Su estado de conciencia en este instante, tanto si se da cuenta de ello como si no, es conciencia de unidad. Ahora mismo ya es el cosmos, ya es la totalidad de su experiencia presente. Su estado actual es siempre conciencia de unidad, porque el “yo” separado, el “uno” aparte, que siempre parece ser el principal obstáculo que se le opone, es siempre una ilusión. No necesita destruirlo porque, para empezar, no está ahí: no existe. Lo único que realmente tiene que hacer es buscarlo, y no lo encontrará. Y esa misma imposibilidad de encontrarlo es ya un reconocimiento de la conciencia de unidad. En otras palabras, cada vez que se busque “a sí mismo” y no se encuentre, recae momentáneamente en su estado anterior y real de conciencia de unidad.
Por más extraño que, en un principio, pueda parecer todo esto, la intuición de que no hay un yo separado ha sido evidente para los místicos y sabios de todos los tiempos, y constituye uno de los puntos centrales de la filosofía perenne. Como ejemplo de esta intuición podrían darse numerosas citas, pero basta con el célebre resumen de las enseñanzas de Buda, que lo dice todo:
Sólo existe el sufrimiento, no hay quien sufra;
Hechos hay, pero nadie que los haga;
Y hay Nirvana, pero nadie que lo busque;
El Camino existe, pero nadie lo recorre.
Cuando nos damos cuenta de que no hay parte, caemos dentro del Todo. Cuando comprendemos que no hay un “yo” separado (y que eso sucede en este mismo momento), comprendemos que nuestra verdadera identidad es siempre la Identidad Suprema. A la luz omnipresente de la percepción de lo que no tiene fronteras, lo que una vez imaginamos como el yo aislado aquí dentro resulta ser una y la misma cosa que el cosmos de ahí fuera. Y si algo hay que sea tu verdadero ser, es precisamente eso. Allí donde mires, lo que ves por todas partes es tu rostro original. […]
Tat Tvam asi, dicen los hindúes. “Tú eres Eso. Tu verdadero Ser es idéntico a la Energía fundamental de la cual son manifestación todas las cosas en el universo”.
A este ser verdadero, las diversas tradiciones místicas y metafísicas que se han sucedido en la historia de la humanidad le han dado decenas de nombres diferentes. Se le ha llamado el Hijo de Dios, Al-insan, Al-kamil, Adam-kadmon, Ruarch Adonai, Nous, Pneuma, Purusha, Tathagatagarbha, el Hombre Universal, el Huésped, el Brahman-Atman, entre otros nombres. Y visto desde un ángulo ligeramente diferente, en realidad, es sinónimo de Dharmadhatu, el Vacío, el Ser Tal y la Divinidad. Todas estas palabras no son más que símbolos del mundo real de lo que no tiene fronteras.
Ahora bien, es frecuente referirse al ser verdadero valiéndose de algún tipo de apelativo que da a entender que es el núcleo “más íntimo” del hombre es, sobre todo, subjetivo, íntimo y personal, no-objetivo e interior. De manera unánime, los místicos nos dicen que “el Reino de los Cielos está dentro de nosotros”, que en la profundidad de nuestra alma hemos de escudriñar hasta descubrir, oculto en nuestro ser más recóndito, el Verdadero Ser de toda existencia. Como solía decir swarni Prabliavanarida: “¿Quién, qué crees que eres absoluta, básica, fundamentalmente dentro de ti?”.
Con frecuencia, se encontrarán referencias al ser verdadero que lo consideran el “Testigo interior”, el “Veedor y Conocedor absoluto”, la propia “Naturaleza íntima”, la “Subjetividad absoluta” y cosas semejantes. Así, Shankara, el maestro del hinduismo Vedanta, expresó: “Hay una Realidad existente por sí misma, que es la base de nuestra conciencia del ego. Esa Realidad es el Testigo de los tres estados de conciencia [vigilia, sueño y sueño profundo] y es distinto de las cinco envolturas corporales. Esa Realidad es el Conocedor en todos los estados de conciencia. Se da cuenta de la presencia o ausencia de la mente. Ése es Atman, el Ser Supremo, el antiguo”. O veamos esta cita del maestro Zen Shibyama:
[La Realidad] es “Subjetividad Absoluta”, que trasciende tanto la subjetividad como la objetividad y libremente las crea y se vale de ellas. Es “Subjetividad Fundamental”, que jamás puede ser objetivada o conceptualizada y es completa en sí misma, con la plena significación de la existencia en sí misma. Llamarla por tales nombres es ya un error, un paso hacia la objetivación y la conceptualización. Por eso, señaló el maestro Eisai que “es por siempre innombrable”.
