La espiritualidad no sólo es un camino hacia la liberación, la verdad y la compasión, sino también un gran negocio. La espiritualidad se combina, hoy en día, con la cultura capitalista hasta un punto en que bien podríamos hablar de una auténtica “economía de espíritu”, que resulta muy fácil confundir con la auténtica espiritualidad.
En un artículo titulado “Yoguis Behaving Badly”, el periodista Paul Keegan escribió que, en el 2002 había, en Estados Unidos, unos 18 millones de practicantes de yoga moderno y que el mercado de productos sanos y respetuosos con el medio ambiente se estimaba en torno a los 230.000.000 de dólares. Las alfombrillas de yoga pueden comprarse en Kmart, Wal-Mart y hasta en muchos supermercados de gasolineras y estaciones de servicio… ¿para quienes practiquen acaso yoga en el coche? Muchos grandes centros espirituales ofrecen clases de cualquier cosa, desde divorcio consciente hasta ganchillo y atención plena y mueven presupuestos realmente multimillonarios. Las máquinas expendedoras venden budas de chicle y hay avispados vendedores que afirman haber embotellado la singular energía espiritual de Sedona (Arizona). El encuentro entre Oriente y Occidente, la tendencia a la globalización, el consumismo que caracteriza a la cultura americana y su creciente impacto en el resto del mundo ha propiciado la aparición de una superabundancia de movimientos espirituales que se expanden por todas partes con la misma celeridad que McDonald o Starbucks.
Invito al lector que discrepe de mi diagnóstico a que se acerque a cualquier congreso mente-cuerpo-espíritu o a una de esas exposiciones de la Nueva Era y estoy seguro de que se quedará sorprendido, desbordado, estupefacto y hasta encantado por los miles de productos asombrosos —y no tan asombrosos— que descubrirá. Es realmente apabullante la diversidad de productos relacionados con la diosa, con la ropa “espiritual” y con toda la parafernalia ligada a la meditación y el yoga, que van desde alarmas zen hasta pirámides de cristal para colocar sobre la cabeza y activar los chacras y artilugios plásticos destinados a separar los dedos de los pies durante la práctica del yoga: la lista resulta ciertamente interminable. Y también debemos señalar el saturado mercado del libro espiritual, que abarca desde novelas de amor y misterio espiritualmente orientadas hasta libros de autoayuda que prometen enseñar de todo, desde el modo más adecuado de convertirse en chamán hasta la mejor forma de tener sexo espiritual.
El “turismo” espiritual también se ha convertido en un gran negocio, no sólo el tipo que te lleva hasta Maui o la selva brasileña para estudiar el tantra de los delfines o llevar a cabo rituales chamánicos, respectivamente, sino el amplio y más habitual peregrinaje por un largo periplo de caminos, maestros, talleres y prácticas diferentes. La espiritualidad se halla hoy en día tan difundida que haríamos bien en aclarar si nuestro interés al respecto es un entretenimiento de moda o el fruto de un hambre más verdadera.
Necesitamos ser tan discriminativos, al menos, en el mercado espiritual como en el mercado de los bienes de consumo. La comercialización del equivalente espiritual de la comida rápida es impecable y va desde seminarios de fin de semana que prometen la transformación completa hasta los llamados maestros “iluminados” que afirman tener decenas o aun centenares de discípulos iluminados que han alcanzado los primeros estadios de la comprensión y la experiencia espiritual.
Mariana Caplan: Con los ojos bien abiertos