ina­cabable, en el que soñamos dormirnos y también a veces despertar (¿acaso no nos ha ocurrido a veces en sueños creer que despertamos y nos reímos de nuestro sueño an­terior?), lleno de personas soñadas y paisajes soñados, un sueño en el que somos reyes o mendigos, un sueño extraor­dinariamente vivido… pero sueño al fin y al cabo, sólo un sueño. No contento con esta suposición alarmante, Des­cartes propuso otra mucho más siniestra: quizá somos víctimas de un genio maligno, una entidad poderosa como un dios y mala como un demonio dedicada a engañarnos constantemente, haciéndonos ver, tocar y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras per­manentes equivocaciones. Según la primera hipótesis, la del sueño permanente, nos engañamos solitos; según la segunda, la del genio malvado, alguien poderoso (¡al­guien parecido a un extraterrestre, aunque como la mis­ma tierra sería un engaño no podemos llamarle así!) nos engaña a propósito: en ambos casos tendríamos que equivocarnos sin remedio y tomar constantemente lo fal­so por verdadero.

Para una persona corriente, estas dudas gigantescas resultan bastante raras: ¿no estaría un poco loco Descartes? ¿Cómo vamos a estar soñando siempre, si la noción de sueño no tiene sentido más que por contraste con los mo­mentos en que estamos despiertos? Y además sólo soña­mos con cosas, personas o situaciones conocidas durante los períodos de vigilia: soñamos con la realidad porque de vez en cuando tenemos contacto con realidades no soña­das. Si siempre estuviéramos soñando, sería igual que no soñar nunca. Además, ¿de dónde saca Descartes su genio maligno? Si existe tal dios o demonio dedicado constante­mente a urdir una realidad coherente para nosotros ¿por qué no le llamamos «realidad» y acabamos de una vez? ¿Cómo va a engañarnos si nada nunca es verdad? Si siem­pre nos engaña, ¿en qué se diferencia su engaño de la ver­dad? ¿Y qué más da conocer un mundo real en el que hay muchas cosas o conocer muchas cosas fabricadas por un demonio juguetón pero real?

Desde luego, Descartes no estaba loco ni desvariaba arrastrado por una imaginación desbordante. Como to­do buen filósofo, se dedicaba nada más (¡ni nada me­nos!) que a formularse preguntas en apariencia muy cho­cantes pero destinadas a explorar lo que consideramos más evidente, para ver si es tan evidente como creemos… al modo de quien da varios tirones a la cuerda que debe sostenerle, para saber si está bien segura antes de poner­se a trepar confiadamente por ella. Puede que la cuerda parezca amarrada como es debido a algo sólido, puede que todo el mundo nos diga que podemos confiar en ella pero… es nuestra vida la que está en juego y el filósofo quiere asegurarse lo más posible antes de iniciar su esca­lada. No, ese filósofo no es un loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los ca­sos!): sólo resulta algo más desconfiado que los demás. Pretende saber por sí mismo y comprobar por sí mismo lo que sabe. Por eso Descartes llamó «metódica» a su forma de dudar: trataba de encontrar un método (pala­bra que en griego significa «camino») para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad. Su escepticismo que­ría ser el comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer.

