Todo comenzó (y debo decir que no es mucho lo que ahora puedo recordar) una fría y lluviosa tarde de otoño en Oxford mientras paseaba. El cielo estaba oscureciendo y yo me arropaba en mi nuevo abrigo cuando, súbitamente y sin advertencia previa, la búsqueda de algo más se esfumó y, con ella, toda separación y toda soledad.
Y con la muerte de la separación, yo era todo lo que había. Yo era el cielo oscuro, el hombre de mediana edad que paseaba con su perro perdiguero y la anciana menuda que caminaba torpemente con sus botas de agua. Yo era los patos, los cisnes, los gansos y el pájaro de aspecto divertido con cresta roja en el frente. Yo era el encanto otoñal de los árboles y el barro que se me pegaba a los zapatos; yo era todo mi cuerpo, los brazos, las piernas, el torso, el rostro, las manos, los pies, el cuello, el pelo y los genitales. Yo era las gotas de lluvia que caían sobre mi cabeza (aunque, hablando con propiedad, no se trataba exactamente de “mi cabeza”, pero como desde luego estaba ahí, considerarla “mi cabeza” era tan adecuado como cualquier otra cosa). Yo era el chapoteo del agua en el suelo, el agua que se acumulaba en los charcos y llenaba el estanque hasta el punto de desbordarlo. Era los árboles empapados de agua, el abrigo empapado de agua, el agua que todo lo empapaba. Yo era todo empapado de agua y hasta el agua empapada de sí misma.
Entonces fue cuando lo que, durante toda mi vida, me había parecido lo más normal y corriente, se convirtió súbitamente en algo tan extraordinario que me pregunté si las cosas no habrían sido siempre tan vivas, claras e intensas. Quizá había sido mi búsqueda vital de lo espectacular y de lo extraordinario la que me había llevado a desconectarme de lo absolutamente ordinario y a perder también el contacto, en el mismo movimiento, de lo absolutamente extraordinario.
Y lo absolutamente extraordinario de ese día era que todo estaba empapado de agua y yo no estaba separado de nada; es decir, yo no estaba. Como dijo un viejo maestro zen el escuchar el sonido de la campana, “No hay yo ni campana, lo único que existe es el tañido”, ese día no había “yo” alguno experimentando esa claridad, sólo había claridad, sólo el despliegue instante tras instante de lo absolutamente obvio.
Tampoco había, en ese momento, forma alguna de saber todo eso, porque no había pensamiento que nombrase nada como “experiencia”. Lo único que había era lo que estaba ocurriendo, sin forma alguna de conocerlo, las palabras llegaron luego.
Y también había la sensación omnipresente de que todo estaba bien, de que todo estaba impregnado de una sensación de paz y de ecuanimidad, como si todo fuesen versiones diferentes de esa paz, aparte de la cual nada existía. Yo era la paz, y también lo eran el pato que sobrevolaba la escena y la anciana renqueante; la paz lo saturaba todo, todo estaba lleno de esa paz, de esa gracia y de esa presencia incondicional y libre, de ese amor desbordante que parecía ser la esencia del mundo, la razón misma del mundo, el alfa y el omega de todo. A esa paz parecían apuntar las palabras “Dios”, “Tao” y “Buda”.
No, nada había que encontrar, porque no había perdido nada. Quizá fue la comprensión de lo absolutamente obvio lo que ese día me sorprendió, la comprensión de que no había nada que comprender, la comprensión de que todo lo que siempre había querido se hallaba, siempre había estado y siempre estaría, frente a mí. Entonces me di cuenta de que siempre y en todo momento podemos acceder a la paz, el amor y la alegría y de que el amor, el amor puro e incondicional, el amor de Jesús, el amor de Buda y el amor que trasciende toda compresión constituye el fundamento de todas las cosas y la razón misma por la que todo ya está aquí. En realidad, siempre ha estado aquí, aguardando pacientemen¬te el momento de mi regreso a casa.
Y ahí, bajo la lluvia, supe finalmente que estaba en casa y, lo que es más importante, que siempre lo había estado y que siempre lo estaría, y que aun en medio de las lágrimas, del sufrimiento, de la oscuridad y de la desesperación, en todos esos momentos y en muchos otros, el Hogar de los Hogares siempre había está ahí.
Jeff Foster: Mas allá del despertar