La Subjetividad Absoluta, que jamás puede ser conceptualizada ni objetivada, está libre de las limitaciones del espacio y del tiempo; no está sometida a la vida y a la muerte; trasciende el sujeto y el objeto y, por más que viva en un individuo, no está restringida a lo individual.
Pero decir que el ser verdadero es el Veedor Verdadero, el Testigo Interior o la Subjetividad Absoluta que hay dentro de cada uno de nosotros puede parecer contradictorio a la luz de lo que hasta ahora hemos dicho sobre la conciencia de unidad. Porque, por una parte, hemos visto que el ser verdadero es una percepción omnipresente de lo que carece de fronteras, en la cual el sujeto y el objeto, el que ve y lo visto, el que tiene la experiencia y lo experimentado forman un continuo único. Mas, por otra parte, acabamos de describir al ser verdadero como el Testigo interior, el Conocedor fundamental. Dijimos que es quien ve y no lo visto, que está dentro y no fuera. ¿Cómo hemos de resolver esta aparente contradicción?
En primer lugar, debemos reconocer las dificultades con las que se enfrenta el místico cuando trata de describir la experiencia inefable de la conciencia de unidad. La primera y principal de ellas es el hecho de que el ser verdadero es una percepción de lo que carece de fronteras, mientras que todas nuestras palabras e ideas no son otra cosa que fronteras, demarcaciones. Esto, sin embargo, no es un fallo peculiar de ningún lenguaje, sino que es inherente a todos ellos en virtud de su misma estructura. Un lenguaje sólo posee utilidad en la medida en que puede establecer demarcaciones convencionales. Un lenguaje de lo ilimitado no es en absoluto lenguaje, de modo que el místico que intente hablar lógica y formalmente de la conciencia de unidad está condenado a incurrir en todo tipo de paradojas y contradicciones. El problema reside en que no hay ningún lenguaje cuya estructura le permita captar la naturaleza de la conciencia de unidad, de la misma manera que con un tenedor no se puede recoger agua.
Por esto, el místico debe contentarse con señalar y mostrar un Camino por el cual podamos todos tener, por nosotros mismos, la experiencia de la conciencia de unidad. En este sentido, la senda del místico es una vía puramente experiencial. El místico no nos pide que creamos nada a ciegas, ni que acatemos ninguna otra autoridad que la de nuestro propio entendimiento y nuestra propia experiencia. Sólo nos pide que realicemos unos experimentos de percepción, que observemos atentamente nuestro estado actual de conciencia y que procuremos ver lo que somos nosotros y lo que es nuestro mundo de la manera más clara posible. Como decía Wingenstein: “¡No pienses, mira y nada más!”.
Pero ¿dónde hay que mirar? La respuesta de los místicos es universal: “Mira hacia adentro, muy hacia adentro, pues ahí reside el ser verdadero”.
Ahora bien, al decir que el ser verdadero está dentro de ti, el místico no lo describe, sino que te lo señala. Te dice, en realidad, que mires hacia adentro, no porque la respuesta final resida efectivamente en tu interior y no fuera, sino porque, mientras buscas cuidadosa y coherentemente dentro, tarde o temprano encontrarás lo que está fuera. Dicho de otro modo, te das cuenta de que el interior y el exterior, el sujeto y el objeto, el que ve y lo visto son una misma cosa, de manera que, espontáneamente, caes en tu estado natural. El místico, pues, empieza por hablar del ser verdadero de una manera que parece contradictoria con todo lo que antes dijimos. Sin embargo, si seguimos su discurso hasta el final, veremos que la conclusión es idéntica.
Empecemos por considerar qué puede significar algo como “Subjetividad Absoluta” o “Testigo Interior”, por lo menos en la forma en que el místico usa estas expresiones. Subjetividad Absoluta sería aquello que jamás, en ningún momento ni en circunstancia alguna, puede ser un objeto particular que pueda ser visto, oído, conocido o percibido. Como al Veedor absoluto, jamás se le podría ver; como al Conocedor absoluto, jamás se le podría conocer. Lao Tzu habla de ello en estos términos:
Como el ojo mira y no llega a vislumbrarlo,
Se le llama lo evasivo.
Como el oído escucha sin poder oírlo,
Se le llama lo inaudible.
Como la mano busca sin poder asirlo,
Se le llama lo incorpóreo.
Con el fin de establecer contacto con este ser verdadero o Subjetividad Absoluta, la mayoría de los místicos llegan, en consecuencia, a algo semejante a lo que enuncia Sri Ramana Maharshi: “El cuerpo burdo que se compone de los siete humores, eso no soy; los cinco órganos sensoriales que aprehenden sus objetos respectivos, eso no soy; incluso la mente que piensa, no lo soy“.
