Cuenta la leyenda que en un monasterio budista ubicado en una ladera casi inaccesible de las frías y escarpadas montañas de los Himalaya, un buen día uno de los monjes guardianes amaneció sin vida.
Le hicieron los rituales tibetanos propios para esas ocasiones, llenas de profundo respeto y misticismo.
Sin embargo era preciso que algún otro monje asumiera las funciones del puesto vacante del guardián. Debería encontrarse el monje adecuado para llevarlas a cabo.
El Gran Maestro convocó a todos los discípulos del monasterio para determinar quién ocuparía el honroso puesto de Guardián.
El Maestro con mucha tranquilidad y calma, colocó una magnífica mesita en el centro de la enorme sala en la que estaban reunidos y encima de ésta, colocó un exquisito jarrón de porcelana, y en él, una rosa amarilla de extraordinaria belleza y dijo:
“He aquí el problema.”
“Asumirá el puesto de Honorable Guardián de nuestro monasterio el primer monje que lo resuelva.”
Todos quedaron asombrados mirando aquella escena: un jarrón de gran valor y belleza, con una maravillosa flor en el centro.
En momento determinado, uno de los discípulos sacó una espada, miró al Gran Maestro, y a todos sus compañeros, se dirigió al centro de la sala y..
Zaz!! Destruyó todo de un solo de golpe.
Tan pronto del discípulo retornó a su lugar, el Gran Maestro dijo:
Alguien se ha atrevido no sólo a dar solución al problema, sino a eliminarlo. Honremos a nuestro nuevo Guardián del Monasterio”.