SUMISIÓN A LA AUTORIDAD; un patrón común en todos 4.8/5 (5)

Había una vez un maestro de escuela que era muy exigente y severo con sus alumnos. Ellos no lo decían jamás delante de él, porque le tenían miedo. ¡Pobres de aquellos que no se supieran la lección de memoria! Pero un buen día, cansados de su excesiva autoridad, los alumnos decidieron encontrar una solución para deshacerse de él.

 

–     ¡Qué lástima – decía uno de ellos – que nunca se ponga enfermo! Eso nos daría un respiro.

–   Es cierto – reafirmaba otro – seríamos más libres, al menos de vez en cuando. Al oír estas palabras, un tercer alumno propuso una idea:

–   Podríamos intentar convencerle de que está enfermo. Será suficiente con decirle:

“¡Maestro! ¡Qué pálido está usted esta mañana! No debe de estar bien, sin duda tiene fiebre”.

–   Si le dices eso no te creerá – objeta un cuarto –. Tus palabras no lograrán convencerle.

Pero si todos, uno detrás de otro, le repetimos lo mismo, acabará por creerlo. Después de ti, yo diré “¿Qué le pasa maestro? ¿Qué le sucede?”. Si lo decimos con aire sincero, a fuerza de repetírselo sin duda se convencerá.

 

A la mañana siguiente los alumnos prepararon su trampa. Apenas llegó el maestro, en lugar de saludarle como de costumbre, un primer alumno, simulando un aire entristecido, le anunció “la mala noticia”. El maestro, irritado por esta observación, hizo un gesto brusco con la mano: “No digas tonterías. No estoy enfermo. Ve a sentarte en tu sitio”.

 

Después, tal como estaba previsto, distintos niños, uno detrás de otro, le hicieron partícipe de su “inquietud”, cada uno con sus propias palabras. El maestro empezó poco a poco a dudar y terminó por creerse que estaba verdaderamente enfermo, hasta tal punto que ya no se sentía nada bien. Decidió volver a su casa con el fin de curarse. Mientras regresaba, iba pensando con rencor en su mujer.

 

–     ¿Cómo es posible que ella ni siquiera me haya comentado mi estado esta mañana? ¿Es que ya no se interesa por mí? ¿Querrá dejarme para casarse con otro?

 

Para cuando abrió la puerta de su casa, situada justo al lado de la escuela, ya estaba encolerizado. Su mujer, sorprendida al verle regresar tan temprano, le preguntó:

 

–   ¿Qué pasa? ¿Por qué no estás en la escuela?

–     ¿Es que no ves la palidez de mi rostro? – respondió el maestro de escuela amargamente –. Todo el mundo se preocupa por mi salud, pero tú no, a ti te deja totalmente indiferente. Cuando pienso que vivimos bajo el mismo techo y que tu ni siquiera te preocupas por mí.

 

Su mujer contestó:

 

–     Mi querido marido, estás imaginando cosas. No estás más enfermo que yo. ¿De dónde te ha venido esa idea?

 

El maestro se puso hecho una furia:

 

–     Mujer estúpida, estás completamente ciega. ¡No ves que estoy enfermo, que no me siento bien y que me duele todo!

 

Pero la mujer replicó firmemente:

 

–     Como quieras. Pero déjame que te traiga un espejo. Comprobarás por ti mismo si verdaderamente pareces enfermo y si merezco ser tratada tan injustamente.

–     Déjame en paz con tu espejo, más bien prepárame la cama, quizá me sienta mejor si me tumbo. Y después, ve rápido a buscar al doctor.

 

A regañadientes la mujer se dirigió al dormitorio:

 

–     Todo esto no tiene ningún sentido. Finge estar enfermo para alejarme de la casa. No sé lo que quiere, pero estoy segura de que es un pretexto.

 

Una vez en cama, el maestro comenzó a lamentarse. Los alumnos le oyeron por la ventana, y el listillo que había tenido la “buena” idea sugirió a los otros:

 

–     Vamos a recitar nuestras lecciones tan alto como podamos, todos a la vez, y como no está de buen humor, el ruido sin duda le molestará.

 

En efecto, un momento después el maestro, que no podía más con ese alboroto, a pesar de su

“enfermedad” se levantó para decir a sus alumnos:

 

–   Me dais dolor de cabeza. Hoy no habrá clase. Os doy permiso para que volváis a casa. Cortésmente, los niños le desearon un pronto restablecimiento y se fueron.

Al ver las madres a sus hijos jugando por las calles cuando deberían estar en la escuela, les

regañaron severamente. Los niños se defendieron:

 

–     ¡Es el maestro quien nos ha dicho que nos fuéramos! No es nuestra culpa si por voluntad de Dios ha caído enfermo.

 

Las madres entonces les amenazaron:

 

–     Vamos a asegurarnos de si decís la verdad. Como sea un embuste, ¡pobres de vosotros!

 

Se acercaron de inmediato al domicilio del maestro de escuela, y constataron que, según él mismo aseguraba, estaba gravemente enfermo. Se disculparon por haberlo molestado:

 

–   Perdónenos, no sabíamos que estaba usted enfermo.

–           ¡Yo tampoco lo sabía! – replicó el maestro – . Son vuestros hijos quienes me lo han advertido.


Autoridad y Realidad

 

¿Quién tiene el poder de determinar la realidad? Se encuentra a menudo en las palabras de los otros. El final de la historia nos dice que el maestro no sabía que estaba enfermo, que se ha percatado gracias a los niños, y podemos pensar que las madres que le preguntan confirman la afirmación del maestro, a pesar de que estén algo sorprendidas. Dudan de sus hijos, pero si la autoridad, que este hombre representa, dice que ellos tienen razón, entonces les creen. Al contrario que la esposa, más suspicaz, porque conoce bien la subjetividad de dicha autoridad.

 

Tenemos aquí un interesante juego de encuentros y desencuentros. Los niños se rebelan contra la autoridad que encuentran abusiva, y logran manipularla y hacer que dude de sí misma. Pero las madres, que también representan una forma de autoridad para los niños y desconfían de la palabra de éstos, van a aceptar sin cuestionamientos la autoridad de su progenie porque el maestro, manipulado, afirma que tienen razón.

 

Cuando las afirmaciones se contradicen debemos, en último lugar, determinar de quién nos fiamos, a quién atribuimos la autoridad del saber y la verdad. Sin darnos cuenta, nos adherimos a veces a ciertos discursos sin más requisito de prueba que la credibilidad que otorgamos a una persona, a menudo de forma arbitraria e irracional. Esta historia nos enseña además que la escuela es el lugar por excelencia en el que aprendemos a aceptar sin cuestionar el argumento de autoridad, salvo si nos mantenemos en guardia.

 

 

Preguntas para la reflexión

  • ¿La escuela es una forma de alienación?
  • ¿La autoridad es indispensable en la enseñanza?
  • ¿Por qué creeríamos más a un grupo de personas que a una sola persona?
  • ¿La repetición es una buena forma de transmitir un mensaje?
  • ¿El miedo es una técnica eficaz para transmitir un mensaje?
  • ¿Deberíamos creer a los demás o a nosotros mismos?
  • ¿Por qué preferimos a veces fiarnos de nuestras convicciones más que de las evidencias?
  • ¿Por qué la autoridad es una prueba de credibilidad?
  • ¿Por qué los padres suelen desconfiar de sus hijos?
  • ¿Las personas testarudas son fuertes o débiles?

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