Bien, supongamos que todo cuanto creo saber no es más que un sueño o la ficción producida para engañarme por un genio maligno. ¿No me quedaría en tal caso al­guna certeza donde hacer pie, a pesar de mis inacabables equivocaciones? ¿No habrá algo tan seguro que ni el sue­ño ni el genio puedan convertirlo en falso? Puede que no haya árboles, mares ni estrellas, puede que no haya otros seres humanos semejantes a mí en el mundo, puede que yo no tenga el cuerpo ni la apariencia física que creo te­ner… pero al menos sé con toda certeza una cosa: existo. Tanto si me equivoco como si acierto, al menos estoy se­guro de que existo. Si dudo, si sueño, debo existir indu­dablemente para poder soñar y dudar. Puedo ser alguien muy engañado pero también para que me engañen nece­sito ser. «De modo que después de haberlo pensado bien -dice Descartes en la segunda de sus Meditaciones- y de haber examinado todas las cosas cuidadosamente, al fi­nal debo concluir y tener por constante esta proposición: yo soy, yo existo es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.» Cogito, ergo sum: pienso, luego existo. Y cuando dice «pienso» Descartes no sólo se refiere a la facultad de razonar, sino también a dudar, equivocarse, soñar, percibir… a cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Todo pueden ser ilu­siones mías salvo que existo con ilusiones o sin ellas. Si digo «veo un árbol frente a mí» puedo estar soñando o ser engañado por un extraterrestre burlón; pero si afirmo «creo ver un árbol frente a mí y por tanto existo» tengo que estar en lo cierto, no hay dios que pueda engañarme ni sueño que valga. Ahí la cuerda está bien amarrada y puedo comenzar a trepar.

¿Quién o qué es ese «yo» de cuya existencia ya no cabe dudar? Para Descartes, se trata de una res cogitans, una cosa que piensa (entendiendo «pensar» en el amplio sentido antes mencionado). Quizá traducir la palabra latina res por «cosa» no sea muy adecuado y resultase mejor traducirla por «algo» o incluso por «asunto», en el sentido genérico que tiene también en res publica (el asunto o asuntos públicos, el Estado): el yo es un algo que piensa, un asunto mental. Sea como fuere, por aquí le han venido después a Descartes las más serias objecio­nes a su planteamiento. ¿Por qué esa «cosa que piensa» y que por tanto existe soy yo, un sujeto personal? ¿No podríamos decir simplemente «se piensa» o «se existe» de modo impersonal, como cuando afirmamos «llueve» o «es de día»? ¿Por qué lo que piensa y existe debe ser una cosa, un algo subsistente y estable, en lugar de ser una se­rie de impresiones momentáneas que se suceden? Existen pensamientos, existe el existir, pero… ¿por qué llama Descartes «yo» al supuesto sujeto que sostiene esos pen­samientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensacio­nes, razono y calculo, deseo, siento miedo… pero nunca percibo una cosa a la que pueda llamar «yo».

Cien años después de Descartes, el escocés David Hume apunta en su Tratado de la naturaleza humana: «Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo “yo mismo”, siempre tropiezo con una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de do­lor o de placer. Nunca puedo captar un “yo mismo” sin encontrar siempre una percepción, y nunca puedo obser­var nada más que la percepción». Según Hume, aquí también existe un espejismo, a pesar de los esfuerzos de Descartes por evitar el engaño. Lo mismo que creo «ver» un bastón roto al introducirlo en el agua -a causa de la refracción de la luz-, también creo «sentir» una sus­tancia ininterrumpida y estable a la que llamo «yo» tras la serie sucesiva de impresiones diversas que percibo: como siempre noto algo, creo que hay un algo que está siempre notando y sintiendo. Pero a ese mismo sujeto personal que Descartes parece dar por descartado -per­dón por el chiste horrible- no lo percibo nunca y por tanto no es más que otra ilusión.

O puede que no sea una ilusión, sino una exigencia del lenguaje que manejamos. Quizá la palabra «yo» no sea el nombre de una cosa, pensante o no pensante, sino una especie de localizador verbal, como los términos «aquí» o «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio, fijo y esta­ble, llamado «aquí»? ¿O un momento especial, identificable entre todos los demás de una vez por todas, llama­do «ahora»? Decir «yo pienso, yo percibo, yo existo» es como asegurar «se piensa, se percibe, se existe aquí y ahora». Según Kant, la fórmula «yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones mentales pero lo mismo podría decirse de «aquí» y «ahora». No me puedo expresar de otro modo y sin duda algo estoy ex­presando al hablar así, pero es abusivo suponer que esas palabras descubren una cosa o una persona fija, estable y duradera. En este caso, como en tantos otros, quizá fi­losofar consista en intentar aclarar los embrollos produ­cidos por el lenguaje que manejamos. Uno de ellos es suponer que a cada palabra debe corresponderle en el mundo «algo» sustantivo y tangible, cuando muchas pa­labras no designan más que posiciones, relaciones o prin­cipios abstractos. Otro desvarío lingüístico consiste en considerar todos los verbos como nombres de acciones y buscar por tanto en cualquier caso el sujeto que las rea­liza. Si digo por ejemplo «yo existo», el verbo existir fun­ciona en mi imaginación como si señalase algún tipo de acción, igual que cuando digo «yo paseo» o «yo como». Pero ¿y si «existir» no fuera en absoluto nada parecido a una acción ni por tanto necesitase un sujeto concreto para llevarla a cabo? ¿Y si «existir» funcionase más bien como «es de día» o «llueve», es decir como algo que pasa pero que nadie hace?

