No hay otra cosa que Dios, pues Dios mismo es el ser. Y todo lo existente es una manifestación del ser: ser concentrado, por así decir. Y esto es lo que experimenta el místico. No experimenta el Dios puro, desnudo, más allá de las religiones; no se coloca delante de la puerta de la iglesia para mirar al sol (si lo hiciese arruinaría sus ojos, como nos cuenta Platón en el mito de la caverna). Experimenta más bien que todo es manifestación de Dios, la concentración del ser divino, incluido él mismo. El cosmos es la epifanía de Dios.
El fundamento de la mística es la experiencia de unidad, en la que se ha disuelto la frontera entre Dios y mundo, mientras que la teología cristiana se basa en un dualismo fundamental entre Dios y mundo. Según esta representación teísta, Dios es una persona que existe para sí fuera del mundo. Creó el mundo como algo separado de El y lo dirige desde el exterior. El mundo, a su vez, como creación separada de Dios, tiene la posibilidad de comportarse de diferentes maneras hacia Dios, y ahí radica la responsabilidad del ser humano. Sin embargo, este cometió el pecado original, con lo cual el mundo es un mundo caído en el pecado. Desde entonces, el mundo y Dios son diferentes, no solamente según su ser, sino también según su cualidad: el mundo necesita ser salvado, y la salvación tan solo podrá venir desde el exterior, de Dios. El tiene que tomar la iniciativa para cerrar el abismo que se abrió entre El y los hombres. Y lo hace enviando al mundo un salvador y redentor: un salvador preexistente, igual a El, que viene al mundo como Dios, se hace hombre y, finalmente, salva a la humanidad gracias a un sacrificio. La sangre de Cristo, la muerte expiatoria —así lo declara la teología cristiana— produce la reconciliación entre Dios y el mundo caído. Resulta muy difícil enseñar esta teología a las personas de hoy en día.
Dios y ser humano se corresponden como oro y anillo. Son dos realidades bien diferentes. El oro no es el anillo, el anillo no es el oro. Pero en el anillo de oro solo pueden existir juntos: son coexistentes. El oro necesita una forma para aparecer y el anillo necesita un material para resultar visible. Son no dos. El oro se manifiesta como anillo.
¿Nosotros mismos somos Dios?
Sí. Aunque para los cristianos esta frase parezca escandalosa, cuando no herética o arrogante. Pero esto se debe al hecho de suponer que el místico pronuncia esta frase desde su consciencia del yo. En realidad la frase tiene su origen en la experiencia de unidad donde ya no hay ni yo ni tú. Además, la sospecha de herejía proviene del hecho de que el cristianismo entiende como «Dios» algo muy diferente de lo que acabamos de llamar «lo divino», la realidad primera, la consciencia cósmica o, precisamente, «Dios». El cristianismo entiende bajo el término Dios, por definición, un ente frente a nosotros. Pero esta idea teísta de Dios tiene solamente sentido mientras nos movemos en el nivel racional de la consciencia. Únicamente allí se necesita a un Dios que redime de una manera determinada. Desde la perspectiva de la mística, esta explicación de la redención es una metáfora del acontecimiento que ocurre en la experiencia mística. La salvación está siempre presente; en la experiencia mística el ser humano irrumpe en ella.
Esta afirmación no supone ningún menosprecio, pero todo creyente tiene que aceptar el hecho de que existe un nivel de consciencia que transciende su visión religiosa del mundo. Si se da cuenta de esto y, en una situación determinada de su vida, le surge la pregunta sobre el sentido de la vida, entonces estará preparado para encaminarse por el sendero interior, que no es otro que el espiritual.
Ocurrirá lo que los místicos denominan proceso de purificación. Utilizando términos psicológicos podríamos hablar de un proceso de individuación, en el cual la psique se hace transparente a todos los bloqueos psíquicos y a los condicionantes que han surgido debidos a la educación, la socialización y la enseñanza religiosa. Hay que saber que no se trata de deshacerse de todos estos aspectos, sino de hacerlos conscientes y de aceptarlos. El proceso de devenir transparente conlleva una transformación de la identificación, especialmente en el ámbito religioso. Se hará pedazos el Dios del cielo al que rezábamos cuando éramos niños. Y más de uno lanzará entonces un suspiro como lo hiciera Nietzsche: Dios ha muerto. En realidad no ha muerto Dios, sino una imagen determinada de Dios. Hay una canción de Claudia Mitscha-Eibel que expresa perfectamente los sentimientos de la gente de hoy: En el cielo reina ahora el silencio, no se oye ninguna palabra. El que estuvo allí ¿ha muerto?, ¿o se marchó a escondidas? Esta situación supone una carga emocional muy fuerte para muchas personas. Ya no saben a qué agarrarse. Pero esta crisis ya contiene en sí misma el impulso hacia la siguiente etapa del camino interior, pues entonces comienza, según la tradición religiosa, la fase del vaciamiento de la consciencia o de la unificación de la consciencia.
Libro: La ola es el mar