Pero entonces ¿qué podría ser este ser verdadero? Como señalaba Ramana, no puede ser mi cuerpo, porque puedo sentirlo y conocerlo, y lo que puede ser conocido no es el Conocedor absoluto. No puede ser mis deseos, esperanzas, temores y emociones, porque en alguna medida puedo verlos y sentirlos, y lo que puede ser visto no es el Veedor absoluto. No puede ser mi mente, mi personalidad, mis pensamientos, porque de todo eso se puede dar testimonio, y aquello de lo cual se puede dar testimonio no es el Testigo absoluto.
Al mirar con persistencia dentro de mí, en busca del ser verdadero, lo que de verdad hago es empezar a darme cuenta de que es totalmente imposible encontrarlo dentro. Yo solía pensar en mí mismo como en el “pequeño sujeto” de aquí dentro, que observaba todos los objetos de ahí fuera. Pero el místico me demuestra claramente que, en realidad, al “pequeño sujeto”, ¡puede vérsele como un objeto! y, en consecuencia, no es, en modo alguno, mi verdadero ser.
Pero aquí, precisamente, de acuerdo con el místico, reside nuestro principal problema en la vida y el vivir, porque la mayoría de nosotros imaginamos sentirnos, o conocernos, o percibirnos, o por lo menos aprehender en algún sentido lo que somos. En este mismo momento tenemos esa sensación. Pero ―replica el místico― el hecho de que pueda ver, o saber, o sentir lo que “soy” en este momento me demuestra, de manera concluyente, que eso que “soy” no puede ser, en modo alguno, mi ser real, verdadero.
Es un ser falso, un pseudo-ser, una ilusión y una trampa. Sin darnos cuenta, nos hemos identificado con un complejo de objetos que conocemos, o que podemos conocer. Por ende, este complejo de objetos cognoscibles no puede ser el verdadero Conocedor, el Ser real, el Yo. Nos hemos identificado con nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra personalidad, imaginando que esos objetos constituyen nuestro verdadero “ser” y nos pasamos la vida entera procurando defender, proteger y prolongar lo que no es más que una ilusión.
Somos las víctimas de un caso epidémico de identidad equivocada, mientras nuestra Identidad Suprema aguarda, con silenciosa certidumbre, que la descubramos.
El místico sólo desea hacer que despertemos para aquel o aquello que verdadera y eternamente somos antes que, o por debajo de, nuestro pseudo-ser. Por eso, nos pide que dejemos de identificarnos con ese falso ser, que nos demos cuenta de que, al margen de lo que uno pueda saber, pensar o sentir de sí mismo, eso no puede constituir su verdadero ser.
Mente, cuerpo, pensamientos y deseos no constituyen mi verdadero Ser, como no lo son los árboles, las estrellas, las nubes y las montañas, porque con igual acierto puedo dar testimonio de todos ellos en cuanto objetos. Si procedo de esta manera, me vuelvo transparente para mi ser, mi “yo”, y caigo en la cuenta de que, en cierto sentido, lo que soy va mucho más allá de este organismo aislado y limitado por la piel. Cuanto más me adentro en mí mismo, más salgo de mí mismo.
Al proseguir con esta investigación, se produce en la conciencia un curioso viraje de 180º, lo que el Lankavatara Sutra denomina “un giro total en la más profunda sede de la conciencia”. Cuanto más busco al Veedor absoluto, tanto más claramente me doy cuenta de que no puedo encontrarlo como un objeto concreto, por la sencilla razón de que es todos los objetos. No puedo sentirlo porque es todo lo que siento. No puedo tener una experiencia de él porque es todas mis experiencias. Es verdad que cualquier cosa que pueda ver no es el Veedor… porque todo lo que veo es el Veedor. Cuando me dirijo adentro en busca de mi verdadero Ser, lo único que encuentro es el mundo.
Pero ahora ha sucedido algo extraño, pues me doy cuenta de que el verdadero ser de dentro es, en realidad, el mundo real de afuera, y viceversa. El sujeto y el objeto, lo interior y lo exterior, son y han sido siempre uno.
No hay demarcación primaria. El mundo es mi cuerpo, y el lugar que miro es el lugar desde el que miro.
Como el ser verdadero no reside ni adentro ni afuera, porque de hecho el sujeto y el objeto son no-duales, el místico puede hablar de la realidad de muchas maneras diferentes, pero sólo aparentemente contradictorias. Puede decir que en toda la realidad no hay objeto alguno, o puede declarar que la realidad no contiene ningún sujeto. También puede negar tanto la existencia del sujeto como del objeto, o hablar de una Subjetividad Absoluta que trasciende ―a la vez que incluye― tanto al sujeto relativo como al objeto relativo. Todas estas expresiones son simplemente diversas maneras de decir que el mundo interior y el mundo exterior no son más que dos nombres diferentes para el estado, único y omnipresente, de percepción del estado presente de conciencia sin fronteras.