Probablemente, al plantear como irrefutable la exis­tencia de su yo (que es también el nuestro, no le creamos egoísta). Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción cargada de referencias reli­giosas -cristianas, claro está, pero también anteriores al cristianismo- muy respetables e interesantes, aunque ni mucho menos tan indudables como exigía el filósofo francés cuando buscaba la certeza definitiva por medio de su procedimiento dubitativo**. Aunque Descartes trata de ponerlo todo en duda, parece admitir de rondón y sin mayor crítica la noción de «alma» o «yo» personal, so­bre cuya certeza tanto cabe dudar siguiendo su propio método. Los escépticos más aguerridos dirán que Des­cartes no fue verdaderamente uno de ellos, sino sólo un falso escéptico demasiado interesado en salir de dudas cuanto antes..**. Según Descartes, el alma es una realidad separada y totalmente distinta del cuerpo, al que contro­la desde una cabina de mando situada en la glándula pi­neal (un adminículo de nuestro sistema cerebral al que en su época aún no se le había descubierto ninguna función fisiológica concreta). Los neurólogos y psiquiatras actua­les sonríen ante este punto de vista pero tampoco sus ex­plicaciones sobre la relación entre nuestras funciones mentales y nuestros órganos físicos son siempre claras ni del todo convincentes. La gente corriente, ustedes o yo (ustedes, cada uno de los cuales también dice «yo»), ¿acaso hemos renunciado verdaderamente a creer que somos «almas» en un sentido bastante parecido al de Descartes?

Volvamos otra vez a la cuestión del «yo». ¿Podemos despacharlo como un mero error del lenguaje? Cada uno estamos convencidos de que de algún modo poseemos una cierta identidad, algo que permanece y dura a través del torbellino de nuestras sensaciones, deseos y pensa­mientos. Yo estoy convencido de ser yo, en primer lugar para mí pero también para los demás. Yo soy yo porque me mantengo a través del tiempo y porque me distingo de los otros. Creo ser el mismo que fui ayer, incluso el mismo que era hace cuarenta años; aún más, creo que se­guiré siendo yo mientras viva y si me preocupa la muer­te es precisamente porque significará el final de mi yo. Pero ¿cómo puedo estar tan seguro de que sigo siendo el mismo que aquel niño de cinco o diez años, inmensa­mente diferente a mi yo actual en lo físico y lo espiritual? ¿Acaso es la memoria lo que explica tal continuidad? Pero la verdad es que he olvidado la mayoría de las sen­saciones e incidentes de mi vida pasada. Supongamos que alguien me enseña una foto mía de hace décadas, to­mada en una fiesta infantil de la que no recuerdo abso­lutamente nada. La veo y digo complacido «sí, soy yo», a pesar de mi radical olvido: aunque no recuerdo nada, es­toy seguro de que entonces me sentía tan yo como ahora mismo y que esa sensación nunca se ha interrumpido. También creo haber seguido siendo siempre yo por las noches mientras duermo, pese a recordar rara vez lo que sueño -y nunca por mucho tiempo- o incluso durante la completa inconsciencia producida por la anestesia. Aun suponiendo que un accidente me dejase completamente amnésico, incapaz de recordar nada de mi vida pasada, ni siquiera lo que me ocurrió ayer, probablemente segui­ré pensando -¿con algunas dudas, quizá?- que siempre fui el mismo «yo» que ahora soy… aunque ya no me acuerde.

