ABSOLUTO es. 5/5 (3)

Nicolás de Cusa dice que no ve al innombrable como privado de nombre sino como anterior a todo nombre. Ningún nombre le conviene puesto que Él precede a toda cosa. Por esa misma razón, todo nombre es suyo, porque Él es no-otro de todo.

Hay que reflexionar y hacer como el que ve la nieve a través de un vidrio rojo: ve la nieve y no atribuye la apariencia roja a la nieve sino al vidrio. Así actúa la inteligencia viendo al sin forma a través de la forma.

Aunque está apartado de todo y es perfectamente desconocido, mirar hacia Dios no es ver lo visible sino ver en lo visible lo invisible.

Esto se puede compren­der por medio de la analogía de la luz. La luz se impone por ella misma, aunque no es vista ni conocida de otra forma que según la manera en que se revela en lo que está iluminado, y es invisible en tanto que ella existe antes y por encima de todo lo visible.

Él es así

Él es así: como uno no podría agarrar los sonidos que salen de un tambor que es golpeado, pero si se agarra el tambor o al que lo golpea, uno agarra el sonido;

Él es ási: como uno no podría agarrar los sonidos que salen de una con­cha en la que se sopla, pero si se agarra la concha o al que sopla en ella, uno agarra el sonido;

Él es así· como uno no podría agarrar los sonidos que salen de una vfná que se está tocando, pero si se agarra la vfná o al que la toca, uno agarra el sonido. l

  • Si tomo las realidades de este mundo tal cual son, le tomo a ÉL
  • Si no acepto las realidades de este mundo tal cual son, no le acepto a ÉL
  • Si pretendo llegar a Eso Absoluto saltándome las realidades de este mundo tal cual son, se me vuelve inasible e inalcanzable el Absoluto mismo.
  • Si quiero acceder a Él tal cual es, tengo que reconciliarme con las cosas tal cual son.
  • Si pongo peros a las cosas y personas de este mundo y exijo que cambien para aceptarlas, le pongo peros a Él y le exijo que se presente no como el Absoluto se presenta sino según yo le exijo.

El Absoluto, Dios, no es un posible objetivo de búsqueda porque no es objeto, porque es anterior a toda posible dicotomía entre sujeto y objeto o entre sujeto y sujeto.

No puede conseguirse como resultado de una búsqueda porque es incondicio­nado, Absoluto. Absoluto quiere decir que están cortados todos los puentes con Él, todas las relaciones. Tampoco puede alcanzarse porque es inalcanzable. Es Único, no tiene segundo con quien entrar en relación.

Por tanto, ni Dios es un objetivo, ni hay método o procedimiento para acceder a Él, ni es alcanzable. Todas estas actitudes e ideas suponen dos, y Él es el “sin segundo, el “no-dos”.

Hay que comprender, con toda claridad, el dilema que supone intentar alcanzar, desde las perspectivas de la dualidad, lo que es anterior a esa dicotomía.

Ese dilema sólo se soluciona con lucidez, no con empeño, ni con la rigidez de un método garantizado, porque no lo hay; sólo los necios creen tenerlo. Por las mismas razones, las expectativas de una experiencia no-dual resultan dualistas.

Así el camino a Dios, al Absoluto, es un “no-camino” porque no es nada que tenga la continuidad y eficacia de conducir de “a” a “b”.

Ninguna práctica religiosa, ritual u oración, o método, o acción desinteresada, o yoga, o zazen, puede provocar o conducir a la iluminación, a la liberación de la dualidad, a la unión con Dios, porque no es posible una relación de causa a efecto.

Quien no comprenda que la Vía es un “no-camino”, no hará más que afianzar la dualidad y barrarse el paso.

El valor relativo de todas las posibles prácticas y métodos es sólo apartar la mente y el sentir de sus preocupaciones con la diversidad de objetos y objetivos sensitivos y mentales para ayudarle a centrarse en la atención al Único.

El valor de todas las prácticas y procedimientos no es más que el valor del “intento”. En el seno del intento perseverante y continuado, se produce el despertar.

El Absoluto, el que es, está en todos los seres, pero es distinto de todos los seres porque no se identifica con la forma de ningún ser; y no se identifica con ninguna forma porque es todas las formas.

Los seres capaces de conocimiento, sean del nivel que sean, no le conocen porque todo ser se identifica con su propia forma para poderse contraponer al medio del que vive.

Pero aunque los seres no le conocen, Él, el Absoluto, tiene como cuerpo a todos los seres y los rige desde dentro.

El Absoluto, que tiene todos esos rasgos, es tu propio ser; esa es tu naturaleza real; ese es tu Gobernante interno, el Inmortal.

