Pitágoras le llamaba el Uno primero compuesto de armonía, el Fuego viril que atraviesa todo, el Espíritu que se mueve por sí mismo, el Individuo y el gran No-Manifestado, donde los mundos efimeros manifiestan el pensamiento creador, el Único, el Eterno, el Inmutable, oculto bajo las cosas múltiples que pasan y cambián. “La esencia en sí se substrae al hombre, dice el pitagórico Filolao.
(En las matemáticas trascendentales, se demuestra algebraicamente que cero multiplicado por infinito es igual a Uno. Cero, en el orden de las ideas absolutas, significa el Ser indeterminado. El Infinito, lo Eterno, en el lenguaje de los templos se simbolizan por un círculo o por una serpiente que se muerde la cola, que significa el Infinito, moviéndose a sí mismo. Y, desde el momento que el Infinito se determina, produce todos los números que en su grande unidad contiene, y que gobierna en una perfecta armonía. Tal es el sentido trascendente del primer problema de la teogonía pitagórica, la razón que hace que la grande Mónada contenga a todas las pequeñas y que todos los números surjan de la grande unidad en movimiento).
Dios, la substancia indivisible, tiene pues por número la Unidad que contiene al Infinito, por nombre el de Padre, de Creador o de Eteno Masculino, por signo el Fuego viviente, símbolo del Espíritu, esencia del Todo. He aquí el primero de los principios.
Pero las divinas facultades son semejantes al loto místico que el iniciado egipcio, acostado en su sepulcro, veía surgir de la negra noche. Al pronto no es más que un punto brillante, luego se abre como una flor, y el centro incandescente se manifiesta como una rosa de luz con mil hojas.
Pitagoras decía que la grande Mónada obra como Diada creadora.
En el momento que Dios se manifiesta, es doble; esencia invisible y substancia divisible; principio masculino activo, animador, y principio femenino pasivo o materia plastica animada. La Diada representaba, pues, la union del Eterno-Masculino y del Eterno-Femenino en Dios, las dos facultades divinas esenciales y correspondientes.
Orfeo había expresado poéticamente esta idea en este verso:
Jupiter es el Esposo y la Esposa divinos.
Todos los politeísmos han tenido intuitivamente conciencia de esta idea, representando a la Divinidad tan pronto en forma masculina como en forma femenina.
Y esta Natura viviente, eterna, esta grande Esposa de Dios, no es únicamente la terrestre Naturaleza, sino la naturaleza celeste invisible a nuestros ojos corporales, el Alma del mundo, la Luz primordial, unas veces Maia, y otras Isis o Cibeles, que vibrando la primera bajo la impulsión divina, contiene las esencias de todas las almas, los tipos espirituales de todos los seres. Es luego Demeter, la tierra viviente y todas las tierras con los cuerpos que contienen, donde aquellas almas vienen a encamarse. Luego es la Mujer, compañera del Hombre. En la humanidad, la Mujer representa a la Naturaleza; y la imagen perfecta de Dios no es el Hombre solo, sino el Hombre y la Mujer. De ahí su invencible, encantadora y fatal atracción; de ahí la embriaguez del Amor, en que se juega el ensueño de las creaciones infinitas y el oscuro presentimiento de que el Eterno-Masculino y el Eterno-Femenino gozan de una perfecta unión en el seno de Dios. “Honor, pues, a la Mujer, en la tierra y en el cielo, decía Pitágoras con todos los iniciados antiguos; ella nos hace comprender a esta grande mujer, la Naturaleza. Que sea su imagen santificada y que nos ayude a remontar por grados hasta la grande Alma del Mundo, que procrea, conserva y renueva, hasta la divina Cibeles, que lleva al pueblo de las almas en su manto de Luz”.
La Mónada representa la esencia de Dios, la Dyada su facultad generadora y reproductiva. Ésta genera el mundo, florecimiento visible de Dios en el espacio y el tiempo.
Más el mundo real es triple. Pues de igual modo que el hombre se compone de tres elementos distintos pero fundidos uno en otro, cuerpo, alma y espíritu; así el universo está dividido en tres esferas concéntricas: el mundo natural, el mundo humano y el mundo divino. La Triada o ley del ternario es, pues, la ley constituitiva de las cosas y la verdadera clave de la vida, desde la constitución fisiológica del cuerpo animal, en funcionamiento del sistema sanguíneo y del sistema cerebroespinal, hasta la constitución hiperfísica del hombre, del universo y de Dios. De este modo ella abre como por encanto al espíritu maravillado la estructura interna del universo; ella muestra las correspondencias infinitas del macrocosmos y del microcosmos. Ella obra como una luz que atraviesa las cosas para hacerlas transparentes, y hace brillar a los mundos pequeños y grandes como otras tantas linternas mágicas.
Edouard Schuré: Los grandes iniciados