El testimonio de tantas personas que llegan al final de sus vidas sintiendo que han malgastado su tiempo entre la ansiedad y el aburrimiento, a pesar de haber acumulado grandes cantidades de dinero, de haber coleccionado aventuras amorosas o de haber ejercido un poder directo sobre otros, invita a preguntarse si el destino de nuestra especie nos lleva a permanecer siempre insatisfechos: si quizá nuestra naturaleza nos inclina a desear más de lo que podemos obtener o si tal vez buscamos la felicidad en el lugar equivocado.
¿Porque el desencanto parece ser una constante?.
Tan pronto como se han resuelto las necesidades básicas, asegurando el alimento, encontrando abrigo y saciando los apetitos sexuales, las expectativas se incrementan y surgen nuevas necesidades. En esencia, mejorar la calidad de vida es una tarea inacabable, y por eso el inagotable listado de inventos y conquistas con las que hemos multiplicado colectivamente nuestros poderes materiales no ha reportado una mejora en el contenido de la experiencia humana.
La sensación continua de que existen otras cosas para hacer la vida mejor dificulta el disfrute de lo que se tiene en el presente, en la medida en que propicia el desorden mental conocido como “entropía” en el que la energía psíquica se dispersa sin un rumbo claro
Quien se obsesiona por la consecución de todo lo que puede ser mejor, sacrifica su presente en beneficio de un futuro hipotético que siempre estará un paso más adelante.
Para comprenderlo mejor, conviene definir qué es la conciencia humana y, en particular, cuál es el rol que juega la atención en su configuración. Nuestra conciencia funciona como una central telefónica, cuyo objetivo es organizar y priorizar las sensaciones, sentimientos, percepciones e ideas frente a lo que está sucediendo dentro y fuera del organismo, de tal modo que el cuerpo pueda evaluarlas y actuar en consecuencia. Al estar consciente, una persona no sólo está expuesta a una sucesión continua de estímulos, sino que, a diferencia de lo que le sucede a ella misma mientras duerme o de lo que le ocurre a las demás especies, es capaz de controlarlos y dirigir el curso de los eventos. La conciencia es, entonces, “información intencionalmente ordenada”, y cada cual se encarga de definir qué información ingresa en su sistema, usando para esto su atención.
Ante los millones de señales potenciales que están al alcance de una persona en cada instante, tu atención es la encargada de seleccionar las piezas de información que considera más relevantes para ingresarlas a la conciencia e ir construyendo con ellas la personalidad.
Y como nuestra atención es capaz de escudriñar la memoria para recuperar en ella las referencias apropiadas que le permitan evaluar un acontecimiento y elegir un curso de acción, quien controla su atención, controla su conciencia, pues puede evitar las distracciones y concentrarse todo el tiempo que desee en alcanzar sus objetivos.
La combinación de todo lo que ha pasado por la conciencia de una persona -recuerdos, acciones, deseos, placeres y dolores- configura su personalidad, es decir, determina la jerarquía de objetivos que la persona ha ido construyendo, pieza a pieza, a lo largo de la vida.
Existe, pues, una relación circular entre la personalidad y la atención, pues así como uno dirige su atención hacia aquellas cosas que su personalidad prioriza, asimismo va configurando su personalidad en función de las cosas a las cuales presta atención.
Piense en un músico, un médico, un navegante o un cazador. Cada uno de ellos ha entrenado su atención para procesar señales que de otro modo pasarían inadvertidas. Y como la atención es la que determina lo que entra o no en la conciencia y, por tanto, es la responsable de que sucedan otros actos mentales -como el recuerdo, el pensamiento, el sentimiento o la toma de decisiones-, la forma y el contenido de la vida dependen de la manera en que se utilice la atención.
En la misma fiesta, frente a unas condiciones objetivas exactamente iguales, cada persona enfocará su atención hacia algo diferente, y obtendrá por ello una percepción única del evento, pues más que existir una sola realidad, hay tantas realidades como conciencias la experimenten. Así, el extrovertido perseguirá una interacción placentera con otros, el triunfador buscará contactos útiles, el libertino explorará oportunidades de romance y el paranoico estará en guardia, buscando signos de peligro para evitarlos. Y esa inversión de energía psíquica será la responsable de lo que cada uno obtenga de la experiencia.
Al estar inmersos en una realidad compleja, en un mundo natural regido por el caos, la atención tiende a dispersarse y la entropía se apropia de nuestra mente.
A la amenaza de los deseos insatisfechos que dispersan nuestra atención, se le suma también la impotencia de no poder controlar las fuerzas aleatorias en las que estamos inmersos y que, por su propia naturaleza, son absolutamente indiferentes a nuestras necesidades. El volcán que hace erupción, el ciclo de la vida humana o el movimiento de las partículas escapan a nuestro control, porque no obedecen a nuestras reglas.
Para protegerse de ese caos y soportar el desamparo y la angustia que suscitan en nuestra conciencia, el ser humano ha levantado culturas estableciendo normas, metas y creencias comunes, en un intento por ordenar el caótico espectro de posibilidades que ofrece el universo y, de esta manera, reducir el impacto de la aleatoriedad sobre la experiencia. Pero cuando el bastión de una cultura se desmorona, cuando las tradiciones étnicas pierden actualidad, cuando el patriotismo es cuestionado, cuando los cimientos de la religión que explicaba el universo desparecen, en definitiva, cuando los valores culturales sucumben, entonces las personas pierden el sostén y se hunden en un pantano de ansiedad y apatía.
Al percibir la dimensión de su soledad y notar que todo el despliegue científico y tecnológico ha sido incapaz de reportarle orden y felicidad, cada persona reacciona a su modo, volcando toda su atención hacia nuevos propósitos y tratar así de controlar el caos de las fuerzas externas. Algunos buscan entonces soporte en un nuevo dogma, otros intentar huir de la angustia mediante el alcohol y las drogas y otros más tratan de aumentar su riqueza para ampliar su capacidad de acción y sentir que controlan la realidad.
Pero la realidad seguirá siendo dictada por la forma en que la conciencia perciba los hechos externos, así que no basta con que éstos cambien para que alguien pueda considerarse más feliz.La batalla por la felicidad es una batalla contra la entropía que desordena la conciencia.
El estado opuesto a esa entropía es el de la experiencia óptima, que ocurre cuando la información que llega a la conciencia es congruente con las metas de la personalidad y entonces la energía psíquica puede fluir sin ningún esfuerzo. Cuando alguien es capaz de organizar su conciencia para maximizar las situaciones de flujo, su calidad de vida mejorará invariablemente, porque incluso los asuntos rutinarios del trabajo o el hogar podrán adquirir un propósito y volverse fuentes de disfrute.
A diferencia de la simple experimentación del placer, cuyo disfrute es instantáneo y puede lograrse sin mayor esfuerzo (como sucede con las drogas o con el sexo fácil), la experiencia óptima requiere una atención totalmente concentrada que genera un movimiento hacia delante, capaz de reconfigurar la conciencia y crear orden en ella.