Aunque el Absoluto está inmediata y directamente en el conocimiento, el co­nocimiento no le conoce porque, en vez de saberse luz, se identifica con aquello que ilumina.

El Único es incognoscible, imperceptible.

El sentir no puede detectarlo porque no es una cosa entre las cosas ni un ser entre los seres.

No se le puede encontrar en el mundo de las realidades, ni con la mente ni con los sentidos ni con la vibración de la carne, porque no es una entidad más entre las entidades, ni siquiera es una Superentidad, ni un Supersujeto o un Señor Absoluto.

Si nuestros ojos le buscan en el llano o en la montaña, en la ciudad o en el desierto, no dan con ÉL

Si nuestras manos quieren tocarlo, no le encuentran.

Si nuestros oídos quieren saber cuál es el sonido de su voz, la mudez es abso­luta. Si queremos sentir su aroma, no le percibimos.

Si nuestra mente quiere comprenderle situándolo con relación a las realidades que nos rodean o con relación a nosotros mismos, no se le puede acotar ni conce­bir, es como si no fuera.

Nuestro aparato lingüístico, conceptual y simbólico está tejido con un tipo de trama por la que se cuela el Absoluto, sin dejar rastro. Es como si quisiéramos vaciar el agua del mar con los dedos.

La finalidad de nuestros instrumentos de conocimiento es la supervivencia, no el conocimiento del Absoluto.

Nuestro sentir es la coordinación y unificación del complejo de sensores de un viviente, creados para situarse y orientarse en su medio y actuar de manera conveniente para satisfacer las necesidades y evitar los riesgos y amenazas.

Nuestro sistema completo de sensores y las señales y conmociones que se pue­den provocar en nuestro cuerpo, no sitúan ni detectan el menor rasgo de su presencia.

Tienen razón las tradiciones cuando le llaman el Invisible, el Incognoscible, el Trascendente.

No obstante, Él se revela, es decir, se da a conocer tanto a nuestra mente como a nuestro sentir.

No existe nada que vea sino Él, nada que escuche sino Él, nada que perciba sino Él, nada que conozca sino Él 

Por consiguiente, aunque para nosotros, simples vivientes, es sin forma, nues­tros ojos le pueden ver directamente en toda forma, nuestros oídos le pueden oír en todo sonido, nuestras manos le pueden tocar en todo cuerpo, nuestra mente le encuentra con claridad en toda realidad y nuestra carne se conmueve ante Él en todo lo que nos rodea.

La búsqueda de lo Real os pone de espaldas a la vía.1

El Absoluto no es ningún objeto que pueda buscar un sujeto.

Quien se pone en marcha en búsqueda del Absoluto, marcha en dirección contraria, dando la espalda a lo que pretende buscar.

¿Por qué? Porque hace del Absoluto un objeto entre los objetos.

Por más que revuelva entre los objetos, intentado encontrar ese peculiar objeto, no lo encontrará jamás.

Al ponerse en marcha para buscarlo, lo sitúa fuera de sí mismo. Fuera de sí mismo, como distinto de sí, así jamás le encontrará.

Tampoco lo encontrará revolviendo entre los sujetos, intentando encontrar un supersujeto.

Haciendo del Absoluto el término de mi búsqueda, le pongo entre la multipli­cidad de lo que existe: una entidad entre entidades, un objeto entre objetos, un sujeto entre sujetos. No es nada de eso. ¿Cómo le voy a encontrar, si él es el vacío de toda multiplicidad y de toda distinción, si Él no es otro de nada, si Él es el no-­otro de todo?

El Absoluto no es, pues, una entidad; como tal no existe; pero eso no significa que sea pura no-existencia.

Ahí está la clave de la comprensión.

Toda conciencia viviente así como lo soy yo, es conciencia de seres necesitados (siempre necesito), por ello objetiva las realidades que satisfacen sus necesidades y se objetiva a sí misma como sujeto de necesidades. Esta doble objetivación es la condición de posibilidad de su sobrevivencia.

Nuestra conciencia con esa doble objetivación, la del medio que la rodea y la de sí misma, se autolimita y se somete a sí misma. Representándose como sujeto de necesidades y deseos, se en­claustra en sí misma.

Esa separación y ese enclaustramiento es la causa de la ilusión. Eso es la ego­centración. La necesidad hace del sujeto un objeto entre los objetos y encierra a la subjetividad en el ego del deseo.

La conciencia que silencia la necesidad, ni objetiva ni se objetiva. No lleva a cabo el bucle de la egocentración. Por eso no es conciencia de nada ni de nadie.

Por los caminos del silencio: Mariá Corbí

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