La tradición del autoconocimiento, vigente durante varios siglos, se ha convertido hoy en materia prima de la sociedad del espectáculo en que vivimos.
En nuestra época, el conocimiento y el cuidado de sí han perdido la importancia que habían tenido más o menos desde tiempos de la Antigua Grecia y hasta los días de Sigmund Freud, Carl G. Jung y otros filósofos y pensadores no menos importantes. Durante más de 2 siglos, ambas posturas frente a la existencia –conocerse y cuidarse– habían sido entendidas como elementos imprescindibles en la construcción y consecución de una vida plena.
Ciertos discursos nos invitan a tomar agua, a comer sanamente, a hacer ejercicio, pero sólo porque eso implica comprar agua, productos pretendidamente saludables o la ropa más adecuada para ejercitarse. ¿Pero es que el agua debe venderse? ¿Es que lo saludable sólo existe una vez procesado, empaquetado y etiquetado bajo ese calificativo? ¿El ejercicio sólo es posible realizarlo con determinados tenis y playeras que disipan tecnológicamente el sudor? Y una vez que entramos en ese estilo de vida, ¿no tendemos a convertirnos nosotros mismos en productos de esas marcas?
En una nota miscelánea, el filósofo mexicano Jorge Portilla llegó a escribir que “el hombre es un ser de tal índole que no puede vivir si no comprende su vida”. Si esto es cierto para todos; si todo sujeto, eventualmente, necesita contarse la historia de su propia vida; si, hasta cierto punto, llega el momento en toda existencia en que necesitamos saber quiénes somos, para qué vivimos y qué queremos de la vida, cabría preguntarse por el lugar que esas preguntas tienen actualmente, si es que dicha comprensión de la existencia propia aún está vigente, si aún se ejerce y de qué manera.
La vida, parece ser, se vive no para comprenderla o contarla, sino para exhibirla; se le tributa ahora a la maquinaria insaciable de los likes y los shares, al dios inmisericorde de esta sociedad del espectáculo en la que tantos se afanan por figurar y aun destacar, cumpliendo con todos los requisitos impuestos para convertirse en representaciones de sí mismos.
La historia personal sólo puede elaborarla y contarla el propio sujeto, porque sólo él conoce la suma de circunstancias que lo llevó al momento actual de su existencia. Las redes sociales, sin embargo, nos han habituado a la idea de que todas las historias pueden contarse de cierta forma, bajo ciertas reglas, en el marco de ciertos límites, todo lo cual tiene algo en común: está diseñado a la conveniencia de cierto modo de producción y de consumo. Preferir la exhibición de sí al conocimiento de sí es, en buena medida, participar de ese cautiverio, aceptarlo mansamente.
¿Por qué no pensar que la historia propia podría convertirse en una obra de arte, en un mural, en una sinfonía? ¿Sólo porque poder hacer eso requiere más tiempo y esfuerzo que lanzar un tweet o publicar una fotografía en Instagram? ¿De verdad no tenemos tiempo ni recursos para hacer más en nuestra vida de lo que ya hacemos?