El autor anónimo inglés afirma que la experiencia última a la que hay que aspirar es
Dios es tu ser.
Pero a esa altura hay que llegar por pasos.
El primero de ellos es lograr la desnuda y ciega conciencia de sí mismo hasta adquirir, por la perseverancia espiritual, facilidad en esta obra interior.
Esa conciencia “desnuda y ciega” es una conciencia silenciosa, sin explicaciones ni sentimientos particulares, una conciencia del puro existir de uno mismo desnudo.
Para conseguirla hay que abandonar todos los detalles, interpretaciones, investigaciones y sentires del propio ser, hasta quedarse en la más completa desnudez del puro testigo.
Este ejercicio, y el logro de esa actitud de mente, prepara para experimentar el conocimiento del ser de Dios.
En este primer ejercicio se ha vestido la conciencia del ser de Dios con el manto de la conciencia desnuda del propio ser, como paso previo al total olvido de sí.
En el paso siguiente:
hay que olvidarse también de la desnuda conciencia del propio ciego ser; eso equivale a olvidarse de sí mismo para poder experimentar sólo el ser de Dios.
Aquí aduce las palabras de Jesús: Quien quiera amarme, niéguese a sí mismo.
Propone despojar, destruir y desnudar totalmente la conciencia personal de todas las cosas, incluso de la conciencia elemental de tu ser, a fin de que puedas vestirte nuevamente con la preciosa y radiante experiencia de Dios tal como es en sí mismo.
Abandonar la conciencia personal de todas las cosas es abandonar la conciencia de dualidad, -yo y las cosas-, y por consiguiente, abandonar incluso también la conciencia desnuda y ciega del propio ser.
Cuando se ha diluido toda dualidad y se ha perdido el conocimiento y la experiencia del yo, se puede comprender y vivir la afirmación Dios es tu ser.
Señala el anónimo inglés que este es un proceso de amor porque el amante se despoja plenamente de todo, aun de su mismo ser, por aquel a quien ama, y eso es lo que en este camino se cumple, y añade: Y no es un proceso pasajero. No, desea siempre y para siempre permanecer desnudo, en un olvido total y definitivo de sí mismo.
Dios es tu ser.
Cuando se comprende eso,
¿dónde los temores de la vida?
¡Qué importa, entonces,
mi cuerpo de vuelta a la tierra!
El que un día floreció y que ya se marchita,
es Él, que se mostró y se retira. No lo comprendí porque creí que era yo el que venía y se iba.
Fuera de su aparición y desaparición, en mí, no hubo ni hay nadie.
Sólo Él es el sol que sale y se pone.
No hay otro sol que Él.
Ni amanecer ni ocaso afectan al sol. Él es la vida que florece
y la que se marchita.
El gran misterio
no es que las flores mueran, sino que el Perenne
florezca y se marchite. El gran misterio
no es que he de morir sino que Él en mí
se muestre y se retire.
¡Él es el Único
en tantas caras y flores!
¡Él es el que es, por siempre,
en tantas otoños, en tantas muertes!
Si pretendo agarrarme a algo para no caer en el vacío, no puedo cogerme a nada ni dentro de mí ni fuera de mí; caigo en un vacío inevitable.
Yo estoy vacío de consistencia y todo está tan vacío como yo.
Hay que comprender con toda rudeza estos pensamientos y detenerse en ellos hasta sentirlos por completo, impidiendo que el miedo inhiba ese sentir.
Estos son los datos y lo sabio es atenerse a ellos.
Pero hay otro dato al que también hay que atenerse: ahí hay un gran despliegue y yo mismo formo parte de ese despliegue. Sin embargo, si pretendo averiguar qué se despliega es imposible atrapar nada.
Hay una inmensidad de despliegue pero nada ni nadie se despliega. Es un despliegue vacío de agarradero, pero es despliegue.
Todo lo que yo entiendo como “algo donde cogerme para no caer en el más completo vacío” está ausente.
Todo lo que yo entiendo como “salvación”, está ausente.
Sin embargo está ahí, compacto, envolviéndome, penetrándome como una presencia indudable de realidad, vacía desde cualquier aspecto que se la mire, pero presente.
Ese es un conocer vacío, un conocer silencioso, porque aunque en él sé, no puedo “comprender”, representar, conceptualizar; no puedo ni siquiera decirme a mí mismo lo que sé.
Pero sé que está ahí, y eso lo sabe mi tacto, mis ojos, mi corazón, mis pies y mi mente.
Quien llega ahí, dice Rumí, odia el estadio anterior, aquél en el había “yo” y “Dios”, creencia e infidelidad, vida profana y religión, esta realidad y la otra.
Libro: Por los caminos del silencio, Mariá Corbí