El psiquiatra Oliver Sacks, en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, cuenta el caso de uno de sus pacientes -un tal Mr. Thomson- cuya memoria había sido destruida por el síndrome de Korsakov y que se dedicaba a inventarse constante y frenéticamente nuevos pasados. Era su forma de poder seguir conside­rándose «el mismo» a través del tiempo, como le pasa a usted y como me pasa a mí. «El mismo» quiere decir que, aunque evidentemente cambiamos de un año a otro, de un día para otro, algo sigue permaneciendo estable bajo los cambios (para que una cosa cambie es necesario que en cierto aspecto siga siendo la misma: si no, en vez de cambiar se destruye y es sustituida por otra). Pero ¿cuántos cambios puede sufrir una cosa para que siga­mos diciendo que es la misma que era, aunque transfor­mada? Si a un cuchillo se le rompe la hoja y la cambio por otra, sigue siendo el mismo; si le cambio el mango por otro, también será el mismo; pero si le he cambiado la hoja y el mango, ¿continuará siendo el mismo, aunque yo siga llamándole «mi» cuchillo? ¿Y respecto al futuro? ¿Cómo puedo estar tan convencido de que seguiré sien­do también «yo» mañana y el año que viene, si aún vivo, a pesar de cuantas transformaciones me ocurran, aunque el mal de Alzheimer destruya mis recuerdos y me haga olvidar hasta mi nombre o el de mis hijos? ¿Y por qué es­toy tan preocupado por ese yo futuro que se me ha de parecer tan poco?

En defensa del «yo» cartesiano, sin embargo, también pueden objetársele ciertas cosas a quienes piensan como Hume. Dice el filósofo escocés que cuando entra en su fuero interno para buscar su yo (¿para buscarse?) sólo encuentra percepciones y sensaciones de diverso tipo: tropieza con contenidos de conciencia, nunca con la conciencia misma. Pero ¿quién o qué realiza esa intere­sante comprobación? Sin duda ni la percepción ni la sensación son lo mismo que comprobar que uno tiene una sensación o una percepción. Una cosa es notar el frío, por ejemplo, y otra darse cuenta de que uno está sintiendo frío, es decir, clasificar esa desagradable sen­sación, imaginar sus posibles efectos negativos, buscarle rápido remedio. Hay en mí una sensación de frío y tam­bién algo que se da cuenta de que estoy sintiendo eso (no otra cosa) y lo relaciona con todo lo que recuerdo, deseo o temo, o sea con mi vida en su conjunto. Lo que siento o percibo en este momento preciso no vaga desli­gado de toda referencia al complejo formado por mis otros recuerdos y expectativas sino que inmediatamente se aloja más o menos estructuradamente entre ellas. En eso me parece que consiste el que yo pueda llamar mías a mis sensaciones y percepciones: en la especial adhe­sión que tengo por ellas y también en la necesidad de tomarlas en cuenta vinculándolas con otras no menos mías. Si noto un dolor de muelas, por ejemplo, no po­dré desentenderme de él o ignorar sus implicaciones di­ciendo: «Vaya, parece que hay un dolor de muelas por aquí. ¡Espero que no sea mío!». De un modo u otro, no sólo lo notaré sino que deberé tomarlo en cuenta. Y ese tomarlo en cuenta no es en la mayoría de los casos una mera reacción refleja sino más bien una reflexión por la que me apropio de lo que me ocurre y lo conecto con el resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo ten­go conciencia -como cualquier otro animal- sino tam­bién autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la ca­pacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo espe­cialmente comprometido. No sólo siento y percibo, sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para mí cuanto siento y per­cibo.

Este texto continua…

Las preguntas de la vida…Fernando Savater

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