La contemplación es la más alta expresión de la vida intelectual y espiritual del hombre. Es esa vida misma, plenamente despierta, totalmente activa y completamente consciente de que está viva. Es prodigio espiritual.
Es espontáneo temor reverencial ante el carácter sagrado de la vida, del ser. Es gratitud por la vida, el conocimiento y el ser. Es una comprensión profunda del hecho de que, en nosotros, la vida y el ser proceden de una Fuente invisible, trascendente e infinitamente abundante.
La contemplación es, por encima de todo, la conciencia de la realidad de esa Fuente. Conoce la Fuente de una manera oscura e inexplicable, pero con una certeza que va más allá de la razón y de la simple fe. Pues la contemplación es un género de visión espiritual a la que aspiran la razón y la fe por su misma naturaleza, porque sin ella ambas permanecen siempre necesariamente incompletas. No obstante, la contemplación no es visión, porque ve “sin ver” y conoce “sin conocer”. Es una profundidad de fe más honda, un conocimiento tan profundo que no puede ser captado en imágenes ni en palabras, ni siquiera en conceptos claros. Puede ser sugerida por palabras, por símbolos, pero en el mismo momento en que la mente contemplativa trata de indicar lo que conoce, retira lo que ha dicho y niega lo que ha afirmado. Pues en la contemplación conocemos por “desconocimiento”. O, mejor dicho, conocemos más allá de todo saber o ‘”no saber”.
La poesía, la música y el arte tienen algo en común con la experiencia contemplativa. Pero la contemplación va más allá de la intuición estética, más allá del arte y más allá de la poesía. De hecho, está también más allá de la filosofía y más allá de la teología especulativa. Resume, trasciende y consuma todo ello y, sin embargo, al mismo tiempo parece que, en cierto modo, lo reemplaza y lo niega.
La contemplación está siempre más allá de nuestro conocimiento, más allá de nuestras luces, más allá de los sistemas, más allá de las explicaciones, más allá del discurso, más allá del diálogo y más allá de nuestro propio yo.
Para entrar en el ámbito de la contemplación debemos, en cierto sentido, morir; pero esta muerte es en realidad la entrada en una vida más elevada. Es una muerte por amor a la vida, que nos hace abandonar todo lo que podemos conocer o atesorar como vida, como pensamiento, como experiencia, como gozo, como ser.
Y por eso parece que la contemplación reemplaza y descarta cualquier otra forma de intuición y experiencia ―ya sea en el arte, en la filosofía, en la teología, en la liturgia o en los niveles ordinarios del amor y la creencia. Naturalmente, este rechazo es sólo aparente. La contemplación es y tiene que ser compatible con todas estas cosas, ya que es su realización más elevada. Pero en la experiencia real de la contemplación todas las demás experiencias se pierden momentáneamente: “mueren” para nacer de nuevo en un nivel de vida más elevado.
Dicho de otro modo, la contemplación tiende hacia el conocimiento e incluso hacia la experiencia del Dios trascendente e inexpresable. Conoce a Dios porque parece que Lo toca. O, mejor dicho, Lo conoce como si hubiera sido invisiblemente tocado por El… Tocado por Aquel que no tiene manos, pero es la Realidad pura y la fuente de todo lo que es real. Por eso la contemplación es un repentino don de toma de conciencia, un despertar a lo Real en el que todo es real, una comprensión viva del Ser infinito que está en la raíz de nuestro ser limitado, una comprensión de nuestra realidad contingente recibida como regalo de Dios, como don gratuito de su amor. Este es el contacto existencial de que hablamos cuando empleamos la metáfora de “ser tocado por Dios”.
La contemplación es también la respuesta a una llamada: una llamada de Aquel que no tiene voz y, sin embargo, habla en todo lo que existe y, por encima de todo, habla en las profundidades de nuestro propio ser, ya que nosotros somos Sus palabras. Pero somos palabras destinadas a responderle a El, a contestarle a El, a ser Su eco e incluso, de alguna manera, a contenerlo y significarlo. La contemplación es este eco. Es una profunda resonancia en el centro más íntimo de nuestro espíritu, donde nuestra vida pierde su voz autónoma y resuena con la majestad y la misericordia del Dios vivo y escondido. Él se responde a Sí mismo en nosotros, y esta respuesta es la vida divina, la creatividad divina que renueva todas las cosas. Nosotros nos convertimos en el eco y la respuesta de Dios.
Es como si Dios, al crearnos, nos hubiera hecho una pregunta y, al despertarnos a la contemplación, respondiera a esa pregunta, de modo que el contemplativo es al mismo tiempo pregunta y respuesta.
La vida de contemplación implica dos niveles de conciencia: primero, conciencia de la pregunta y, segundo, conciencia de la respuesta. Aunque constituyan dos niveles distintos y totalmente diferentes, en realidad son conciencia de la misma cosa. La pregunta es, ella misma, la respuesta. Y nosotros somos ambas cosas. Pero no podemos saberlo hasta que hemos entrado en el segundo nivel de conciencia. Despertamos, no para encontrar una respuesta absolutamente distinta de la pregunta, sino para comprender que la pregunta es su propia respuesta. Y todo esto se resume en una conciencia ―no una proposición, sino una experiencia, a saber: “YO SOY”.
La contemplación a la que me refiero no es filosófica. No es la conciencia estática de esencias metafísicas percibidas como objetos espirituales, inmutables y eternos. No es la contemplación de ideas abstractas. Es la percepción religiosa de Dios a través de mi vida en Dios o por medio de la “filiación”, como afirma el Nuevo Testamento: “En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… El Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios”; “A todos los que la recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios”… Y por eso la contemplación a la que me refiero es un don religioso y trascendente. No es algo que podamos conseguir solos, gracias al esfuerzo intelectual o el perfeccionamiento de nuestras facultades naturales. No es una especie de autohipnosis, resultado de la concentración en nuestro ser espiritual interior. No es el fruto de nuestros esfuerzos. Es el don de Dios, que, en Su misericordia, completa la escondida y misteriosa obra de la Creación en nosotros iluminando nuestras mentes y nuestros corazones, despertando en nosotros la conciencia de que somos palabras pronunciadas en Su única Palabra y que el Espíritu Creador (Creator Spiritus) habita en nosotros, y nosotros en Él. Que somos “en Cristo” y que Cristo vive en nosotros. Que la vida natural en nosotros ha sido completada, elevada, transformada y consumada en Cristo por el Espíritu Santo. La contemplación es la conciencia y la comprensión e incluso, en cierto sentido, la experiencia de lo que creen oscuramente todos los cristianos: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”.
Por consiguiente, la contemplación es más que una consideración de verdades abstractas sobre Dios, más incluso que una meditación afectiva sobre las cosas que creemos. Es el despertar, la iluminación y la asombrosa comprensión intuitiva por los que el amor obtiene la certeza de la intervención creadora y dinámica de Dios en nuestra vida diaria.
La contemplación no “encuentra” simplemente una idea clara de Dios, Lo encierra dentro de los límites de esa idea y Lo mantiene allí como un prisionero al que siempre puede volver. Todo lo contrario: la contemplación es llevada por Dios a Su reino, Su misterio y Su libertad. Es un conocimiento puro y virginal, pobre en conceptos, más pobre todavía en razonamientos, pero capaz, por su misma pobreza y pureza, de seguir a la Palabra “dondequiera que vaya”.
No somos nosotros quienes elegimos despertar, sino Dios quien elige que despertemos a la contemplación.