(Contado en 1ª persona)
Viajé al centro de la Luz, allí donde la Verdad un día se hizo presente. En soledad. La mente silenciosa y el corazón en serena alegría, entregados, confiadamente. ¡Con cuánta felicidad preparé durante meses el viaje! Y allí, justo cuando el pie se posaba por primera vez en esta tierra sagrada, perdí la paz.
Fui a Ese lugar sin saber por qué iba. No habían expectativas. Era el lugar el que me llamaba. Y obedecí, como voy obedeciendo desde que la mirada secreta me lleva de su mano. Pero lo último que hubiera imaginado es que, en ese lugar de luz y verdad, yo perdería la paz que durante los últimos tiempos se había hecho compañera inseparable.
Al principio no entendía nada. De hecho, la energía poderosa del lugar no me dejaba pensar, reflexionar o sacar conclusión alguna. Me sentía muy mal. Una cruda soledad me colocaba en unos hábitos de vestir, comer, caminar, relacionarme, totalmente ajenos a toda mi experiencia anterior. Ataques egoicos virulentos me hablaban de mi fealdad, de mi egoísmo, de mi cobardía, de mi falsedad y también de la fealdad, egoísmo y hostilidad del entorno. Todo eran malas caras. Nadie me sonreía, bien al contrario, incluso me reñían con malos modos. La sensación de amenaza era vivida las 24 horas. Todo me daba miedo: las personas, los lugares, las comidas. No había belleza. Solo suciedad y miseria. No había amor. No había silencio. No había ni el más pequeño rincón en donde pudiera descansar de la opresión que sentía.
Y así fue durante muchos días. Los únicos momentos de paz eran aquellos en los que me sentaba a hacer silencio (lo que muchos llaman “meditar” pero yo no prefiero llamarlo así, porque lo único que hago es dejar de hacer algo). Sin embargo, en ningún momento apareció el impulso de abandonar el lugar.
Así fue hasta que la llamada del amor me hizo ver. Eran las primeras palabras amorosas que oían mis oídos embotados desde que había llegado a Ese lugar. A través de miles de kilómetros, la voz amada me preguntó. Y el sufrimiento pudo salir al saberse acogido. Lágrimas de odio, de miedo, de rechazo, de desespero, de incomprensión salían sin parar, como un géiser que hubiera estado latente durante milenios y por fin rompiera con fuerza el más duro suelo.
Y en esa explosión de dolor y llanto, la mirada secreta que había estado vigilante y silenciosa desde que llegué a Ese sitio, se abrió de a poco para que yo pudiera ver. Y vi.
Vi que había perdido allí toda referencia de quién yo creía ser. No me reconocía en el espejo. No me reconocía en lo que comía. No me reconocía en cómo me relacionaba con los demás. No me reconocía en las emociones que me alteraban. No me reconocía en los pensamientos negativos que me agobiaban. No me reconocía en mi forma de actuar. No me reconocía en los ojos de nadie. Me había perdido a mi.
Entonces, de a poquito, me di cuenta de que, aunque llevara un tiempo investigando y viendo, dentro seguía
viviendo y viviendome como un alguien concreto
y allí, esa singularidad que me garantizaba “ser alguien”, se perdió por completo. Ya no era nadie. Nadie. Ni para los demás ni para mi. ¡Qué descubrimiento!
Y ¿sabéis lo que pasó? Que poco a poco o en un instante (yo no lo sé), todo aquello que me definía como un alguien concreto y bien diferenciado de los demás, dio paso a una sensación de libertad que solo antes había experimentado en estados de profundo silencio. Todo lo que me hacía alguien, al caer, me liberó y
pasé de ser alguien, a simplemente ser
Fue entonces que ocurrió el milagro. De la densidad más pesada, brotó una ligereza nunca antes sentida. Seguía sin sonreir porque yo era la sonrisa. Las personas antes hostiles, se convirtieron en amigos. Amigos en todos los rincones. La comida se convirtió en manjar. El dolor de espalda desapareció. Se curó el esguince del tobillo, así, en un instante. La belleza explosionó en cada rincón. Me regalaban flores. Aparecieron amistades. Cantos. El miedo dejó paso al amor. Todo era posible. Pero ya no había nadie, nadie concreto experimentando esto. Era la vida viviéndose a sí misma.
Desde entonces, querida mirada secreta, sé. Sé que de aquello de lo que dependes, de aquello eres esclavo. Se que las personas, en su ceguera, luchamos por ser alguien, sin darnos cuenta de que nuestro poder, nuestra plenitud se aleja de nosotros cuanto más alguien somos. Porque,
lo que te hace ser alguien, te esclaviza.
Descubre tú, compañer@ de la mirada, qué es lo que te hace ser alguien concreto. Y atrévete a soltarlo. Porque,
Ser, sin ser alguien, es SER, es LIBERTAD.
¡Feliz Ahora!
La mirada secreta