El silencio es una de las condiciones esenciales que permiten que el ser se manifieste con propiedad, por supuesto, también se expresa en el logos, en la palabra, pero antes, ha de manifestarse primigeniamente en el silencio; Nietzsche señaló: «El camino a todas las cosas grandes pasa por el silencio».
No hay que ir muy lejos para poner a prueba la anterior afirmación, basta mirar a una madre o un padre sosteniendo en sus brazos a un hijo recién nacido, ver cómo se contemplan mutuamente y se reconocen, ver cómo el niño sonríe. Aquí, madre e hijo, sin decir palabra alguna, se comunican. Éste es un buen ejemplo de que no se requieren palabras, sino silencio para comunicarse, se necesita un silencio que permita que la presencia del otro se revele.
Al hablar aquí de silencio, nos referimos a la experiencia de permanecer y aparecer, permitiendo que se manifieste el propio ser.
No es un misterio para nadie que uno puede estar en soledad, en aparente «silencio», sin embargo, esta soledad no garantiza en lo más mínimo estar en quietud. Estando en una habitación, por ejemplo, a pesar de no existir estímulos auditivos o visuales, la persona puede estar muy lejos de estar en silenciosa calma. Esta persona puede estar sumida en sus pensamientos o divagando en torno al futuro, sumido en cavilaciones, absorto en tareas, en actividades para el próximo fin de semana, etc., qué duda cabe, nos cuesta mucho permanecer en silencio en el aquí y ahora.
El filósofo Ramón Panikkar (1997) nos aporta una distinción interesante, él distingue tres tipos de silencio, el silencio del cuerpo, el silencio de la voz y el silencio de los pensamientos, siendo este último el más importante y al cual se subordinan los otros dos.
Nuestro pensamiento muchas veces se transforma en un reflejo de lo que hemos vivido a lo largo del día, de lo que vemos, oímos y de lo que hablamos, de alguna forma, somos lo que percibimos y también somos lo que nos decimos y le decimos a los demás. Estamos acostumbrados a volar con nuestras ideas, a perdernos en ellas, nos cuesta mucho trabajo la práctica de volver al estado presente, al silencio de este instante.
Cuando hacemos el ejercicio de volver al presente, ocurren cosas interesantes. Al principio podemos sentir incomodidad, a veces ganas de huir, pero si nos quedamos en él, lentamente el silencio puede ir calando en nuestro organismo, poco a poco, tenemos la oportunidad de volver a nosotros mismos, e irnos vaciando; podemos disminuir la velocidad en que aparece nuestro pensar.
Claro, podríamos igual huir, estar en todo momento en los pensamientos, irnos con ellos, creer que somos ellos; pero la postura quieta del cuerpo nos invita al momento presente, nos ayuda a darnos cuenta que hemos estado divagando con nuestro pensamiento por lugares diferentes del presente, entonces, en un instante, tenemos la posibilidad de volver a estar al aquí y al ahora, donde estamos sentados.
En este punto, presente y silencio se vuelven indistinguibles, el ruido pareciera no ser otra cosa que nuestra mente moviéndonos entre los recuerdos del pasado o las proyecciones del futuro, el silencio aquí no tiene que ver con ausencia o presencia de ruidos, sino más bien con una atención serena en el momento presente, se acerca al silencio de pensamientos descrito por Panikkar.
Los saltos de nuestra mente a lugares distintos del presente se transforman en «ruido»; sin embargo, mediante la meditación hacemos el ejercicio de volver al silencio del instante, darnos cuenta de la respiración, de la pierna, del calambre, de aquella incomodidad en la espalda o también de que no nos duele nada.
En el silencio de la meditación, además de aparecer las tensiones corporales, las malas posturas, también aparecen los temas que tenemos pendientes, en ese silencio se van desplegando y haciendo visible nuestra más íntima condición.
El silencio y la quietud como marcos nos permiten ir tomando consciencia de las tempestades del alma. El silencio permite acoger el ruido y la tempestad, aún cuando nuestra primera reacción sea huir de ella.
En el silencio está la oportunidad de observar que los pensamientos son creaciones realizadas por nosotros mismos. El solo hecho de observarlo y aceptarlo les quita urgencia, de alguna forma, el silencio permite superar al pensamiento, Panikkar (1997) lo señala.
«El silencio que no sólo calla la palabra, sino que sobre todo supera al pensamiento, el silencio pertenece al misterio» (p.265).
Volver al momento presente es volver a la quietud, a lo que se manifiesta delante de nuestros ojos. Meditar no es más (ni menos) que focalizarse en la experiencia presente, no teorizarla ni relatarla, es simplemente volver al natural estar presente, una y otra vez; y no tiene nada que ver con «poner la mente en blanco». Meditar es volver a mirar donde siempre hemos estado mirando, con actitud de apertura, de forma curiosa, mirar aquello que siempre yace ahí, que transcurre momento tras momento y que también es nuevo.
LIBRO: El mayor avance es detenerse…Claudio Araya